¿A quién le está hablando la izquierda progresista hoy?

Contra lo que se pueda pensar, el liberalismo igualitario sigue hablándoles a quienes aspiran a mejores sistemas educacionales, de salud y de pensiones. El gran problema es que ahora ese discurso compite con fuerzas políticas que cosechan adhesión con otras banderas: más seguridad, menos migrantes, más nacionalismo, menos endogamia de clase en el poder. La infeliz expresión del “facho pobre” no deja de ser elocuente, más aún si vemos la sorprendente adhesión a Trump en medios rurales y urbanos que se han ido cuesta abajo al calor gélido del capitalismo financiero e informacional, la especulación inmobiliaria y el aumento feroz de las brechas salariales.

por Martín Hopenhayn I 20 Febrero 2025

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La pregunta que titula estas reflexiones incuba una respuesta casi tautológica, a saber, que el progresismo finisecular (a la Felipe González, Ricardo Lagos o Tony Blair) pierde convocatoria. Sea porque la mirada retrospectiva insiste en confinar este progresismo, con bastante injusticia, al lugar de un neoliberalismo disfrazado; sea porque se hizo muy endogámico y no fue inmune a la corrupción y el consiguiente desprestigio (sobre todo el PSOE español); sea porque se autocomplació en su generación y no supo proyectar un recambio en liderazgos. En el caso de la socialdemocracia, el problema no es tanto la falta de apoyo, sino que tienen que competir ahora, como nunca, con derechas muy duras, como ocurre en Suecia, Finlandia, Dinamarca, Austria, Alemania o Países Bajos, países que parecían vacunados contra los extremos gracias a sus regímenes sin pobreza, con buena distribución, acceso universal a prestaciones de calidad, culturalmente abiertos, ecológicamente amigables.

Las derechas nacionalistas, en contrapartida, se regocijan con masas de votantes que capturan mediante una demagogia “patriotera” para los sedientos de identidad. Mundo líquido, salarios o empleos a la baja, futuro difuso y amenazante, y redes sociales para atizar cualquier fogata: he ahí la tormenta perfecta para fecundar liderazgos advenedizos. La modernidad, tal como siempre la han querido los llamados progresistas, pierde arraigo y convicción, sucumbe a la falta de confianza en el futuro. A izquierda y derecha, las políticas identitarias o nacionalistas les roban públicos y masas, y les secuestran los méritos.

¿A quién habla o interpela hoy el progresismo? A una clase media que todavía cree en la meritocracia como palanca de la movilidad social; a una tecnocracia que apuesta al equilibrio, la eficiencia y el gradualismo; a una clase política que valora las instituciones representativas, la prudencia y la profesionalización del Estado; a una clase ilustrada que gusta de los mercados culturales y la secularización de valores; a los globalizados que viajan, se informan y comparan, y a nichos del mundo popular que privilegian más educación, mejores pensiones y prestaciones de salud.

Un problema visible para el progresismo es que su rostro trasunta, hoy, más sensibilidad cultural y menos sensibilidad social. Gente muy educada puebla las élites progresistas, a la cual buena parte de la clase media aspiracional, y también la vulnerabilizada, empezó hace rato a mirar con desconfianza. El alma meritocrática que alimentaba el liberalismo igualitario se estrella contra redes de relaciones en que los privilegios son el techo de cristal para los que vienen de abajo con nuevas acreditaciones para sus capacidades.

Visto así, no es poco. Pero compiten con fuerzas políticas que cosechan adhesión con otras banderas: más seguridad, menos migrantes, más nacionalismo, menos endogamia de clase en el poder. La infeliz expresión del “facho pobre” no deja de ser elocuente, más aún si vemos la sorprendente adhesión a Trump en medios rurales y urbanos que se han ido cuesta abajo al calor gélido del capitalismo financiero e informacional, la especulación inmobiliaria y el aumento feroz de las brechas salariales.

Un problema visible para el progresismo es que su rostro trasunta, hoy, más sensibilidad cultural y menos sensibilidad social. Gente muy educada puebla las élites progresistas, a la cual buena parte de la clase media aspiracional, y también la vulnerabilizada, empezó hace rato a mirar con desconfianza. El alma meritocrática que alimentaba el liberalismo igualitario se estrella contra redes de relaciones en que los privilegios son el techo de cristal para los que vienen de abajo con nuevas acreditaciones para sus capacidades.

Lo que queda es lo de siempre para la centroizquierda: educación, salud, pensiones, infraestructura, crecimiento con distribución, y equilibrios fiscales y monetarios. La protección social les habla a los vulnerables (no necesariamente pobres, pero expuestos a caer en la pobreza por pérdida de empleos, rupturas familiares o enfermedades catastróficas); la educación le habla a un universo amplio que espera movilidad social en la próxima generación, con una cancha más nivelada de capacidades, y a la espera de que se traduzca en más igualdad de oportunidades, y los programas para mejorar pensiones le hablan a un público que crece con la inversión de la pirámide demográfica, y que vota.

De nuevo: no es poco. ¿Pero qué hay de nuevo en la agenda que no sea en los márgenes, por vitales que sean (aborto libre, eutanasia, respeto a las minorías sexuales)? La tienen difícil. La fuerza centrífuga del neoliberalismo, o como quiera llamarse esta mezcla dominante de mercados abiertos y carrera digital, es igualmente centrífuga en definiciones ideológicas. No es buen negocio electoral para la centroizquierda, que requiere de fuerza centrípeta (los grandes temas sociales) para que sus agendas, aunque no seduzcan, convoquen.

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