Del intelectual público al líder de opinión

por Evelyn Erlij

por Evelyn Erlij I 17 Noviembre 2017

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Es un debate internacional: los grandes pensadores que alguna vez agitaron la sociedad con sus ideas y le tomaron la temperatura a su época, parecen ser una especie en extinción. En Chile, la figura se diluye entre columnistas, en su mayoría periodistas y economistas, y académicos abocados a una carrera intelectual que se da de espaldas a la sociedad: en las revistas ultra especializadas, que solo leen sus pares y que forman parte del sistema global de circulación del conocimiento. Ocho intelectuales discuten las transformaciones que ha sufrido el intelectual público desde la transición hasta hoy.

por evelyn erlij

Eran otros tiempos. En las décadas del 50 y 60, Jean-Paul Sartre llenaba auditorios como una estrella de rock, Simone de Beauvoir vendía miles de ejemplares de sus libros y en la televisión los intelectuales discutían los problemas de la sociedad como si estuvieran peleando por su vida (o los valores de su vida). Para subir el rating, el canal estadounidense ABC presentaba en 1968 al escritor progresista Gore Vidal y al intelectual conservador William F. Buckley Jr. debatiendo durante la Convención Republicana –como se ve en el documental Best of Enemies–, y poco antes, en 1965, Buckley Jr. se engarzaba en una disputa pública y masiva en la Universidad de Cambridge con el escritor y activista James Baldwin, en vistas a dilucidar si el sueño americano se alcanzaba a expensas de la figura de un negro oprimido y humillado.

En los 70, Aleksandr Solzhenitsyn asistía a conversaciones encendidas en programas de televisión franceses, como el clásico Apostrophes, para criticar a la Unión Soviética, oponerse a los pensadores del Partido Comunista que la defendían y negar, de paso, supuestos viajes al Chile de Pinochet. Pasolini publicaba diatribas en el diario y varios cineastas ilustres –Godard, Marker, Resnais, Ivens– filmaban Loin du Vietnam, un manifiesto contra la guerra. Las ideas atraían y circulaban en los medios; los intelectuales sacaban ronchas e influían en la política. Más aún: vivían de sus ideas, nutrían una industria cultural basada en la impresión masiva de libros –como lo explica McKenzie Wark en el ensayo General Intellects (2017)– y había una educación produciendo mentes sedientas de conocimiento.

“Donde sea que se hable del intelectual público, uno supone que se debe hablar de su declive”, escribe McKenzie Wark, y para evitar usar esa expresión que hoy suena en desuso, prefiere hablar de “intelectos generales”, un término tomado de Marx para hablar del trabajo intelectual creado dentro del proceso de producción.

Se trata de la figura del intelectual público, personaje que generaba una suerte de conciencia crítica de la sociedad, que vivía de y para las ideas –en palabras del académico Sergio Micco–, que pensaba y analizaba el mundo que le tocaba vivir. Instalaba debates en el espacio público, articulaba narrativas que daban coherencia a una época y leía el momento histórico con lucidez. En esta parte del mundo, por dar dos ejemplos, fue el caso del sociólogo Tomás Moulian con Chile actual, anatomía de un mito (1997), o del historiador Alfredo Jocelyn-Holt con El Chile perplejo: del avanzar sin transar al transar sin parar (1998), dos textos que fueron relatos medulares para comprender la transición a la democracia tras la dictadura de Pinochet.

“Donde sea que se hable del intelectual público, uno supone que se debe hablar de su declive”, escribe McKenzie Wark, y para evitar usar esa expresión que hoy suena en desuso, prefiere hablar de “intelectos generales”, un término tomado de Marx para hablar del trabajo intelectual creado dentro del proceso de producción. El pensador actual, dice, es alguien que busca formas de escribir, pensar y actuar en y contra un sistema de mercancías en el que también está inserto él. El debate no es nuevo –en 1987 el historiador Russell Jacoby publicó The Last Intellectuals: American Culture in the Age of Academe–, pero lo que llama la atención hoy son los cambios que ha vivido esa figura para sobrevivir en la era del capitalismo del siglo XXI: por un lado, los dueños de las grandes riquezas están invirtiendo en la generación de ideas para su beneficio –a través de think tanks, centros de estudio y ONG–; y por otro, el viejo intelectual, sumido en la lógica de la economía global, se trasviste con ropas de rockstar.

Ahí están el filósofo esloveno Slavoj Žižek, capaz de llenar salas de conferencias como Justin Bieber llena un estadio, o Judith Butler, Chantal Mouffe o Franco “Bifo” Berardi, dueños de un estatus digno de una celebridad, como lo advierte el cientista político Daniel W. Drezner en el libro The Ideas Industry (2017), donde reclama que hoy en el mundo de las ideas prima una lógica de marketing. Este fenómeno también tiene otras expresiones: las citas de Noam Chomsky o Zygmunt Bauman circulan por las redes sociales con la ligereza de un meme; y en las universidades, en tanto, las puertas se cierran: de espaldas a la sociedad, entre doctorados y papers, los académicos escriben para sí mismos o para el reducido grupo que sigue su línea de investigación.

 

En función de las políticas públicas

La discusión sobre la emergencia del líder de opinión –como llama Drezner a los intelectuales nacidos al alero de las fortunas planetarias– es mundial, y sus consecuencias también se perciben en Chile, un país donde la figura del pensador marcó la historia republicana. “En el siglo XIX vemos circular un espectro de figuras públicas más amplio de lo que se cree”, explica Carlos Ossandón, académico de la Universidad de Chile. “Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo emerge una figura intelectual, como Justo Arteaga Alemparte (1834-1882), que no se veía tan nítida, algo opacada quizás por la relevancia que adquirió un modo de ser como el que representó Andrés Bello. Me refiero al ‘publicista’ decimonónico interesado en arrojar insumos diversos en el esfuerzo por corporizar una cierta opinión pública”.

Eugenio Tironi: “Hubo una suerte de golpe de Estado: la política a los políticos y las decisiones públicas también. En la centroizquierda los partidos habían sido muy importantes hasta 1973, pero perdieron influencia de cara a los intelectuales públicos. Siempre he simbolizado ese golpe en las figuras de Camilo Escalona y Adolfo Zaldívar”.

A lo largo del siglo XX surgieron personajes que nutrieron el debate, que difundieron conocimientos, teorías, doctrinas, ideologías, concepciones del mundo u opiniones que, según explicó el filósofo italiano Norberto Bobbio, constituyen los sistemas de ideas que definen una determinada sociedad. Fue el caso, por ejemplo, del filósofo Enrique Molina Garmendia (1871-1964), fundador de la Universidad de Concepción y autor prolífico, que publicó su visión de su tiempo en libros y revistas, o de su discípulo Jorge Millas (1917-1982). Vale la pena recordar que en el primer acto masivo de rechazo a Pinochet, cuando en 1980 el Teatro Caupolicán se llenó de socialistas, comunistas y democratacristianos –irreconciliables desde el Golpe– para oponerse a la Constitución pinochetista, hubo solo dos oradores: Eduardo Frei, líder natural de la DC, y Millas, quien reclamó: “El nuevo orden político será, por falta de autenticidad del consenso originario, un verdadero desorden espiritual”. ¿Quién puede imaginar hoy a un intelectual como Millas –concentrado, riguroso, nada dado al espectáculo y tampoco demasiado popular– ocupando ese rol en un acontecimiento político gravitante?

Pero volvamos atrás: en los 50 y 60, con la creación de instituciones como Cepal, Flacso y Desal, comenzaron a discutirse las formas de reformar, modernizar y democratizar el país, según escribe el sociólogo Manuel Antonio Garretón –antiguo investigador de Flacso y Premio Nacional de Humanidades 2007– en un ensayo sobre el mundo intelectual, publicado en la Revista Anales de la Universidad de Chile. Hacia mediados de los 60, la idea de la revolución enciende el debate, da origen a más centros de pensamiento y prepara el camino para la Unidad Popular. El mundo intelectual se polariza, pero no se olvida lo esencial: pensar los posibles proyectos histórico-políticos para el país.

 

 

“En todo el siglo XX, en Chile, el intelectual público fue muy importante: los historiadores, los grandes economistas o ensayistas económicos, los filósofos, los sociólogos, todos tuvieron mucha influencia en la política, en el Estado y en la academia”, afirma el sociólogo Eugenio Tironi, quien participó en la llamada renovación socialista de los años 80 desde las organizaciones SUR y Cieplan, de las que fue parte. “Fueron muy importantes en la gestación y el desarrollo de la dictadura militar. Es un caso curioso: el régimen nace en un programa de acción que se gesta en el cenáculo del intelectual público, que es el consejo de redacción de un diario, en este caso El Mercurio. La labor de los Chicago boys y la obra constitucional de Jaime Guzmán tienen que ver mucho con esa figura”.

Durante el régimen de Pinochet –apunta Garretón–, se desarticula el circuito entre académicos, partidos y Estado, se crean espacios alternativos de pensamiento para luchar contra la dictadura, y se fundan medios de oposición en los que estas visiones se difunden. Al centrarse los debates en la forma de acabar con la represión –según se lee en su ensayo–, se descuidó la discusión sobre la naturaleza de la democracia, algo por lo que “se pagará un precio en los años 90”. El sociólogo Carlos Ruiz, presidente de la Fundación Nodo XXI y referente intelectual del Frente Amplio, tiene una opinión similar: “El debate intelectual que se da en los 80 ayuda a pensar la transición, pero una vez en democracia este queda muy aprisionado por la figura del intelectual cortesano, que se preocupa de las políticas públicas y deja de pensar la sociedad”.

 

 

Ruiz explica que, salvo figuras como Moulian o Jocelyn-Holt, “el intelectual de los 90 deja de funcionar desde y para la polis, y se vincula mucho más a la forma de naturalizar los dictados del Banco Mundial. Es lo que llamaban los marcos lógicos, según los cuales había que viabilizar las políticas públicas. Habermas decía que no hay conocimiento sin interés, y en la conversación pseudointelectual de la época hay un cooptamiento muy cortesano. Ahí se empieza a diluir el intelectual público. Toda la discusión social francesa, por ejemplo, con Jean-Paul Fitoussie, Pierre Rosanvallon o Robert Castel, no llega a Chile, ya que fue muy cercenada por la Concertación”.

Garretón agrega: “El intelectual público fue cediendo paso a los expertos, asesores, consultores y tecnócratas, quienes defienden el statu quo, buscan consolidarlo y no transformarlo. Con el surgimiento de los think tanks –creados por partidos, grupos económicos y algunos ex presidentes– y de los intelectuales corporativos que responden a intereses de quienes los financian, estos personajes pasan a transformarse en ideólogos, es decir, en gente que defiende determinados intereses y que no son estrictamente intelectuales, porque no tienen distancia crítica. Lo que ocurre en Chile es una pérdida de importancia del debate y su reemplazo por las encuestas, por los opinólogos y columnistas cuya formación intelectual es débil. La particularidad del intelectual público es que se inserta en el debate sobre un relato de la sociedad, sobre una visión de lo que ha sido, lo que es y lo que puede ser. Hoy vivimos en una sociedad que ha ido perdiendo la capacidad de relato sobre sí misma”.

Tomás Moulian: “Creo que el intelectual público prácticamente ha desaparecido, lo que se manifiesta en la poca densidad de los debates. Por ejemplo, a propósito del aborto o el matrimonio igualitario, debió haber discusiones mucho más profundas. La ausencia o decadencia de esas conversaciones evidencia la falta de personas que estén pensando estos temas desde los partidos políticos y las organizaciones sociales”.

Para Tironi, este declive también tiene que ver con la preeminencia que adquieren los partidos políticos en la transición, quienes, según él, ven en los pensadores una amenaza por no responder a disciplinas partidarias. “Hubo una suerte de golpe de Estado: la política a los políticos y las decisiones públicas también. En la centroizquierda los partidos habían sido muy importantes hasta 1973, pero habían perdido influencia de cara a los intelectuales públicos. Siempre he simbolizado ese golpe de Estado en las figuras de Camilo Escalona y Adolfo Zaldívar. Ellos, en las postrimerías del gobierno de Ricardo Lagos –donde primaron intelectuales públicos y tecnócratas– son los que plantean: ‘esta cuestión la manejamos nosotros’”.

Un “consenso consensual”

Según Carlos Ruiz, el mundo intelectual despierta en los años 2000, tras las movilizaciones sociales, en particular las vinculadas a la educación. “Ahí recién se empieza a destecnocratizar el debate y entran más intelectuales, pero no se organiza realmente una conversación de fondo, sino que predominan los comunicadores públicos de esos movimientos. No hay ejes estructurantes claros todavía, pero comienzan a aparecer mucho más los columnistas. Por otro lado, la figura del académico queda cada vez más constreñida a la cuestión de los indicadores de productividad, que lo encierra en la universidad y lo obliga a producir en revistas indexadas que no tienen ninguna interacción con la sociedad. Eso también empobrece el debate público”, explica el sociólogo.

¿Se puede hablar de una muerte del intelectual público, como se reclama en otras partes del mundo? José Joaquín Brunner, ex director de Flacso y antiguo ministro de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, cree que en Chile siguen vigentes y gozan de buena salud. Cita a Ricardo Lagos, Tomás Moulian, Juan de Dios Vial Larraín, Nelly Richards, Manuel Antonio Garretón, Agustín Squella, Gabriel Salazar, Carla Cordua, Carlos Huneeus, Raúl Zurita, Enrique Barros, Ángel Flisfisch, Augusto Varas y Ernesto Ottone; y suma a la lista voces más recientes, como las de Carlos Peña, Daniel Mansuy, Alfredo Joignant, Patricio Navia, Harald Beyer, Carlos Ruiz Encina, Patricio Fernández, Arturo Fontaine, Rafael Gumucio, Hugo Herrera, Fernando Atria, Sylvia Eyzaguirre, Pablo Ortúzar, Pablo Oyarzún y Alberto Mayol.

El sociólogo Tomás Moulian es menos optimista: “Creo que la figura prácticamente ha desaparecido, lo que se manifiesta en la poca densidad de los debates, por ejemplo, a propósito del aborto o el matrimonio igualitario. Debió haber discusiones mucho más profundas que las que hubo. La ausencia o decadencia de esas conversaciones evidencia la falta de personas que estén pensando estos temas desde los partidos políticos y las organizaciones sociales. El debate se ha volcado a temas electorales: hoy lo único que interesa son las presidenciales y es llamativo que lo que menos se sepa de los candidatos sean sus programas. Es una manifestación de la ausencia de intelectuales públicos, que son a quienes les corresponde atizar las discusiones. Esta es una sociedad que no discute, y la gran virtud de la democracia es tomar la palabra”. Esta crisis cultural, dice, no es propia de Chile, “sino que responde a un neoliberalismo globalizado que tampoco se cuestiona lo suficiente”.

 

Garretón ve desaparecer a los pensadores de antaño tras la sombra de una legión de líderes de opinión y columnistas que llenan los medios de comunicación, muchos de ellos economistas. Para Pablo Ortúzar, miembro del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), esto no es del todo negativo: “La opinión pública es donde se vinculan las ideas y la acción política. Por eso, bienvenida la cultura de la opinión: el problema es que muchas veces, en vez de debate público, lo que hay, especialmente en redes sociales, es propaganda disfrazada, moralinas o matonajes entre distintos bandos. Hay que relativizar la representatividad de Twitter, por ejemplo”.

“Cada afirmación no logra afirmarse por más de 24 horas”, añade Carlos Ruiz. “Todos los días hay un ruido nuevo y no se logra establecer un hilo en la conversación. Los medios sustituyen el desarrollo de ideas profundas por una fraseología, por una especie de cultura Twitter: hay una tuiteración del debate público, por lo que cualquier cosa que se vaya a decir hay que decirla en 140 caracteres. La gente lee una columna de una página y media, pero nadie lee un libro”. Tironi, en cambio, ve en los columnistas una nueva especie de intelectual público: “Pienso en figuras como Jorge Baradit, ensayistas y novelistas que ya son legión y están saciando una necesidad de encontrar la identidad en el pasado más que en el futuro. Si sale un libro sobre el Chile del 2050, no generaría el más mínimo interés”.

Los dueños de las grandes riquezas están invirtiendo en la generación de ideas para su beneficio, a través de think tanks, centros de estudio y ONG.

No extraña que el debate intelectual parezca más centrado en el presente –en analizar encuestas o en criticar o defender políticas gubernamentales– que en pensar el futuro. Al mismo tiempo, el viejo consenso de la transición quedó atrás, según Axel Kaiser, director de la Fundación para el Progreso: “Como resultado del cambio de eje ideológico, gente como Brunner quedó a la derecha, porque la socialdemocracia quedó a la derecha frente a la nueva izquierda. El discurso de progreso y democracia fue reemplazado por una retórica igualitarista bien simplona. La derecha, que no acostumbraba a pensar por su tradicional alergia a la lectura y obsesión con lo práctico, está comenzando a pensar y a leer”.

En Chile y en el mundo, la extinción del viejo intelectual público es un asunto que, según McKenzie Wark, tiene que ver con un sistema global donde el trabajo cognitivo es tratado –incluso al interior de las universidades– como una mercancía más de la producción capitalista. Quizá por eso hay tanta confusión y el tema da para tanto: mientras para algunos el intelectual público tiene que estar sí o sí por reformular el sistema, otros lo identifican con el éxito mediático o incluso con la pertenencia a esas trenzas donde se cruzan las ideas con los intereses económicos. Y si bien ninguna de estas definiciones es inválida en sí misma –hay intelectuales contra el modelo, hay intelectuales que venden mucho, hay intelectuales indisociables de las élites–, también es cierto que terminan siendo reduccionistas. La medida, debiera ser, la distancia crítica con la que se observa el poder y la independencia a la hora de entrar en la arena del debate. Cuando miramos hacia afuera, en todo caso, vemos que todavía hay figuras que se las arreglan para vivir bajo las leyes de antaño, publicando volúmenes a su antojo y haciéndose escuchar en el espacio público, sin someterse a la dictadura del paper y a sus excesos de profesionalización. En Francia, por ejemplo, los filósofos Michel Onfray y Alain Finkielkraut publican permanentemente tribunas en la prensa; también es el caso de la argentina Beatriz Sarlo, del italiano Claudio Magris o del británico Terry Eagleton. Parafraseando a Wark, todavía quedan pensadores que tratan de descifrar el puzle del mundo contemporáneo sin darle la espalda al público.

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