A partir de la definición de deseo, el autor de este ensayo imagina un país que más que orden, dé cabida a los flujos, a las energías, a las corrientes ya no tan subterráneas que permitirán llenar eso que falta y, por lo mismo, duele. Una voluntad deseante que proyecta un país con justicia social progresiva en las distintas esferas distributivas, empatía progresiva en círculos que se amplían, secularización progresiva en las costumbres y gustos, libertades civiles y políticas progresivas, y sostenibilidad ecológica progresiva.
por Martín Hopenhayn I 4 Enero 2021
Podemos imaginar un Chile deseado, otro temido y otro previsto. El futuro abre este horizonte alternativo y lo puebla de visiones. Entre el deseo que proyecta y la premonición que pronostica, hay mucho espacio para la anticipación. Supone fantasear libremente el país que se quiere, el que se teme, o bien, barajar las cartas desde la realidad que se tiene. La imagen que se urde puede fundirse con cualquiera de estos materiales o con una argamasa de todos ellos.
Quisiera partir por el deseo, y distinguirlo de la utopía. Ambos ejercicios surgen desde la ausencia. La utopía es, por definición, un no-lugar (u-topos) y el deseo es el lugar de una falta. En ambos casos cuenta lo que se quiere y no se tiene. Pero la utopía fantasea un orden futuro, mientras el deseo apunta solo a su actualización. Zurcida la falta, el deseo se difumina hasta que vuelva a emerger la urgencia por colmarlo. Esta actualización suele ser caótica y discontinua. Consta de un caprichoso llenarse y vaciarse. Desencaja el presente por intersticios y no por cimientos. No contempla el sudor de la obra gruesa, sino el espasmo de sus grietas.
En el Chile que imagino desde el lugar del deseo aprovecho esta diferencia. Hablando desde el deseo y no desde la utopía, no fantaseo un orden sino un flujo: deseo de un país embarcado en el torrente de un devenir donde se abren fisuras en que la realidad ya no es lo que se presumía. Estos deseos tienen más que ver con revueltas que con revoluciones. En la escena de su actualización, el deseo –ese que yo imagino o desde el que imagino–, hay desborde y descentramiento. No está sometido al imperativo de edificar ni de disolver. Atrae por su pálpito y efecto de apertura.
Pero más allá de la energía misma, el deseo tiene contenidos ¿Cuáles son, en mi país imaginado, esos objetos de deseo? Pienso en cinco vectores de progresividad para proyectar Chile desde esta voluntad deseante: justicia social progresiva en las distintas esferas distributivas, empatía progresiva en círculos que se amplían, secularización progresiva en las costumbres y gustos, libertades civiles y políticas progresivas y sostenibilidad ecológica progresiva. No es el punto, ahora, explicar cada uno de estos vectores. Insisto, más bien, en la idea de progresividad, que desde la perspectiva del deseo tiene más de febril que de fabril. No connota gradualidad. Incluye el desborde y la agitación: combustión de una sociedad prendida y que no deja de pensarse a sí misma como objeto de deseo. Progresivo, no progresista. Un Chile abierto de mente hasta el desgarro, con sus potencias bien repartidas en todo sentido (desde el conocimiento y el poder hasta el bienestar y el reconocimiento), limpio en el aire y frugal de espíritu, aventurado en reinventar formas de habitar y producir, extravertido, entusiasta con la excentricidad, impregnado de buena onda.
Este deseo de progresividades puede sonar cándido a oídos que se precian de críticos y de realistas. Falta colgarle broches consagrados: ¿dónde está la participación, la democracia, el sentido de pertenencia, la solidaridad, la prosperidad económica, los equilibrios macro, el Estado social? Adhiero, por supuesto, a todo esto. Pero lo hago más desde la convicción que desde el estómago, desde el acervo de los valores más que desde el flujo de los deseos.
Hasta aquí la imaginación deseante. Pero en las antípodas rugen las pesadillas, que también fantasean futuros. O más bien se sienten perseguidos por ellos. En Chile no faltan los fantasmas fóbicos, activados entre el estallido, la pandemia y la sombra de la hoja en blanco para una nueva Constitución: retorno del caos, odio de clases, anomia, insensatez, “farreo” del modelo, regresión a la barbarie, reguero de la violencia. Estas fobias se hacen más crudas cuando provienen de élites blindadas en sus territorios (las tres comunas, el triángulo de las bermudas que se traga los vuelos del igualitarismo), celosas por mantener sus privilegios y endogámicas hasta el límite de la promiscuidad.
¿Qué imaginar, en lo personal, al enrocar perspectivas y posicionarse desde la corazonada del mal agüero? Un abanico de sombras posibles se ciñe sobre la asamblea constituyente: o bien que después de tanta movilización algo cambie en el margen para que nada cambie de verdad, y el proceso constitucional se empantane en rigideces sectarias que terminan en “suma cero”; o que un catálogo de exigencias traslade el poder político a la discrecionalidad de los jueces; o que los ritualismos de juristas autorreferentes u operadores políticos ladinos impidan, con artimañas leguleyas, cualquier cambio sustancial; o bien que cada letra de cada palabra de esa nueva hoja de ruta se dispute a muerte, en un espiral de agitación y violencia que lo paraliza todo; o que se imponga el dogma sobre la conversación, la invectiva sobre la inventiva, y las negociaciones bajo la mesa por sobre los nuevos pactos. De deseos auspiciosos y sospechas agoreras se derivan tantos futuros como combinaciones posibles en una partida de ajedrez.
Dejemos, ahora, descansar el campo del deseo afirmado o negado, para volcarnos a la imaginación comprendida en su lado de premonición: como una proyección verosímil desde el lugar que habitamos y la contingencia emergente. ¿Qué país imaginar desde esta combinación de instituciones, poderes, avances, desigualdades, resistencias, revueltas sociales, catástrofes sanitarias y un plebiscito en que el Apruebo y la Convención Constitucional ganaron por goleada? Allí se bifurcan los escenarios. Resumo aquí, o más bien desgloso, mi propio Chile imaginado, contrabandeando el deseo –lo reconozco– desde una apreciación que se presume de premonición: a) una sociedad con menos privilegios, con una distribución más justa de oportunidades y derechos efectivos, y un acceso universal a mínimos-no-tan-mínimos para protegernos donde más vulnerables somos (salud, seguridad social, abusos, precariedad de ingresos, condiciones ambientales); b) con derechos cada vez más internalizados e informados, y donde estos se amplían hacia nuevos campos de la vida, o viejos campos que nunca estuvieron instituidos (género, identidades sexuales, minorías étnicas, migrantes, derechos ambientales y digitales); c) un cambio en la forma de adquirir información y conocimientos que no solo revoluciona el modo y el uso, sino también su acceso y su progresividad entre grupos de distintos ingresos, edades y lugares; d) un sistema político y partidario menos endogámico, más permeable, con menos intereses creados, que privilegie su sentido de misión, minimice ambiciones personales, y se ponga al día para ver cuáles son las nuevas aspiraciones y sensibilidades colectivas que está llamado a representar; e) una composición territorial que vaya desconfinando a los excluidos y ensanchando el acceso a bienes públicos, y minimice la segregación espacial que tanto se superpone a las diferencias socioeconómicas y culturales; f) un salto hacia la democracia digital en doble sentido: poder participar de las decisiones y deliberaciones a través de la fluidez de la pantalla, pero donde se democratice, a la vez, el acceso mismo a la conectividad; g) un país cada vez más amigable en lo ambiental, que convierta en política de todos el cambio en su matriz energética y alimentaria, y las regulaciones relativas a bienes públicos como el agua, la tierra y el aire; h) un intercambio comunicacional cada vez más transparente en lo público, pero también más decidido a preservar la privacidad de lo íntimo y lo personal ante las amenazas del mundo digital y de las redes; i) una regulación pública que sancione y penalice las malas prácticas, tanto políticas como empresariales, y sobre todo las que vinculan estas dos esferas; j) un desplazamiento desde la matriz liberal hacia una socialdemócrata, con una fiscalidad más progresiva y con más capacidad para transferir ingresos, y prestaciones, desde sectores altos o sectores bajos, urbanos a rurales, de mayorías a minorías étnicas, de zonas más ricas a zonas más carenciadas, y de hombres a mujeres; k) una liberalidad en las costumbres que se siga ensanchando en campos como los valores, las preferencias sexuales, las identidades culturales y el lugar de origen; l) una igualdad de género que transite desde lo instituido hacia lo internalizado, y donde se distribuyan responsabilidades y beneficios de manera equitativa; m) una sociedad en que el envejecimiento de la población se vaya enfrentando con sistemas nacionales de cuidado y programas públicos para enriquecer la vida y autonomía de los mayores; n) un país integrado al mundo, recreando su inserción, nutriéndose de la diversidad de culturas e historias, innovando con energías limpias y conocimiento creativo en su relación productiva con el resto del planeta.
Se dirá que todo lo anterior sigue anclado al reino del deseo y no del país que imaginamos desde el lugar donde estamos. Sí y no. Por un lado, doy por hecho que nada de lo anterior carecerá de conflictos, desacuerdos, avances y retrocesos. Pero visto en onda larga, confío en su progresividad. Por otro lado, no hay punto de los mencionados en la profusa lista que hoy no sea objeto de demandas, de debate político y del mosaico, por ahora disperso, que esboza el horizonte de futuro.
Lo recién planteado trasunta un sesgo auspicioso, en el que lo que se imagina se desprende “en positivo” de ese mismo mosaico. Este sesgo no es azaroso y se forja en la contingencia: no olvidemos que el estallido social descentró el espectro ideológico del país y del sistema político, moviendo parte de la derecha al centro, parte del centro a la izquierda, parte del liberalismo a la socialdemocracia, parte del Estado subsidiario al Estado social, parte de las costumbres a su cuestionamiento, y parte de los roles asumidos a roles interrogados. Y que el plebiscito por una nueva Constitución lo tuvo que convocar un gobierno de derecha que nunca quiso hacerlo, luego que el gobierno más a la izquierda desde 1990, queriendo hacerlo, no lo logró.
Falta completar el puzle, imaginando el futuro desde aquellas otras fuerzas que no nos gustan y que forman parte del acervo activo que hoy recalienta la política, ocupa la prensa y circula en los imaginarios colectivos. La globalización capitalista (con sus desequilibrios y riesgos en todos los frentes), la pandemia, el estallido social, el conflicto de clases y la crisis de la política componen el clima para la tormenta perfecta. El plebiscito, con su elocuente resultado, puede operar como fuelle o como filo. El fuelle implica amortiguadores para los conflictos, el descenso de la violencia, una nueva cultura deliberativa para enriquecer la democracia y apertura para pensar el futuro con menos ortodoxias y preconceptos. El filo sugiere una asamblea capturada por confrontaciones que no encuentran mediación, el eterno retorno de la concentración del poder en las élites políticas y económicas, y todo esto en tiempos del ajuste fiscal pospandemia, con el más alto desempleo y la mayor vulnerabilidad social vista en mucho tiempo. Desenlace posible: la recurrencia de las violencias (insisto en el plural) como recurso para imponer el orden o impugnarlo, el dominio de unos o la resistencia de otros, la invisibilización o la visibilización, la preservación o el cuestionamiento de intereses de clase, la necesidad de expresar o la voluntad de acallar, la transgresión de la ley o sus usos espurios, la ausencia de Estado o su errática presencia.
Quiero terminar con dos consideraciones. La primera es que Chile vivió, en un solo año, una intensidad histórica inédita: estallido social, pandemia y plebiscito. Las elecciones del domingo 25 de octubre ocurrieron a un año de la manifestación pública más grande de la historia del país. El estallido tuvo el triple efecto de exponer el descontento social, amalgamar una profusión muy diversa de demandas frustradas y forjar una nueva cultura de resistencia y protesta al calor mismo del estallido. La pandemia obligó, en sentido contrario, a un nivel de reclusión y disciplinamiento social sin precedentes en la memoria de quienes estamos vivos. El plebiscito implica, por un lado, la descompresión del mundo respecto de la pandemia y por el otro, la canalización de las energías desatadas por el estallido. En ese cruce vivimos y desde allí imaginamos mucho de lo que viene.
Aún así, a la luz del estallido, del descentramiento político que provocó y de la conquista simbólica que implica ponerle fin, por goleada, a la Constitución consagrada en dictadura, no puedo dejar de imaginar un Chile distinto en esta cita a ciegas con el futuro. Un país más conectado al deseo colectivo y sus imprevisibles modulaciones, más empático ante la fragilidad del día a día, más exigente en políticas redistributivas, con más ganas de encontrarse que de encapsularse, sabiendo que no siempre las cuentas cuadran cuando cuentan lo que debieran contar.
Cierto: la imaginación sigue siendo un potro indomable que trepida en el establo. No hay ecuación perfecta entre deseo, fobia y principio de realidad.