por Cynthia Rimsky I 2 Abril 2024
En el fondo del terreno dejamos que crezca lo que quiera, ahí tenemos el compost, el cordel para secar la ropa, un invernadero pequeño, troncos pudriéndose. Un amigo de mi pareja que nos visita les toma fotos. Me intriga lo que ve y yo no. Antes de jubilarse trabajó en diarios y montó un par de exposiciones. Me pregunto qué hace ahora con las que toma: ¿las deja en la cámara?, ¿las archiva?, ¿sabe la brizna de pasto que no será vista por otros ojos? ¿Modifica su mirada este cambio de estatus de las cosas? Desde la pandemia que pienso en la interrupción. ¿Recuerdan el silencio en la ciudad?, ¿la sensación de que sí es posible parar y hacerse a un lado?
No sé quién lo ve primero. Es muy pequeño, aunque ya tiene plumas. Se aleja de nosotros a pasitos. Miramos hacia arriba a ver si damos con el nido. Tampoco. Vivimos con dos gatos. Cuando vengan para atrás, adiós pajarito. Acerco mi mano para cogerlo, me da resquemor tocar un cuerpo tan distinto, palpo los huesitos, mi dedo se hunde, busco una postura para retenerlo sin hacerle daño. A simple vista no se entiende por qué no vuela.
¿Qué hacemos?, pregunto. Los amigos de mi pareja mantienen silencio, como si por estar en nuestra propiedad, nos correspondiera a nosotras decidir. Lo coloco dentro del invernaderito, se esconde entre los plantines de tomates. Le llevo un gusano californiano. Nada. Agua, nada. Nos distraen los chillidos de una pareja de benteveos que sobrevuelan nuestras cabezas. Deben ser sus padres, opina mi pareja. Ella también está jubilada. Los tres comparten un tiempo que no sé describir.
Los benteveos vinieron a buscar a su pichón perdido, les digo. Y lo dejo en el suelo. ¿Imaginé que iban a cogerlo por el pico, subirlo al árbol, obligarlo a volar? Nadie viene por él. ¿Qué hacemos?, pregunto. Los amigos de mi pareja mantienen silencio. Me resulta extraño que él tome fotografías de tantas cosas y ni una del pichón. Lo alzo hasta una rama de la morera. Es un blanco tan visible como en el pasto. Vamos a la casa. Los jubilados, a conversar. Me alejo irritada de ese tiempo que comparten. El pichón no está en la morera, lo encuentro detrás de las briznas de pasto que el amigo de mi pareja estuvo fotografiando. Apenas lo tomo, los benteveos se ponen a chillar. Recuerdo la jaula que le compramos al cachurero de Vagues. Mi pareja se niega a encerrarlo. Solo hasta que se recupere, sugiero sin saber de qué tendría que recuperarse. Pobrecito, está muy asustado, dice por única vez la compañera del fotógrafo, cuando lo dejo nuevamente en el invernaderito. Ella jubiló de sicóloga.
Las buenas personas que rescatan animales en los videos de las redes no se preguntan como yo qué hacer. Los llevan a su casa, les dan de comer y de beber en jeringuillas o pinzas, duermen con ellos, les dan nombres, los arropan.
Para protegerlo de los gatos tendría que bajar la tapa del invernaderito. En ese caso, la pareja de benteveos y su pichón dejarían de tener contacto visual y él quedaría encerrado en el bosque de tomates. No puedo hacerlo. Al mismo tiempo tengo la sensación culposa de haberme apresurado. Debí dejarlo en el invernadero, acercarle el gusano con una pinza, esperar a que pudiera volar y solo entonces devolverlo a la corriente de la naturaleza.
Hay un ensayo, el autor es francés, no recuerdo su nombre; dice que a ciertas personas que pierden su puesto o que les va mal o toman decisiones que no resultan o se detienen a pensar si quieren seguir en la fila, se les hace dificilísimo volver a la circulación; como en una pesadilla, la fila los repele. Si dejara de producir y me hiciera a un lado… pienso en el pichón, en los tres jubilados, en la brizna de paja, en el limbo en el que podríamos quedar.
Mi pareja trae la noticia de que el pichón está vivo bajo los troncos. Es difícil que los gatos lo saquen de allí, advierte feliz. De camino hacia el fondo escuchamos unos gritos desgarradores que vienen del cielo. Uno de los gatos se aleja corriendo. Alrededor de los troncos podridos quedan dispersas las plumas.
Casi un mes después encuentro un video donde un rescatador de aves explica que, al final de su ciclo natural, algunos pichones que ya desarrollaron plumaje, aunque todavía no vuelan, se tiran al piso. Durante ese periodo los padres los siguen y alimentan. Se le llama volantón. El rescatador pide a las personas que no los levanten. En su mayoría, sobreviven. Otra parte serán comidos por zorros, comadrejas, serpientes, gatos, como parte de la cadena alimentaria. Sepamos no interferir, estamos atochados de llamados, déjenlos donde los encontraron, ruega.
Fotografía de portada: María Aramburú.