Rosemarie Bornand, justicia en tiempos violentos

Fue la primera mujer y la más joven en integrar el Comité Pro Paz y luego se sumó a la Vicaría de la Solidaridad. Nació en Pitrufquén, estudió derecho en la Universidad de Concepción y su familia era radical y metodista. Tras dedicar su vida a la protección de los derechos humanos, durante la Transición se fue de Chile para ser parte de las misiones de paz en El Salvador y Guatemala. Bornand se mantiene atenta a la contingencia y no ha perdido el filo de sus comentarios. En esta entrevista describe cómo fue la lucha legal e incesante contra la represión y rememora los ecos íntimos que le dejó la dictadura.

por Viviana Flores Marín I 12 Septiembre 2023

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Partió sola al Estadio Nacional y al Estadio Chile. Esas fueron sus primeras incursiones por los derechos humanos, pocos días después del golpe de Estado. En el Nacional, su fin era constatar que estaba ahí el jefe máximo de la Dirección Nacional de Prisiones de la UP, Littré Quiroga. Necesitaba entregarle unos remedios para la hipertensión, a nombre de su madre, que era vecina de Rosemarie Bornand.

Pedí hablar con el jefe, porque la custodia estaba a cargo de un carabinero. No se podía pasar, no se podía entrar. Cuando finalmente me los recibió el jefe, le dije: ¿Pero usted me está confirmando que él está aquí y va a recibir los remedios? No, señora, no se puede confirmar, pero déjelos, a lo mejor le llegan. Qué terrible. El cuerpo de Littré apareció el 16 de septiembre, junto al de Víctor Jara y otros, en las cercanías del Cementerio Metropolitano”, relata la abogada.

Bornand sentía estas incursiones como un deber profesional: “Cuando una persona está privada de libertad tengo que ir, soy abogada. Todas tienen derecho a que se les defienda, pues. La injusticia yo no la aguanto. Tengo esa mentalidad. Yo además estaba convencida de que iba a haber otro gobierno. Pero ¿una guerra contra la población civil? No, eso no entraba en mi cabecita”, advierte.

Ella era admiradora del gobierno de Salvador Allende, pero nunca militó en un partido político. Sí su marido, Eduardo Mayer, en el Partido Comunista. Una sola vez los allanaron, a los pocos días del Golpe. “Cuando uno supo después cómo eran los allanamientos, la verdad es que este fue de guante blanco”, cuenta.

El jueves 13 de septiembre, un inserto pagado por el Comité Permanente de Obispos se publicó en El Mercurio. En la declaración firmada por el Cardenal Raúl Silva Henríquez, junto a obispos de distintas regiones del país, se denunciaba el derramamiento de sangre y se pedía paz y respeto por los caídos, incluido el presidente Salvador Allende.

Bornand cuenta que “quedé muy sorprendida y emocionada. Eso fue un gesto muy importante. Y yo partí donde mi pastor, Tomas Stevens Noel, y le pregunté qué iba a hacer la Iglesia Metodista. Me tuvo que bajar un poco la ansiedad, pero me aseguró que había conversaciones entre las iglesias y me dijo: Rosemarie, yo te aviso”.

Dos semanas después, el 6 de octubre, se conformó el Comité Pro Paz, con la misión de contrarrestar las violaciones a los derechos humanos de la dictadura. “Nos juntamos en el Arzobispado. Tenía cero contacto en mi vida con la Iglesia Católica y me impresionó mucho esto de reunirse con obispos que andaban con sotanas. Ahí nos presentamos los primeros abogados. Ese día conocí a Roberto Garretón y a Hernán Montealegre, que ya era un hombre prominente. Y algo que nunca voy a olvidar es cómo se presentó Roberto. Muy conciso. Dijo que era democratacristiano y que él, personalmente, y en esto insistió, había visto cuerpos flotando en el Mapocho. Me impresionó mucho y tuvo todo mi respeto”.

Rosemarie Bornand era la única mujer abogada miembro del Comité. Además, era la más joven y de provincia, como le gusta recalcar. Muchos de los otros abogados que eran parte de esta organización se conocían previamente. “La Universidad Católica y la Universidad de Chile me salían hasta en la sopa. Pero yo me sentía bien dueña de mí misma, creía que esa era mi labor como abogada, que tenía las herramientas y los valores, que es lo más importante. Después llegaron más mujeres, como Fabiola Letelier, y otros abogados más”, cuenta.

Consejos de guerra

Los consejos de guerra fueron la primera misión que le asignó José Zalaquett, que era el jefe del departamento jurídico. “Tuve que estudiar el Código de Justicia Militar, que en la escuela lo habíamos visto de pasadita, porque efectivamente hubo muy pocos consejos durante la Guerra del Pacífico. Los plazos eran cortos. Tenías que prepararte a veces sin poder leer el expediente. Hacías la defensa escrita formalmente y luego la leías. No era un alegato como el de la corte. Estos consejos se realizaban en el quinto piso del Ministerio de Defensa, en un gran auditorio con butacas de cuero. Tenía un escenario, con una gran mesa en el que se reunían las Fuerzas Armadas”, cuenta.

El acceso al Ministerio tenía mucha seguridad. Revisaban a todas las personas, pero Bornand reiteradamente se negó a que fiscalizaran su cartera. “Entonces, el pobre paco que está en la puerta, llamaba al milico. Después al oficial de guardia de ese día. Y le decía: soy abogada. Voy a un consejo de guerra. Está por empezar, no corresponde que usted me revise la cartera, aquí llevo mi defensa, en un tono bien seco, fíjate. Como son de clasistas los milicos, yo iba bien arreglada. No exageradamente, ni enjoyada ni pintada, pero bien formal. Con tacos altos y mi cartera. Y después cuando estaba embarazada tenía mis tenidas maternales, pero siempre arregladita”, detalla.

¿Cómo era su interacción con los abogados militares?
El fiscal era el abogado del servicio jurídico del Ejército. A veces andaban uniformados. A mí los fiscales poco me importaban, porque eran malos. O sea, eran malos abogados. No se expresaban bien.

¿De qué servían estos juicios?
A ver… no servían para que les dieran la libertad inmediata, pero sí para aminorar la pena. Si era baja, que la cambiaran por extrañamiento, que se fueran del país. Entonces, sí sirvieron. Pero claro, una pregunta que nos rondaba siempre era: ¿Cómo me estoy prestando para esta farsa?

Noche y niebla

El Comité Pro Paz finalmente se vio forzado a dejar de funcionar por orden directa de Augusto Pinochet. Sin embargo, al día siguiente, el 1 de enero de 1976, nació la Vicaría de la Solidaridad. Automáticamente, Bornand comenzó a trabajar en la institución del Arzobispado de Santiago como abogado de planta. Tenía que estar todo el día en las oficinas de la Vicaría y ahora tenía más responsabilidades.

Cuenta Bornand que la creación de las distintas unidades de trabajo en la Vicaría se correspondía con las maneras de operar de la represión. Sus primeras participaciones fueron dentro del equipo de desaparición forzada. “A fines del 75, ya todos sabíamos, después de la operación Colombo, del caso de los 119, que supuestamente murieron en Argentina, que había detenidos desaparecidos, pero daba harta cosa decirlo. Hablábamos de no ubicados. Pasamos años con la duda de que podían estar en campos de detención”.

El plan “Noche y niebla” fue la estrategia usada por el régimen nazi para la desaparición forzada de prisioneros (de ahí Alain Resnais tomó el título para su documental sobre Auschwitz). Fue una orden directa de Hitler. “Desaparecen en la noche”. En Chile, el primero que comenzó a emplear este término en sus escritos y alegatos judiciales durante la dictadura fue Sergio Concha, un excura que se dedicó por entero al derecho. “Fue muy terrible constatar que había un método sistemático de desaparición forzada”, asegura Bornand. “La segunda prueba irrefutable fue Lonquén. En noviembre del 78. Ahí ya se encontraron restos de no ubicados”.

Bornand detalla que el departamento de desaparición forzada en ese tiempo estaba compuesto por cuatro personas. “Héctor Contreras era el jefe de la unidad. Yo era la segunda a cargo, y dos asistentes sociales, María Luisa Sepúlveda y Ximena Taibo. Ahí se empezaron a confeccionar las listas, las primeras sábanas de los detenidos desaparecidos, que eran unos rollos de papel cada vez más extensos, con información muy minuciosa de cada persona. Eso permitía hacer cruce de datos y encontrar patrones. Los familiares nos ayudaron muchísimo en esto”.

En esos días oscuros las jornadas laborales podían extenderse hasta entrada la noche. La crianza de sus dos hijos la lideraba Eduardo, un gran lector de cuentos, que los mantenía, como dice Rosemarie Bornand, alejados del horror, y cuando ella llegaba, les daba un beso mientras dormían. Durante varios años los almuerzos en la Vicaría eran en los escritorios y consistían en café y unas hallullas con paté. Y muchos cigarrillos. La marca dependía de las platas del momento: Advance, Hilton o Lucky, que le encantaban. En segundo año de derecho comenzó a fumar y a sus 78 años, prefiere los Kent One, pero ahora solo después del mediodía.

Otro de los cometidos de Bornand fue la Unidad de Análisis de la Vicaría. Era allí donde se llevaba el pulso de las acciones de la dictadura, a través del Informe Mensual. “El objetivo —asegura— era salvarles la vida a todos los que incluíamos en este informe. Teníamos que ser muy cuidadosos, todo tenía que ser escrito en tono mercurial, es decir, no adjetivar. Neutro total. Y siempre con respaldo de un escrito judicial. Si la persona no tenía amparo, no se podía incluir. Las estadísticas y los relatos que se elaboraban en esta unidad tenían que ser a prueba de desmentidos, y la verdad es que nunca lo hicieron”.

Tuve que estudiar el Código de Justicia Militar, que en la escuela lo habíamos visto de pasadita, porque efectivamente hubo muy pocos consejos durante la Guerra del Pacífico. Los plazos eran cortos. Tenías que prepararte a veces sin poder leer el expediente. Hacías la defensa escrita formalmente y luego la leías. No era un alegato como el de la corte. Estos consejos se realizaban en el quinto piso del Ministerio de Defensa, en un gran auditorio con butacas de cuero. Tenía un escenario, con una gran mesa en el que se reunían las Fuerzas Armadas.

La venda

El Museo de la Memoria recibe múltiples donaciones de las víctimas de derechos humanos. Algunas están expuestas en sus colecciones. Bornand guarda relación con un objeto clave, un objeto que tiene algo de mítico: una venda gris oscuro para cubrir los ojos, usada por los servicios de seguridad durante las sesiones de tortura.

En 1984, el Diario Oficial publicó cuáles eran los cuarteles de la Central Nacional de Investigaciones (CNI). Sin dejarse amedrentar, los equipos de la Vicaría se apostaban a sus afueras con un abogado, un periodista y un fotógrafo. La idea era ingresar a los recintos para hacer valer en terreno la defensa de los derechos humanos. Tocaban a las puertas, insistentemente. Por lo general, sin resultados.

En este periplo constante, Bornand se anima a ir sola al centro de detención, tortura y exterminio Cuartel Central Borgono, sede central del mando operativo de la CNI, también conocido como la “Casa de la Risa”. Allí, en el barrio Independencia, operaban los agentes de seguridad especializados en el MIR y el FPMR. La puerta era de fierro forjado, por lo que golpear con la mano era en vano. Se requería algo sólido, como una piedra. Eso hizo Bornand y, en contra de lo esperado, le abrieron la puerta.

A mí no me daban miedo los uniformes ni las metralletas. Iba a buscar a un cabro joven. Cuando llegó, lo vi y me llamó la atención que parpadeaba mucho y le pregunté si había estado vendado. Me di cuenta de que sus ojos estaban humedecidos. Me hizo un gesto. No habló casi nada. Quizás desconfiaba. Al despedirse me dio la mano y me pasó algo”, recuerda la abogada.

Salí con mi mano empuñada y me fui rápido. No la quería abrir, sentía que era un pedazo de tela, quizás venía un mensaje adentro. Cuando la abrí en el escritorio, estaba la venda. La llevamos a la corte como evidencia. Lo bueno es que después la recuperamos y quedó como testimonio”, senaló.

De los diversos ejes de su trabajo, Bornand habla con la misma intensidad, pero con tono suave, sin quebrarse, por más opacos y escabrosos que fueran. Viajó a lugares aislados de Chile para verificar las condiciones de vida de los relegados y para ser testigo de varias exhumaciones.

En Pisagua estuve harto tiempo, de alguna manera me especialicé en Pisagua. Fue un hallazgo muy importante porque estábamos encontrando a varias personas. Uno de los primeros fue el Chono Sanhueza, que la primera en reconocerlo fue María Maluenda. En ese momento a mí se me conectaron mis recuerdos universitarios. Resulta que el Chono era un obrero de las Juventudes Comunistas de Concepción y que siempre recorría la universidad. Nunca me voy a olvidar que era de una población que se llamaba Agüita de la Perdiz. Nunca fuimos amigos, pero como la sal del desierto momifica los cadáveres, el Chono era completamente reconocible”.

Tenía bastante sangre fría…
Fueron muchos los horrores que nos tocó conocer y ver. Iba mucho al Servicio Médico Legal a acompañar a los familiares. Conocía perfecto el camino hacia el frigorífico donde están las bandejas. Era un trámite de identificación terrible, pero importante. Me acuerdo cuando asesinaron a un muchacho, Mauricio Mairet, del MIR. Fui al Médico Legal con la familia. Lo veo y la carita era idéntica a la de mi hijo. Lo encontré tan parecido a Ricardo. En la noche me levanté dos o tres veces a mirarlo. Tenía que mirarlo y tocarlo para sentir que no era él. Tenía el mismo color de pelo. En esos tiempos, Ricardo debería haber tenido 14 o 15 años. Y este Mauricio tenía 18, 19. Fue la única vez que me pasó algo así. Nunca lo he dicho.

Los archivos de la violencia

Con la llegada de la democracia, el trabajo de la Vicaría se concentró en el resguardo de la documentación generada entre 1973 y 1990. Más de 45 mil carpetas. Así fue como el Arzobispado, más las tratativas impulsadas por Javier Luis Egana, decidieron que la misma Iglesia cuidaría de los archivos que contenían los métodos de represión y las historias de las víctimas de violaciones a los derechos humanos —este archivo de la violencia chilena, en 2003, fue declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad.

A través de un decreto cardenalicio, el arzobispo Errázuriz nombró a Bornand como la persona encargada de asignar los casos pendientes o en proceso a distintos organismos de derechos humanos y judiciales. “El archivo jurídico se convirtió en mi misión. Para mí dejar los casos fue muy difícil. Trabajé hasta el último día, hasta diciembre de 1992”, reconoce.

Ella trabajó y puso todo su corazón, como dice, en la Comisión Rettig. Aun así, la Transición la decepcionó: “Pensé: no puedo seguir trabajando en derechos humanos si vamos a tener que ceder o conceder ciertas cosas en términos de justicia. A mí, eso de ‘en la medida de lo posible’ me cayó como patada en la guata. No lo entendí. Ahora he tratado de entenderlo, pero aquí, dentro en mi corazón, todavía no lo acepto”.

50 años después del Golpe, ¿cómo ve ese acontecimiento que transformó la vida del país y también la suya?
Para mí, el Golpe fue ayer. Cómo iban a ser necesarios esos excesos… Matar gente. Me duele y me indigna. No se debió haber quebrado la democracia, había otros caminos. Era un hecho que venía un plebiscito. Reconozco que hubo errores, pero el pueblo no estaba armado. En menos de 24 horas estaba el país paralizado. Se instaló el miedo porque la fuerza bruta te arrastra, te pisotea y te mata. Además, la maldad de las personas lamentablemente invadió a parte de los chilenos. Busco y leo explicaciones. Sigo pensando que fue el temor al cambio. Desde que fuimos independientes hubo una élite con pequenas luces de progresismo, pero esa élite siempre ha ido soltando muy poco sus privilegios, y siempre fue a sangre y fuego. Yo estoy agradecida de haber dedicado mi vida a defender a las personas, pero no puedo estar, ni medio segundo, orgullosa de eso, porque el Golpe y la dictadura jamás deberían haber ocurrido.

 

Fotografía: Emilia Edwards.

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