Antes que a conflictos existenciales, el lenguaje contemporáneo permite acceder a temores fragmentados: al cigarrillo, el inmigrante, la dependencia amorosa o la oxidación celular. Todos asuntos que, aunque con ansiedad, pueden –y deben– abordarse individualmente. Se trata de uno de los efectos más poderosos de la racionalidad neoliberal: establecer el yo como empresa personal, y así evadir la confrontación con el dolor, con la desigualdad y, en última instancia, con la política. En otras palabras, restringir cualquier dimensión de la vida colectiva, solidaria y plural.
por Constanza Michelson I 3 Agosto 2020
Lo moderno no siempre es nuevo. A fin de cuentas, un iPhone 3, 4, 5, 6… 10 o el aumento de la esperanza de vida a través de la tecnología genética son la inflación de un presente que dice ser el futuro que ya llegó: por delante no hay más que versiones mejoradas de lo mismo. La promesa de vivir más no es lo mismo que la imaginación de un futuro. Los suicidas (y los muertos en vida, los depresivos) bien lo saben.
En un capítulo de Los Simpsons, señala el filósofo Sergio Rojas, Homero le dice al vocalista de The Smashing Pumpkins: “¿Sabes? Mis hijos piensan que eres fantástico. Y gracias a tu música depresiva han dejado de soñar con un futuro que no puedo darles”.
¿Cómo podrían subjetivarse los hijos de una democracia que es narrada ya no como utopía sino como el fin de cualquier sueño? Los hijos del fin de la Historia no pueden soñar más que con la eterna realización de lo mismo. Para el sujeto del capitalismo tardío el “no hay alternativa” es el mantra que ha delimitado las posibilidades del pensamiento y la imaginación. La falta de proyecto de transformación del mundo, ha llevado a sustituirlo por el proyecto personal: el yo como empresa, ser siempre otro mejor.
Y los que no lo logran, saltan.
El neoliberalismo más que un modelo económico, a estas alturas es una civilización. Opera como un gobierno de las conductas, de la relación al mundo, al cuerpo, a los otros y hacia nosotros mismos. Su paradigma es el de maximización; y su lengua, la abstracción de las transacciones financieras. El sexo, el amor, la motivación: gran parte del campo del deseo de vivir se calcula bajo esas coordenadas. Lo que no da saldo positivo es sancionado como desviación: patología, mediocridad, delincuencia. La vida como gestión no es política (aunque sus directrices provengan de las instituciones con su nombre), simplifica el lenguaje al sí o no, jamás un sí y no, no resiste ambigüedad, surgen respuestas tajantes del tipo: “El panel de expertos obliga a…”. La vida entendida bajo esa racionalidad desensibiliza y permite evadir la confrontación con el dolor, con la desigualdad y, en última instancia, con la política.
La razón neoliberal es un dialecto que se ahorra las contradicciones y estrecha la vida anímica, aunque presente una oferta diversa de modos de vida, los que de cualquier forma funcionan como un menú de estilos envasados. Porque el saber se ha vuelto técnico, restándole legitimidad a la experiencia y estandarizando las vivencias. Antes que conflictos existenciales, el lenguaje contemporáneo permite acceder a temores fragmentados: al cigarrillo, el inmigrante, la dependencia amorosa o la oxidación celular. Todos asuntos que, aunque con ansiedad, pueden abordarse desde el yo de un sujeto.
No se nace con un yo, se llega a tenerlo. El yo es solo la fina lámina que zurce, apenas, lo que nunca se puede unificar del todo; por lo mismo, se alimenta de orgullo, de potencia o de victimización (todos nombres que toma el amor propio), y que al igual que el mito delirante del nacionalismo, debe proyectar el mal, lo indeseable en otro para clausurarse en una identidad.
El yo es una formación de masa, escribió Freud en Psicología de las masas, tanto como un enamoramiento, el éxtasis de la droga, un carnaval o el momento eufórico de la revolución. Una formación de masa es aquello que convierte toda diferencia en un Uno. Es impolítico porque se ahorra el Dos, la alteridad, ya sea en el amor o la calle, es la ilusión de unidad in-diferente. Entre el Uno y la multitud no hay demasiada diferencia, puede no ser más que la sumatoria de Uno+Uno al infinito, es decir, un individualismo de masas; o bien un gran Uno totalitario que empuje al pensamiento en masa, tal como la dictadura de la opinión en las “tormentas de mierda” de redes sociales.
Todo se hace en grupo, escribió Natalia Ginzburg en Vida colectiva, a principios de los 70. Viajar, el arte y el sexo, entre otras cosas, atenúan la soledad y la espera de la muerte. Ginzburg intuía desde ya el individualismo de masas de la fase tardía del capitalismo. En colectivo o a solas, da igual, todo se trata de una unidad sin conflicto (más que con un enemigo externo). El conflicto deja de ser existencial y político. Lo que la masa borra, aun cuando se trate de individualidad, es lo singular: aquella relación particular de cada uno con las cosas, que no cabe en las cifras mudas del Big Data ni en tipologías psiquiátricas o categorías posmodernas. Es el campo de la experiencia y del deseo, justamente lo que hoy está en peligro bajo la tentación de los estereotipos. En esto sigo a Roland Barthes: los estereotipos son el lugar del discurso donde falta el cuerpo.
La lógica del yo, incluso en el campo amoroso, es la lógica de guerra: tú o yo. Es el conflicto que de algún modo representan algunas de las películas de amor comerciales del último tiempo: La La land, Nace una estrella, Historia de un matrimonio: la imposibilidad de un lugar para más de Uno. Monogamias, poliamores, partidos políticos… da igual el semblante, nada garantiza que se constituya un “nosotros”. De acuerdo con Rancière la lógica de guerra implica la imposibilidad de simbolizar la alteridad, tiene como protagonista fundamental a las formaciones identitarias cerradas que niegan y excluyen al otro del mundo compartido. Lo impolítico supone, antes que cualquier pacto con otro, coincidir consigo mismo. Por ejemplo, el ejercicio del militante o el político que busca demostrar ser bueno antes que deliberar con el otro de buena fe.
Por el contrario, la lógica política es una forma de acción y de subjetivación que construye un mundo en común también con el enemigo; la acción política crea pluralidad, un “nosotros” abierto que da reconocimiento e igualdad al adversario. El Dos es el campo de la política, (y del amor, independiente de cuántos cuerpos estén implicados), en ese encuentro hay algo intratable que no puede reducirse, por lo tanto, solo queda hacer algún arreglo, amoroso, político o ambos. Obliga al tú y yo.
Lacan propuso una fórmula: lo inconsciente es lo político. Porque es el lugar, que en primer término, rompe al yo. Lo inconsciente es el mundo traducido en fragmentos que nos constituyen, en este sentido lo más íntimo de un sujeto es exterior, es el mundo, son los otros. Pero el matrimonio entre capitalismo, neurociencias y revolución digital produce una paradoja: una subjetividad que se constituye en la renuncia a constituirse como “sujeto”, es decir, sujetado a un cuerpo, a los otros, al mundo; a todos aquellos focos de incomodidad que Freud describió en su ensayo El malestar en la cultura. El yo no cree en lo inconsciente, aunque lo padezca.
Aunque tras los desastres de los programas racionales del siglo XX, el yo cartesiano haya quedado en crisis (para Susan Neiman, Auschwitz reveló la distancia del ser humano consigo mismo), el siglo XXI hizo un truco: reconocer el límite del yo, pero prometió encontrar la cura a este escollo humano. Por un lado, el mejoramiento técnico, la inteligencia artificial, se supone, podrán resolver lo que el ojo no ve. El sujeto identificado al Big Data –porque supone que eso es él mismo– prescinde de conflicto. Habita el lenguaje como si fuese un electrodoméstico: fundido (burn out), enchufado, descompensado. Por otro lado, desde una lectura ingenua (u oportunista) de las teorías de la deconstrucción, el mejoramiento pasa por quitarse las taras de los regímenes de dominación –género, clase, colonialismo– para construirse a voluntad. Bien, pero, ¿quién deconstruye? ¿El yo?
Deconstruirse no es una experiencia que pueda resolver el yo consciente, aun cuando logre hacer un ejercicio crítico. Ya lo decía la dupla Deleuze/Guattari: que alguien se nombre deconstruido no garantiza nada. Es la paradoja que describe Fina Birulés, la aparición de un “creacionismo secular”, que habla desde el lugar de propietario: “yo soy”, “yo quiero”, “yo hago lo que quiero”. Sin conflicto, sin tragedia (griega) pero con la angustia de quien no logra nombrar sus contradicciones; luego, estas se transforman en pánico.
Una vez que se arrasa con cualquier horizonte de imaginación política, lo que queda entonces es el imperio del yo. Al narcisismo no hay que leerlo como un triunfo del ego, sino como devastación subjetiva, que a falta de sostén en los lazos sociales, debe sobrecompensar a través de la imagen, nunca libre de paranoia.
El yo es ilusión de coherencia y es estrechez (psíquica), como el nacionalismo. Franco Berardi sostiene que a partir del capitalismo digital, la comunicación se ha vuelto literal, binaria, inhumana, opera bajo conceptos preconfigurados. Por el contrario, el cuerpo, que siempre molesta –atrasa, enferma, desea–, obliga a lo ambiguo, al sí y no, a las preguntas. Pero precisamente esa condición es la que hace resistencia a los saberes estandarizados, al capitalismo del yo.
Para Berardi entonces, cosas como la presencia del cuerpo, la ironía y las metáforas son formas de resistir porque hacen estallar los sentidos cerrados, las identidades, la desensibilización. Esa es la alegría que vuelve en la revuelta. Si se rompe una idea de sí mismo (cuestión que venían ya socavando las reivindicaciones de las mujeres y de las disidencias, quebrando al hombre como categoría universal y los saberes sobre “la normalidad”) se abre el horizonte de pensamiento. El malestar se politiza.
El estallido de octubre en Chile trajo el cuerpo perdido y la sensibilidad en una mezcla de alegría, libido y violencia. La aparición del cuerpo no es sin peligro, por eso la ambivalencia entre fascinación y angustia, es un sí y no a la vez. Pero la masa tiene una ruta, del carnaval donde todos somos un mismo cuerpo a su ruptura por las aspiraciones individuales, luego el pánico y la búsqueda de un nuevo amo. Cortar esa ruta es labor de lo político: sentarse con el adversario, reconociendo que entre tú y yo hay algo común.
Habrá que esperar a ver si acaso, tras la parte más festiva de la protesta, la revolución da lugar a una vida política que permita a los sujetos hacer un rodeo más digno para esperar la muerte. Me desdigo, no hay que esperar, hay que poner el cuerpo para que ello sea así. El futuro está abierto.