Hacia el urbanismo delta

Valdría la pena quebrar esos ídolos de la costumbre, para mirar las buenas ideas surgidas durante la pandemia. Quizás irrumpan valiosos contenidos que podamos recoger como huellas y logremos leer nuevas líneas que insinúan un camino, o varios, que van hacia un lado diferente del que estábamos acostumbrados. De pronto, avanzar hacia un urbanismo adaptativo: dormir y trabajar sin desplazamiento físico obliga a pensar una nueva forma de habitar los barrios, la propia vivienda y, asimismo, una nueva forma de relacionarnos con nosotros mismos, con la naturaleza y con la ciudad.

por Colombina Parra I 23 Febrero 2022

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Tal como en el automatismo oratorio, como una inercia de la frase hecha, volvemos después de un profundo silencio espiritual a funcionar como el puntero de un reloj que nunca estuvo detenido.

Valdría la pena quebrar esos ídolos de la costumbre, para mirar las buenas ideas surgidas espontáneamente bajo una cuarentena obligatoria. Quizás irrumpan valiosos contenidos que podamos recoger como huellas y logremos leer como nuevas líneas que insinúan un camino o varios caminos que van hacia un lado diferente del que estábamos acostumbrados. Es un momento de transición, en el que volvemos a funcionar en un sistema que ya venía colapsado. ¿Qué podemos sacar de todo esto, si rápidamente, como autómatas, volvemos a funcionar con miedo en un sistema acabado?

La mascarilla nos tiene tapada la mitad de la cara. La boca, por la cual nos comunicamos. ¿Hará falta una nueva mascarilla que también nos tape los ojos? Para poder mirar-tapar. Cerrar los ojos para poder ver.

Extrañamente, la cuarentena nos obligó a hacer vida en un solo punto, sin desplazamiento. Esto obligó a trabajar usando al ciento por ciento las comunicaciones virtuales. Imposible no recordar a Stephen Hawking y los agujeros negros, porque este lapso fue un agujero negro. En una partitura habría sido una especie de figura en la que no hay silencio ni notas musicales. En una partitura aparecería la figura llamada Calderón, una figura que representa un sonido que no se sabe cuándo va a terminar. Como decía Marx, en la liberación de todas las naciones oprimidas, “para que los pueblos puedan unificarse realmente, sus intereses deben ser comunes”.

El encierro sin querer nos entregó un interés común. El de la supervivencia. Esa supervivencia ha tenido que ver con el cuidado y el surtido de alimentos básicos, sin distracciones de otro tipo de consumos innecesarios. Todos, independientemente de las clases sociales, nos vimos compartiendo una misma preocupación. El virus provocó el encierro y el encierro provocó una paralización de movimientos innecesarios y solo quedaron dibujados los desplazamientos mínimos de supervivencia. El hecho de no poder salir del círculo más próximo obligó al sistema antiguo de malls y supermercados que quedaban a distancias considerables, a readecuarse, y muchos de nosotros recuperamos esas distancias cercanas caminables.

El auto quedó como un objeto muerto y quien más guardado permanecía, más seguro se encontraba en su integridad física.

Es así como empezó a surgir una nueva forma de vivir. Con la desaparición del automóvil, la naturaleza se puso en primer plano, en el sentido de que por primera vez la ciudad podía contemplarse en su silencio.

Ir a comprar a un supermercado era imposible, por el hecho de que el virus se propagaba con más facilidad en los espacios cerrados. Todo un sistema que idolatraba el consumo y el automóvil quedó en suspenso en un vacío prometedor.

Pudimos darnos cuenta en estos días del llamado “error histórico”, en la introducción del automóvil en la concepción de nuestro modo de vida. De una manera sutil, a mediados del siglo XX, después de una especie de guerra entre el auto y el peatón, el ciudadano deja de tener derechos sobre el espacio público y el auto triunfa.

El virus provocó el encierro y el encierro provocó una paralización de movimientos innecesarios y solo quedaron dibujados los desplazamientos mínimos de supervivencia. El hecho de no poder salir del círculo más próximo obligó al sistema antiguo de malls y supermercados que quedaban a distancias considerables, a readecuarse, y muchos de nosotros recuperamos esas distancias cercanas caminables.

En estos días de encierro obligado se produjo, sin querer, la reaparición de una cierta humanidad perdida. Una especie de idea humana que nos recuerda un poco a las ciudades ideales de ítalo Calvino. A menos de un kilómetro del lugar en donde cada uno vivía, empezaron a aparecer instalaciones transitorias, efímeras, en lugares antes impensables.

Es así como aparecía, por ejemplo, una verdulería en el jardín de una casa o en lugares aún más insólitos, como en el estacionamiento de un edificio, en la vereda de una calle poco transitada o debajo de un árbol cualquiera. Hasta en la escalera de los metros.

En mi investigación sobre esta nueva forma de habitar, elaboré un mapa de recorrido y pude armar un circuito que no se repetía hasta la semana siguiente, e incluso podía hacer diferentes configuraciones de desplazamiento para que cada día fuera distinto. Cada día compré alimentos en un lugar diferente, y así me fui construyendo una nueva forma de habitar la ciudad. Cada día aparecía un nuevo boliche a pocas cuadras o en la cuadra misma, de modo que se me ofrecían otras formas de moverme.

Así como irónicamente el virus nos quitaba la vida, por otro lado nos regalaba una visión distinta de esta: días nuevos en que podíamos soñar y experimentar en carne propia el sueño del pueblo medieval. Mejor, que es posible una nueva forma de vida que nos lleve a los comienzos. Quizás a muchos tipos de comienzos. Me refiero, sobre todo, a las ciudades medievales en las que la diversidad de funcionalidades quedaba a distancias caminables.

El experimento demostraba que vivimos muchos años en un círculo vicioso, funcionando en banda. En un sistema que hoy estaba obsoleto ante nuestras narices. Un sistema que había hecho oídos sordos a la aparición de las comunicaciones virtuales.

Seguimos, a pesar de ello, creyendo que teníamos que obligatoriamente desplazarnos para trabajar, por ejemplo. Ahora, con el virus por primera vez nos hacemos cargo de esa gran herramienta que nos permite ir dejando atrás huellas tan violentas como las carreteras de alta velocidad, los monocultivos de automóviles y los extensos cultivos de plantaciones de casas en donde no existe la diversidad de la que intrínsecamente está hecho el ser humano.

La comunicación virtual permite y muestra amenazas, pero también luces de fortalezas que podrían ser claves en la nueva mirada de un urbanismo más parecido al virus delta, en el sentido de que cambia día a día, un urbanismo que es flexible a las perturbaciones del viento y la naturaleza. Un urbanismo adaptativo, que puede tomar el uso de estas nuevas capas que se superponen y que nunca antes se habían topado tan cercanamente. Dormir y trabajar sin desplazamiento físico obliga a pensar una distinta forma de habitar los barrios, la propia vivienda y, asimismo, una nueva forma de relacionarnos con nosotros mismos, con la naturaleza y con la ciudad.

Si automáticamente salimos a la calle cada vez que el virus nos dé una tregua, sin detenernos a reflexionar para mirar que nos mostró el encierro, habremos perdido una gran oportunidad para mejorar la naturaleza del hombre.

 

Coda: se vivieron varios momentos transitorios dentro de las cuarentenas. Esta reflexión hace referencia a unos pocos meses en que se podía salir a comprar alimentos no más allá de una cantidad de kilómetros a la redonda. Fue el momento en que veíamos más gente caminando por la calle, cuando el desplazamiento limitado obligó a dejar los autos estacionados.

Cuando se instauró la fase 4 y volvimos a funcionar en el recuerdo, fue nuevamente necesario el auto. Incluso más, el auto aseguraba una mayor seguridad o inmunidad contra el virus. Una caja hermética sin contacto con otros seres humanos. Hoy, las calles han vuelto a estar colapsadas de autos y nos quedamos atrapados en un sistema de urbanismo no resuelto. Urge una mirada delta.

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