por Manuel Vicuña
por Manuel Vicuña I 23 Enero 2019
Al poeta Allen Ginsberg, profeta de la orgía como sacramento comunitario y del consumo de un guiso de sabidurías ancestrales, peyote y LSD, le tomó tiempo transitar desde el atormentado espíritu de rebelión beatnik al estado de beatitud zen que terminó por caracterizarlo. Un chamán perdido en la selva o un gurú callejeando en torno a Time Square valían más que todos los generales, legisladores, jueces y banqueros del mundo. No había ley autorizada a negar el placer de pasearse por los prados en pelota, esperando la materialización de los espíritus tutelares de Whitman, Thoreau y Blake en la estela de humo de la marihuana. La masturbación podía deparar revelaciones que bordeaban el misticismo. Este viaje hacia el desapego, musicalizado por el sonido de los mantras, le costó años de crisis depresivas con devaneos suicidas y alternancias de vitalidad febril y recogimiento monacal, de paralizadores sentimientos de culpa y llamaradas homoeróticas, de anhelos de santidad y derrapes en dirección al mundo criminal, todo como parte del esfuerzo por sentir, percibir y pensar de otro modo, de un modo que le posibilitara aventurarse como un cosmonauta en el universo interior.
Desacralizadora y mitologizante, apocalíptica y optimista, la generación beat recorrió las carreteras de Estados Unidos y México en busca de fronteras de la experiencia que aún conservaran el gusto de lo salvaje y lo ancestral. La religión profana de esos hombres, en palabras de Jack Kerouac, consistía en reconocer que “todo me pertenece porque soy pobre”.
Antes de adoptar la voz oracular del visionario, Ginsberg se sobrevivió a sí mismo. En el prólogo a su libro Aullido, William Carlos Williams confesó: “Nunca pensé que viviría lo bastante como para crecer y escribir un libro de poemas”. Además de gran poeta, Williams era un hombre reposado, que se ganaba la vida como pediatra en una ciudad quitada de bulla, alguien poco habituado a las pruebas extremas y, por esa razón, una persona sin la sensibilidad necesaria para precisar cuándo los camaradas de la bohemia hípster se pasaban de la raya.
En este sentido, parece más confiable el testimonio de William Burroughs, el heroinómano y morfinómano que descubrió en las jeringas su tótem doméstico, e intentó cultivar opio para autoabastecerse. Temo por la salud mental de Allen, dijo. Es curioso que los desvaríos de su amigo le hayan resultado más alarmantes que los suyos. Es curioso, porque Ginsberg era una criatura angelical en comparación con Burroughs, cuya odisea como paria puede resumirse así: mató a su mujer de un tiro jugando a Guillermo Tell, cortejó criminales, vociferó un anarquismo de bajo fondo y se pasó un año encerrado en una pieza en Tánger, trastornado por las alucinaciones que luego narraría en su novela El almuerzo desnudo.
El escritor es un “instrumento de registro”, se lee ahí. Algo de eso se encuentra en la literatura beat: la persecución de la experiencia con una avidez caníbal, como si se propusiera incorporar a su organismo y metabolizar en su favor los pensamientos, las emociones, los sueños, las pesadillas, el semen y la sangre de sus protagonistas, que suelen ser retratos fidedignos de personajes reales. El narrador o el poeta beat quiere dar cuenta de todo lo que está pasando y ha pasado, hacerlo casi palpable, sin imponerse censuras ni la obligación de amansar el lenguaje. El escritor debe improvisar como el saxofonista de jazz y entregarse al ímpetu del lenguaje: así pensaba Kerouac, en su fase idolátrica de la espontaneidad. En las historias sobre el círculo beat, la benzedrina regala jornadas maratónicas de escritura a todo vuelo, parrafadas y versos que son una vorágine de emociones, imágenes y recuerdos.
La locura, como la depresión y la manía, suele formar parte del patrimonio familiar. Ginsberg no la tuvo fácil. Naomi, su madre, entró y salió de hospitales psiquiátricos, creía que medio mundo deseaba envenenarla, por eso pedía a gritos transfusiones de sangre y cuando escuchaba la radio aguzaba el oído para detectar a los espías que la acosaban. Ginsberg a veces dejaba de ir al colegio para contenerla, exponiéndose a las ondas radiactivas de una mujer que también guardaba la convicción de que alguien había cableado el interior de su cabeza para acechar sus pensamientos más íntimos.
Kaddish es el poema elegíaco que Ginsberg escribió sobre los tormentos de su madre. En esos versos a la vez torrenciales y sincopados, mezcla la compasión, el amor filial, el registro del deterioro por culpa de las terapias de electroshock y las inyecciones de metrazol, la tentación de abandonarla y los remordimientos, la “podredumbre funeraria” de los pabellones psiquiátricos, la angustia, el miedo y la impotencia del niño que crece encadenado a una mujer perdida en los “caminos lejanos de la autopista de la Locura”.
Melville decía que la frontera entre la locura y la cordura es tan tenue como el desvanecimiento de los colores en el arcoíris. La paranoia de la madre de Ginsberg no está tan lejos de la paranoia de cualquier mortal; incluso de los más lúcidos. Porque la paranoia es una patología clínica y también un don de la inteligencia que se manifiesta a través del talento para leer entre líneas. El paranoico es, en potencia, un metafísico, el dueño de una mente con aptitud para la elaboración de sistemas especulativos y para la identificación de patrones que parecen ponerle fin a la aleatoriedad de la existencia. Cuando todo adquiere importancia, porque todo puede representar una pista o un síntoma, nada, en principio, escapa al escrutinio del pensamiento.
Tal vez habría que preguntarse si no es un signo de salud mental arrojarse al pozo de la paranoia sin fondo cuando se malvive en sociedades podridas por la corrupción. El intelectual crítico, el bípedo mejor entrenado para establecer conexiones, se pasma cuando renuncia a aplicar la “hermenéutica de la sospecha” atribuida a Marx, Nietzsche y Freud, los mayores maestros en el arte de deshacer las versiones oficiales de la modernidad, como terrones de azúcar en soda cáustica. Todos somos paranoicos en algún grado. En los años 60, algunos fanáticos de los Beatles escuchaban sus temas al revés, intentando descifrar el mensaje encriptado del nuevo credo contracultural personificado por Ginsberg.
Nota al margen: el término “paranoia” nació en 1863, y rápidamente designó, además de una patología individual, un fenómeno colectivo, un tipo humano invadido por el orgullo y la suspicacia, por el “complejo de persecución” y el “delirio de interpretación”. De vez en cuando nos topamos con gente de esa naturaleza, y de seguro nosotros mismos hemos despertado en otros esa impresión. Para hacerlo no hace falta elaborar diagramas que unan, con flechas incriminatorias o líneas rojas de indignación, los nombres de los implicados en conjuras tremebundas. El paranoico que se mueve libremente por la ciudad acostumbra a responsabilizar al resto de sus limitaciones y de sus desgracias, y se siente basureado por el solo hecho de no llegar a encarnar lo que sueña. Así, no tarda en descender en la pista resbaladiza de las teorías conspirativas, utilizando el tren de aterrizaje de los celos, el resentimiento u otro material de esa familia. El resentido profesional, ejemplar destacado de la fauna paranoica, goza humillando al blanco de su encono y nunca conoce la saciedad, porque el resentimiento no tiene meta a la vista. El resentido que saliva de rabia no busca acabar con el maltrato, busca invertir los papeles: de víctima a verdugo, con el beneficio de ignorar la culpa que puede turbar hasta a los canallas en sus noches de desvelo.
Todos somos autores de relatos de conspiraciones. No hay literatura oral y espontánea más atrayente. Se impone rápido en el circuito de las conversaciones y le inyecta intensidad a la visión que tenemos de las cosas. Suelta la lengua de los tímidos, destapa los oídos de los sordos, presta palabras hiladas a quienes tienen dificultad para hablar de corrido. El paranoico sufre y goza de un estado de alerta que acelera el latido de la imaginación y estimula el deseo de convencer a otros del último descubrimiento, de la última conjura en pleno desarrollo. La política internacional y la copucha de peluquería de barrio comparten la afición por esas revelaciones cuyo sabor se hace más intenso mientras más secreteadas sean. Pocas cosas mejores que la promesa de la complicidad. El silencio, cuando tiene un precio, refuerza la idea de nuestra mente como una cámara secreta y disuelve el sentimiento de soledad en el entusiasmo de la camaradería.
Hace varios años me tocó presenciar un caso de antología: un historiador, anglófilo hasta la caricatura, atribuyó su despido de la universidad a una maquinación teledirigida desde el mismísimo Palacio de La Moneda, en represalia por críticas a la coalición de gobierno que no se distinguían de las formuladas por sus propios partidarios. Otros ejemplos, estos sí de frentón patológicos, que solo conocí de oídas. El caso santiaguino: una mujer, internada en el psiquiátrico de avenida La Paz, decía estar embarazada con siete hijos de Bon Jovi, los cuales complotaban en su contra mientras tarareaban las canciones del padre. El caso londinense: un vagabundo que puteaba a la Thatcher por haberlo expulsado del manicomio, en circunstancias que los extraterrestres aún seguían en control de sus pensamientos.
El pasado, el presente y el futuro son campos de acción de la máquina de interpretación paranoica. El género de la ciencia ficción es prolífico en las indagaciones de universos alternativos que buscan desbancar el mundo tal como lo conocemos, tal como lo apreciamos. En esos relatos, las conspiraciones no son solo protagonizadas por humanos, extraterrestres o ciborgs; también los objetos y sobre todo las máquinas cobran vida propia y se cruzan en nuestro camino. “El colmo de la paranoia”, decía Philip K. Dick, el llamado Shakespeare de la ciencia ficción, “no es cuando todos están contra mí, sino cuando todo está contra mí”. Dick hablaba con la autoridad del delirante, del escritor que se pasó años sin poder determinar si había sufrido una experiencia mística, si su espíritu estaba poseído por los extraterrestres, si sencillamente estaba acorralado por la paranoia más brava, o si todo se explicaba por la resaca de las drogas que había consumido a lo largo de su vida.
La CIA, los judíos, los masones, la logia lautarina, la industria farmacéutica, los inmigrantes: solo nombro algunos de los grupos que han sido acusados de urdir conspiraciones siniestras. Pero la lista, según sea el gusto del consumidor, puede extenderse casi infinitamente: a la junta de vecinos y los repartidores de pizza, los comunistas y los anarquistas, las asociaciones de empresarios y los dueños de medios de comunicación, los líderes políticos y sindicales, los militares de alta graduación y las cabareteras jubiladas, la cúpula de la iglesia católica y los panelistas de programas de farándula, los guardias de punto fijo y las plantas carnívoras, los subordinados ambiciosos y las ex amantes que truecan intimidades, la suegra que se hace la mosca muerta y el vecino que insiste en regar el jardín con la manguera goteando, justo cuando volvemos del trabajo. En los años 60, la continua apertura de restaurantes chinos en los pueblos ingleses hizo pensar en una maniobra concertada de infiltración maoísta. Todo puede servir de caldo de cultivo para la paranoia. Hace varios años, en una noche de invierno más neblinosa que de costumbre, pensé lo peor cuando tres improvisados compañeros de peregrinaje por los pubs de Cambridge saltaron del inglés al gaélico, como si nada, mientras nos adentrábamos por un atajo que nadie frecuentaba.
También existe la variante hipocondríaca de la paranoia. El hipocondríaco es un fenomenólogo nato, con una antena de recepción de largo alcance y sensores infrarrojos que pegan un respingo ante las señales más débiles. Ahora la amenaza proviene del propio cuerpo. El alzhéimer se presta como pocas enfermedades a este juego de espejos. Olvidamos el nombre de un conocido o el título de una película, nos pasa más seguido que antes, o eso sospechamos, y ya estamos al filo de las especulaciones sobre las maniobras de un enemigo que acecha sin hacerse manifiesto, durante años, de manera definitiva. En 1997, desesperado por un insomnio que no aflojaba ni con somníferos capaces de tumbar a un oso, me hice varios exámenes neurológicos. Las imágenes de escáner mostraron un cerebro con inquietantes zonas de sombra. De inmediato visualicé esos manchones, sin ninguna racionalidad científica, como la evidencia del trabajo de zapa del alzhéimer. Y no sé por qué, en ese momento, se me vino encima una frase de David Bowie, comentando sus años de desborde: tengo el cerebro con más agujeros que un queso gruyere. Corrí donde una eminencia médica para que me asegurara que tenía la cabeza en orden. Él consintió.
La británica Patricia Latto inició su diario de vida pasados sus 60, dos décadas antes de haber sido diagnosticada con alzhéimer. El impulso que detonó la escritura no fue otro que el miedo a que esa enfermedad ya estuviese depredando su memoria y desterrando su conciencia a “una especie de tierra de nadie” donde, drenada de palabras, cada vez resultaba más difícil pensar y “escribir con claridad”. Intentó combatir el alzhéimer ejercitando su memoria mediante una técnica milenaria: almacenando citas largas de poetas y dramaturgos, que luego recitaba con la satisfacción de quien sabe que esos logros mínimos para el resto, en su caso representaban la defensa de una trinchera mental cavada con los versos de Yeats y los parlamentos de Shakespeare. Se trató de una lucha solitaria, que nunca comentó con nadie. La hija de Patricia recién se enteró de esa tragedia camuflada al encontrar el diario de su madre, mientras ordenaba sus cosas después de haberla internado en un hogar de ancianos.
Imagen de portada: Detalle de obra de Carlos Cruz-Diez.