Pedro Páramo: el ejercicio de compadecer

El tono bíblico en Pedro Páramo va configurando un correlato donde el Dios-padre es un creador que abusa y desprecia a sus hijos y ejerce el poder sin contrapeso; los que rodean a Pedro Páramo viven la humildad como condena que supera la voluntad y aceptan como disposición divina.

por Rosabetty Muñoz I 2 Diciembre 2020

Compartir:

Leí por primera vez Pedro Páramo en la biblio­teca del Liceo de Hombres de Ancud (así se llamaba en esos días) y quedé atrapada en esa gasa cuyo tramado me parece perfecto para esos días y para estos males. Lo primero, así medio difuso, es recordar que me sentí personaje y vi a todos los míos: vecinos, parientes, amigos allí, con los nombres cambiados y otro paisaje. De algún modo, difícil de explicar entonces, percibí que Rulfo estaba hablando de Chiloé y que los residentes de Comala se parecían a los vivientes de las islas pequeñas o de los sectores rurales de nuestro archipiélago. Por eso sería que los comprendí y nos compadecí a todos como lo hace Rulfo, en el antiguo sentido de la palabra com-padecer: acompañar en su pasión o padecimiento.

Desde entonces he vuelto una y otra vez a su comprimido relato. A las descripciones de un paisaje que se va fundiendo con los seres humanos o que se transforma con ellos a medida que se consumen. La imagen de Juan Preciado llegando a los dominios del padre (que se extiende hasta donde alcanza la vista) abre un relato en el que no sucede nada más que la memoria. Los recuerdos cobran peso y figuran encar­nados en seres dolientes que transitan la frontera de la vida y la muerte sin traspasarla, al parecer. Todos los personajes están muertos o viven una existencia parecida a lo que adivinamos como purgatorio, un espacio donde se pagan pecados y culpas. Hay histo­rias de amores desdichados, hay incesto, hay abusos y hambre y mala conciencia. Lo primero que reconoce­mos, quienes fuimos formados en la Iglesia Católica, es un imaginario profundamente arraigado en ciertas formas de la fe mezcladas con el ardor pagano que se aferra no tanto a la idea de un Dios creador sino a la figura palpable de una virgencita que le curará los males o ayudará a calmar los tormentos del cuerpo. El tono bíblico en Pedro Páramo va configurando un correlato donde el Dios-padre es un creador que abu­sa y desprecia a sus hijos (muchos) y ejerce el poder sin contrapeso; los que rodean a Pedro Páramo viven la humildad como condena que supera la voluntad y aceptan como disposición divina.

Frente al poder y la sujeción a que los somete, ac­túan como condenados que merecen la miseria en la que viven: el abuso, el abandono, la extrema necesi­dad que termina volviéndolos locos. Y ha sido así por tiempos incalculables, largos hilos de sangre que se remontan a parajes y tiempos remotos, como si la his­toria de los hombres de Comala no fuera más que la repetición circular de males. De hecho, ya en el nom­bre está la declaración fundacional: Pedro Páramo, la piedra sin frutos sobre la que se ha fundado una forma de vida feroz e injusta.

La imagen de Juan Preciado llegando a los dominios del padre (que se extiende hasta donde alcanza la vista) abre un relato en el que no sucede nada más que la memoria. Los recuerdos cobran peso y figuran encar­nados en seres dolientes que transitan la frontera de la vida y la muerte sin traspasarla, al parecer.

Comala se llenó de adioses, dice en una parte, y pienso en las islas despobladas de nuestro archipié­lago, gente igualita, que se fue yendo a buscar otro destino y dejó sus cosas y a veces volvía y después ya no volvió más, de modo que ahí están sus casas con los mesones, las camas, las estufas, objetos que se van deshaciendo en el moho.

Obligados a enfrentar el tema de la muerte hoy cuando todo el aparato comunicacional había instalado la imagen de una vida brillante, cosmopolita, eterna y joven, releer Pedro Páramo nos ofrece la otra cara de la moneda. Tanto escapar de la desagradable muerte para ahora, obligándonos a la humildad, tenerla a la vista día a día. La mascarilla como símbolo patético que ni siquiera tiene la distinción del escudo protector.

Además de la persistente lectura, tuve un encuen­tro feliz con Pedro Páramo hace unos años en Méxi­co: encontré en una de las librerías Gandhi dos CD con Juan Rulfo leyendo sus relatos. Su propia voz, la cadencia, el espesor de su tono sostenidamente grave ha sido una experiencia nueva. A veces, con grupos de estudiantes, he tenido en mi casa fines de semana oyendo a Rulfo. En las tardes con el mar desplegado al frente y el relato que contiene este círculo terso de vivir-morir, los jóvenes tienen la oportunidad que yo misma viví con recogimiento. Leído, escuchado a los 17 años, ciertamente es un tesoro para el alma, una piedra angular sobre la que construir nuestra visión de mundo donde la vida está trenzada con la muerte y donde los seres humanos son tan frágiles que apren­demos a compadecer y perdonar.

 

Pedro Páramo, Juan Rulfo, Editorial RM, 134 páginas, $8.990.

Relacionados

Un mundo desencantado

por Daniel Mansuy

“Los tiempos son otros”

por Alia Trabucco Zerán

Para tiempos utópicos y distópicos

por Elvira Hernández