por José Joaquín Brunner
por José Joaquín Brunner I 10 Mayo 2017
“Las crisis son esenciales para el desarrollo del capitalismo. Es en el curso de las crisis del capitalismo donde las inestabilidades se confrontan, se reestructuran y se reorganizan para crear una nueva versión del propio capitalismo”.
David Harvey, Seventeen Contradictions and the End of Capitalism (2014)
En todas partes, las izquierdas parecen estar confundidas. Sucede en España y Turquía, en los países de América Latina y de la Unión Europea, en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y en los emergentes regímenes surgidos de la primavera árabe.
Lo mismo ocurre en casa, dentro y entre las diversas corrientes de izquierda: liberal-socialismo, socialdemocracia en sus vertientes ortodoxa y de tercera vía, socialismos tradicionales, de cátedra, comunismo, izquierdas alternativas o antisistémicas, anarquistas de variada índole. Su mera fragmentación muestra, desde ya, el desorden ideológico que se ha instalado.
Para entrar en materia, conviene preguntarse en qué ha consistido el espacio de izquierdas durante el corto siglo XX.
Se han ensayado diversas explicaciones para la contraposición de izquierdas y derechas en el espacio simbólico de la política. Así, por ejemplo: cambio versus conservación, innovación frente a tradición, igualdad y jerarquías, emancipación y estatus, y así por delante. En su clásico estudio sobre la estructuración de este espacio, Bobbio divide las aguas en torno a la línea que separa el valor de la igualdad frente al de la diferencia. Sostiene que “el criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda es el de la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad”. De modo que, “por una parte están los que consideran que los hombres son más iguales que desiguales, por otra los que consideran que son más desiguales que iguales”. Dos autores le sirven para representar el ideal igualitario y el no igualitario; Rousseau y Nietzsche, respectivamente. En términos histórico-sociales concretos, las izquierdas lucharían por remover las condiciones que generan desigualdad y los obstáculos que impiden a la igualdad avanzar.
Pero, claro, Bobbio no era un utópico ni un igualitarista; más bien, un realista moderado de izquierda democrática. Por eso, concluye, “la primera vez que una utopía igualitaria entró en la historia, pasando del reino de los ‘discursos’ al de las cosas, dio un vuelco para convertirse en su contrario”. Tempranamente reconoció el fracaso del comunismo. Y su pensamiento permite poner en cuestión que la izquierda sea siempre igualitaria y, menos aún, libertaria, emancipatoria, innovadora o progresista. Por el contrario, puede ser perfectamente de derechas: autoritaria, jerárquica y conservadora de sus propios privilegios estamentales.
Hasta hoy, sin embargo, la izquierda comunista latinoamericana (la chilena incluida) elude reconocer el fracaso histórico de la URSS y el bloque soviético. No analiza cómo la utopía desembocó en el Gulag, los revolucionarios se convirtieron en nomenclatura ni cuál es el significado de estas mutaciones para el pensamiento de izquierda. Tampoco ha podido explicar cómo en vez del anunciado desplome del capitalismo, el que desapareció fue el socialismo real, científico o comunismo. Ni por qué este se fue not with a bang, but with a whimper. O sea, consumido por sus propias contradicciones, aplastado bajo el peso de su propia burocracia, asfixiado por la falta de libertades elementales y de un bienestar social y democrático.
Efectivamente, ni la intelectualidad seguidora de Marx desde la cátedra universitaria ni los partidos inspirados por él lograron captar en profundidad el carácter revolucionario, dinámico, expansivo y radicalmente innovador (destructivo-creador) del capitalismo. Marx mismo, en tanto, lo retrató con mayor lucidez y fuerza literaria que ningún otro pensador de su época, quizá con excepción de Max Weber. ¿Quién no recuerda aquellas frases que exaltan el poder transformador del capitalismo?
Transformación material primero que todo: “La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas. La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social”.
Transformación de las instituciones y la cultura, en seguida: “La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. (…) Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”.
En realidad, es una astucia más de la historia que mientras en nuestras latitudes se esperaba el estruendo del colapso final del capitalismo, y nadie siquiera avizoraba la consunción del socialismo real (comunismo) y la caída del muro de Berlín, lo que de verdad estaba ocurriendo era la globalización de los mercados y, a la sombra de ellos, la universalización del capitalismo. Hoy se halla sólidamente asentado en el continente de la revolución cultural de Mao bajo la dirección del Partido Comunista (¡qué paradoja!) y en el heroico Vietnam (de mi generación).
Con todo, hasta ahora les resulta difícil a nuestras izquierdas –tradicionales y nuevas– entender el dinamismo del capitalismo y su diversidad de modelos; lo que se conoce como “variedades del capitalismo”. La razón es conocida: flojera intelectual, por un lado; por el otro, una tendencia a sustituir el análisis por la censura o repulsa moral. Así, el malestar ideológico frente al capitalismo se traslada al juicio político. Este a su vez reemplaza a la teoría; mas no por una praxis transformadora de la realidad sino por la declamación retórica.
En América Latina, los últimos años han sido particularmente ricos en ese tipo de confusiones.
El análisis del capitalismo y sus contradicciones es superficial, incluso dentro de la izquierda de cátedra. Se confunde capitalismo con neoliberalismo, individuación con individualismo posesivo y esfera pública con Estado. El mayor desbarajuste sobreviene cuando las izquierdas necesitan ajustar cuentas con la tesis decimonónica del desplome del capitalismo y se ven obligadas a aclarar su perspectiva intelectual sobre la sociedad después de ese supuesto Big Bang socioeconómico y cultural.
Ni siquiera se interesan nuestras izquierdas –incluso su estamento académico– por el debate sobre las contradicciones del capitalismo (a la Daniel Bell y P. Anderson) o sobre el fin del capitalismo como proceso de larga duración, según sugiere Wolfgang Streeck, por ejemplo. En efecto, su hipótesis es que el capitalismo terminará por autodestruirse en razón de los excesos del mercado, con la mercantilización del trabajo, la naturaleza y el dinero.
De hecho, hay una interesante literatura que gira en torno al fin del capitalismo. Por ejemplo, G. Roth, en la huella de Weber, se pregunta si acaso en el largo plazo la democracia es compatible con el capitalismo avanzado, perspectiva que podría fácilmente integrarse con el actual debate sobre la emergencia de nuevas formas de capitalismo autoritario en países tan diversos como China, Ecuador o Hungría. Se plantea entonces la pregunta: ¿fin del capitalismo o de la democracia?
Por su parte, Craig Calhoun, intelectual habermasiano de Estados Unidos, actual director del London School of Economics (LSE), especula que el fin del capitalismo no ocurrirá como una catástrofe nuclear, un fin del mundo. Más bien, resultaría de una crisis de las estructuras que soportan al capitalismo global y hasta debería anticiparse por la posibilidad de que traiga consigo una sociedad más humana, integrada e igualitaria. Sin embargo, dice Calhoun, este proceso envuelve riesgos también. Y recuerda a sus lectores cómo los intentos de comienzos del siglo pasado por crear alternativas anticapitalistas –fascismo y comunismo– terminaron sepultados en los campos de exterminio.
También la revolución de 1968, que tantas esperanzas levantó entre los jóvenes de entonces y nos hizo imaginar que estábamos a las puertas de un cambio de época y de una nueva cultura (sous les pavés, la plage), terminó en su contrario. En vez de poner en jaque al productivismo, al complejo militar-industrial, al hombre unidimensional de Marcuse, a la burocracia, a las macro organizaciones, al imperialismo y al colonialismo, dio un inesperado y decidido impulso a la racionalización de la producción capitalista. Es decir, abrió las puertas hacia una nueva fase de innovaciones, productivismo, despliegue de mercados y hacia la cultura posmoderna.
Como señala Immanuel Wallerstein, uno de los más influyentes representantes de la neoizquierda académica, no llevó a la transformación política del sistema-mundo sino a reponer la vieja encrucijada política frente al capitalismo: o seguir al espíritu de Davos o invocar al espíritu de Porto Alegre (aquel del Foro Social Mundial que en 2001 reunió en esa ciudad los movimientos antiglobalización). El propio Wallerstein reconoce que también el alma de Porto Alegre se halla dividida.
Por un lado, afirma, están los que desean transitar hacia la nueva sociedad construyéndola desde abajo, horizontalmente, maximizando los debates y la búsqueda de consensos entre personas y grupos con orígenes e intereses diversos. Intentan superar el colapso del capitalismo, al que identifican como una crisis de civilización. Y rechazan por lo mismo el objetivo del crecimiento económico continuo, sustituyéndolo por unos balances racionales que conduzcan a más democracia e igualitarismo. Algo parecido piensa nuestra neoizquierda autónoma en sus vertientes movimientista, de cátedra y de frente amplio.
Por otro lado, indica Wallerstein, están quienes insisten en una política de cambio mediante el empleo vertical del poder, con predilección a través de la organización de un partido y con énfasis en el crecimiento económico para poder distribuir beneficios. Esto es, algo más parecido –en cierto sentido– a nuestro PC y al modelo de desarrollo (socialismo del Buen Vivir) del Presidente ecuatoriano, Rafael Correa.
En suma, si la primera versión de este espíritu revolucionario resuena más con la izquierda antisistema, la segunda en cambio resulta compatible con una variedad de capitalismos de izquierdas, presididos por un fuerte Estado que buscaría sustituir la anarquía del mercado por un plan racional.
Un motivo adicional de la relativa impotencia del pensamiento de izquierda radica en su rudimentaria comprensión de los mercados. Esta resulta a ratos ahistórica, como si no hubiese existido Braudel; a veces trivialmente economicista, dejando de lado la literatura desde Adam Smith hasta D.C. North, Pierre Bourdieu y Neil Fligstein; por momentos carece de cualquier tensión moral, olvidando a Max Weber y sus múltiples referencias políticas, religiosas y éticas de los mercados; o bien le falta penetración cultural, desconociendo que ya los primeros críticos conservadores del mercado, como Justus Möser (1720–1794), conocían su poder transformador y destructor de la cultura establecida.
Marx previó de inmediato dicho poder, al constatar que la competencia había hecho brotar “como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte [que] recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró”. De allí precisamente arranca aquella metáfora del capitalismo de mercado que lo representa como el producto de un pacto entre el hombre moderno por excelencia, el empresario de Marshall Berman, con aquellos espíritus de abajo –fuerzas diabólicas– que prometen la transformación continua del mundo en una carrera schumpeteriana cada vez más acelerada. Es la escena que el Fausto de Goethe imagina en lo alto de un acantilado al observar, embriagado, la infinita potencia productiva del trabajo humano que su contrato con Mefistófeles inaugura.
Sería sorprendente, sin embargo, que el siglo XXI pudiera salvarse del capitalismo recurriendo a una receta del siglo XX que ya probamos y de cuyo naufragio aún no nos reponemos.