por Francisco Saffie
por Francisco Saffie I 1 Diciembre 2017
Para todos aquellos que estén interesados en la discusión sobre la desigualdad y las consecuencias que este debate tiene para la acción política, el libro del PNUD Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, es un punto de referencia necesario. El libro, cuyos investigadores principales fueron Matías Cociña, Raimundo Frei y Osvaldo Larrañaga, es quizá el único que ha analizado las cifras y el origen de la desigualdad social (no solo económica) en el país utilizando una amplia base de datos. Como han dicho quienes se han referido al libro, este establece dos ideas que son importantes: a) que en Chile desde 1990 hasta el 2015 la desigualdad (entendida como pobreza) disminuyó considerablemente, y b) que la mayor preocupación por la desigualdad tiene un origen en el individualismo y no en la solidaridad.
A partir de estos dos puntos, algunos concluyen que los cambios “al modelo” que ha intentado realizar la presidenta Bachelet en su segundo gobierno no responden a las preocupaciones que las personas realmente tienen. De lo anterior se sugiere que la ruta marcada por la “socialdemocracia” que caracterizó a los gobiernos de la Concertación, no debió abandonarse. Sin embargo, a mi juicio, en esa lectura no queda claro si la desigualdad es realmente un problema o es una consecuencia que tenemos que aceptar dado que se logró disminuir la pobreza.
La cantidad de datos que contiene Desiguales en 412 páginas puede abrumar. Quienes no tienen la costumbre de leer gráficos o estar al tanto de las metodologías usadas pueden considerar excesiva la cantidad de información ofrecida. Pero no es necesario ser experto en esas materias para, después de leer el libro, darse cuenta de que Chile es y ha sido históricamente una sociedad desigual. La desigualdad en Chile no solo se manifiesta en los recursos económicos que tiene una persona sino también en la forma en que esos recursos están disponibles y en la posición social y el trato que recibe. Chile es un país desigual en el trato a las mujeres, a las personas que pertenecen a alguna etnia, a las que provienen de un origen social no privilegiado; es un país estructuralmente desigual en las oportunidades que los chilenos tenemos para movernos en la escala social, en el acceso a salud y educación, en la seguridad social, en la segregación urbana, en la calidad de los empleos; es un país desigual en cuanto a la concentración de la riqueza y la influencia política.
En el libro, la existencia de todas estas desigualdades está respaldada con datos. Lo que más llama la atención es la forma en que la desigualdad se entiende como un problema. Según las entrevistas y el análisis que se desarrolla a lo largo de Desiguales, la desigualdad es un problema porque genera situaciones que se perciben como injustas (desde el trato en la calle hasta el efecto que tiene no tener recursos para acceder a mejor educación) o por el temor a perder el bienestar alcanzado. Ese miedo se expresa en la preocupación de que el destino quede entregado únicamente al esfuerzo personal y, por ende, ante una enfermedad o simplemente ante un traspié profesional, se pierdan los beneficios y la seguridad lograda. Esto último es, a mi juicio, un dato central, porque explica cómo es que, a pesar de todas las desigualdades existentes y lo nocivas que son para la construcción de una sociedad política y sus instituciones, los chilenos parecemos estar dispuestos a tolerarlas.
¿Cómo entender que indigne la falta de reconocimiento que supone la desigualdad social y exista temor por el riesgo de bajar de nivel económico en cualquier momento, pero que todo eso quede olvidado, para ser tolerado, una vez que se logra ser parte de un grupo privilegiado?
Los comentarios que hasta ahora se han hecho a Desiguales pueden agruparse según la forma en que responden a esta pregunta. Por un lado, están quienes sostienen que la respuesta se encuentra en una tolerancia de las desigualdades que son producto del esfuerzo personal, mientras exista igualdad de oportunidades; por el otro, quienes propondrían la necesidad de eliminar las desigualdades provocadas por las políticas públicas de los últimos 30 años, cambiando el modelo económico. El beneficio de los primeros sería que ahora cuentan con las cifras, las estadísticas y las entrevistas que Desiguales les provee para confirmar su respuesta; para los segundos, la fuerza de los hechos mostraría el error del diagnóstico sobre el que construyen sus propuestas.
Para los primeros, la cuestión relevante radica en la discusión acerca de qué desigualdades son justificables. La forma de entender esta cuestión descansa en el trabajo iniciado por el filósofo político John Rawls. Lo relevante para una teoría de la justicia, según Rawls, es evitar que las desigualdades de origen (el lugar y la familia en que uno nació) condicionen los planes de vida individuales (el lugar que una persona quiere ocupar en la sociedad, lo que incluye roles de representación política). Así, todas las desigualdades que pongan en riesgo tanto la igualdad de oportunidades como el bienestar económico al que pueden optar los que están en peor situación deben ser corregidas mediante el efecto redistributivo o correctivo de los impuestos.
La teoría de la justicia defendida por Rawls fue criticada y complementada por distintos autores que buscaron agregar elementos que permitan poner de manifiesto otras dimensiones de la desigualdad igualmente relevantes para los individuos que forman parte de una sociedad política, generalmente enmarcadas bajo la noción de reconocimiento: los derechos de las mujeres, de las etnias, de la diversidad sexual, como también las críticas –desde una ética protestante– que exigen tomar en serio que la igualdad de oportunidades en el origen supone corregir solo aquellas desigualdades que son producto de la mala suerte y no aquellas que son imputables a las decisiones individuales por las cuales cada individuo debería hacerse responsable. En definitiva, con esta visión la pobreza debe ser atacada mediante programas estatales de ayuda a los pobres, que pueden ser financiados con recursos provistos por aquellos que han tenido mejor suerte en la distribución del producto generado por el mercado.
Aquellos que plantean modificar la lógica anterior, en cambio, proponen políticas universales de prestación pública de ciertos bienes. La provisión de estos bienes bajo la lógica de los derechos sociales sería la forma de lograr que todos tengamos una efectiva igualdad de oportunidades y, así, evitar vivir con una sensación permanente de incertidumbre o fragilidad. Los derechos sociales a la educación, salud, previsión y vivienda buscan asegurar que todos seamos parte de la igualdad artificial que supone la calidad de ciudadano. Lo que no significa, sin embargo, que todos accedamos exactamente a los mismos servicios (cuestión que es imposible en la práctica). Quizá el ejemplo más fuerte de una política de provisión de servicios universales es el National Health Service (NHS) británico, el servicio de salud que se creó después de la Segunda Guerra Mundial y que atiende a todos por igual, distribuyendo sus recursos según un criterio de necesidad determinado por la gravedad y urgencia de la enfermedad, que es financiado con recursos públicos.
Lo central para quienes defienden este último modelo es entender que la igualdad exige que ciertas desigualdades no sean toleradas, porque son producto de estructuras sociales injustas. Lo que aquí se juega, en definitiva, es la solidaridad y la fraternidad, condiciones que se deben los ciudadanos como iguales.
El problema es que las dos formas de responder a la pregunta inicial sobre la tensión entre la indignación que provoca en los chilenos la desigualdad y, al mismo tiempo, su aceptación, muestran cierta falta de comprensión del sujeto que constituye las sociedades contemporáneas. Quizá lo que deberíamos buscar son nuevas formas de hacer que esta realidad tenga sentido, en especial para quienes desde lo que tradicionalmente ha sido la izquierda, siguen viendo que la desigualdad es un problema político (y no meramente económico).
¿Qué hacer con la desigualdad? Tolerarla pone en riesgo la solidaridad que requieren las instituciones políticas contemporáneas; y eliminarla pareciera conllevar una noción de solidaridad que es ajena a los individuos contemporáneos.
El primer tipo de respuesta (parte del llamado “liberalismo igualitario”) descansa en la existencia de la desigualdad justificada. Vale decir, si bien estaría de acuerdo en que es necesario incluir las demandas por reconocimiento (de las mujeres, de quienes pertenecen a una etnia, del trato diario a quienes pertenecen a los grupos económicos más pobres), entienden que las desigualdades económicas no son problemáticas mientras nos preocupemos por los pobres.
En algún sentido, Desiguales parece llegar a esta conclusión cuando tematiza que las desigualdades económicas que parecen problemáticas son las que permiten la concentración de la riqueza y que implican mayor influencia política (capítulos 10 y 11), cuestiones que justificarían algún grado de redistribución. De hecho, según el libro, aquellas desigualdades que suponen una estructura de desigualdad (en educación, salud, vivienda y previsión) y su reproducción (la mala calidad de los servicios públicos no permiten salir de la pobreza o moverse en la escala social) se podrían resolver con políticas de focalización (capítulos 7 a 9). Todo lo anterior explicaría que los problemas con la desigualdad se deben más bien a la comprensión que se tiene del mérito y la imposibilidad de obtener los réditos que derivarían del esfuerzo personal, si todos pudiésemos competir en igualdad de condiciones (capítulo 6).
En este último análisis es interesante detenerse. Uno de los problemas de la meritocracia (y en consecuencia, del liberalismo igualitario) es recogido en Desiguales cuando se sostiene que “el predominio de un ideal de meritocracia de carácter fuertemente individualista puede socavar los principios de solidaridad e integración social, que sientan las bases de las sociedades más igualitarias”. Lamentablemente, nada se propone en el libro sobre este tema.
La alternativa, una teoría socialista de los derechos sociales en su forma tradicional, se topa con el problema de que las sociedades actuales –y la chilena, según nos informa Desiguales– son de hecho individualistas. La discusión sobre una reforma al sistema de pensiones expresa esta disyuntiva: tenemos claro que el ahorro individual no asegura una pensión digna (según las cifras de Desiguales, la gran mayoría de los asalariados no alcanza a vivir de su sueldo, menos pueden tener capacidad de ahorro para aumentar sus pensiones), pero pocos estarían dispuestos a compartir sus (escasos) ahorros en un sistema de reparto.
Por lo tanto, fundar políticas universales en una concepción fuerte de solidaridad que apele a una noción sustantiva de destino común compartido por todos, característico de las sociedades premodernas, parece que no tendría adhesión (es lo que dice, por ejemplo, Rubin en Soul, Self, and Society: The New Morality and the Modern State). Esto pareciera significar que los individuos ya no aspiran a una igualdad de resultados (la caricatura con la que se asocian las posiciones igualitaristas actuales), sino que desearían asegurar un acceso igualitario a las bondades que, con esfuerzo personal, permiten las sociedades capitalistas modernas (aceptando las desigualdades que estas generan). Aquí es necesario, sin embargo, detenerse. Es perfectamente posible sostener que si bien no deberíamos buscar una igualdad de resultados, sí es necesario tener una sociedad con una base de igualdades estructurales bajo una noción distinta de solidaridad.
La prestación universal de ciertos bienes básicos no supone necesariamente una concepción fuerte de solidaridad. Contentarse con que el individualismo es una realidad que lleva a una aceptación de la desigualdad que genera el mercado mientras los pobres tengan acceso a servicios mínimos, significa desconocer la importancia que la igualdad y la solidaridad tienen entre quienes compartimos día a día un cierto nivel de obligaciones comunes, que nos permiten mantener las estructuras institucionales que aseguran nuestras condiciones de vida. En otras palabras, no es necesario aceptar las desigualdades económicas y estructurales porque disminuyen la pobreza. Adoptar ese punto de vista es la negación de la igualdad que define a las sociedades políticas modernas (desde el contractualismo en adelante), lo que implica poner en riesgo las estructuras políticas que nos permiten convivir teniendo distintos planes de vida individuales.
Como sostiene Dubet en su libro ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), necesitamos un relato de la solidaridad entendida como “la capacidad de vivir juntos en el lugar donde los individuos se encuentran y reconocen”.
En este sentido, los derechos sociales deben ser entendidos como los derechos que permiten a todos los individuos, por igual, ser verdaderamente libres e iguales en las sociedades complejas que caracterizan a los estados contemporáneos. Solo de esta manera, en los términos de Castoriadis, tiene sentido la solidaridad como condición necesaria de la autonomía colectiva; que es lo mismo a sostener que la autonomía solo puede lograrse colectivamente.
La posibilidad de vivir en sociedades políticas complejas requiere de la igualdad estructural que hace posible que nos reconozcamos fraternamente en nuestras diferencias. Solo una vez que existe una base solidaria respecto de aquellas cosas en que todos compartimos un destino común (la enfermedad, la educación, la vejez, la vivienda, el reconocimiento de quienes son distintos) bajo un ideal político de igualdad (que no igualdad material), puede la desigualdad económica que se produce por las interacciones del mercado ser irrelevante. Lo crucial, en consecuencia, no es tolerar la desigualdad mientras nos preocupemos de los pobres; sino que no exista respecto de la base estructural que hace posible la existencia de una comunidad política, distinción entre ricos y pobres.