Devoción ciega

“Más allá de la fantasía, es razonable pensar que las personas con discapacidad visual desarrollan más su sentido del tacto. Pero es su percepción sinestésica lo que las distingue. Esto les permite orientarse a partir de otras imágenes sensitivas, misteriosas improntas que componen un campo espacial auditivo, que se mueve por cuerdas que la imagen visual oculta”.

por Matías Celedón I 20 Enero 2023

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Comenzó con un agudo dolor de espalda que atribuí a la llegada de mi hija. El cuerpo se acomoda lento a las nuevas posiciones y sostenerla ese poco tiempo en que una recién nacida quiere o puede estar lejos de su mamá, provocó una contractura que me desequilibró el trapecio. Mi espalda prefiguró la nueva asimetría. En efecto, constató el masajista, tiene un hombro más arriba que el otro.

Mueva el cuello… ¿Lo nota distinto?

Sí, lo noto más libre.

Y ahora, ¿se da cuenta de que está más restringido?

Sí, doctor.

Durante un mes llevé la procesión por dentro. No hay dolor que valga después de ver a una madre en pleno trabajo de parto. Para mi asombro, desde el primer día, L. dormía tranquilamente, pero yo no podía con la presión que se extendía desde la cerviz hasta el brazo izquierdo, pasando por debajo del omóplato. El cuerpo no está aislado. Siempre una cosa es producto de otra cosa.

Llegué a la consulta sin saber más que su nombre y que era ciego.

Solo había escuchado de él, tampoco lo había visto. Que fuera ciego era su garantía como masajista. Hace años, en Ciudad Ho Chi Minh, al final de uno de mis primeros viajes para otra revista, en una calle cercana adonde alojaba, me dejé guiar hacia una escuela de masajistas ciegos.

A unas cuadras de la concurrida calle Bien Viu, la Ho Chi Minh City Blind Association tiene una escuela de masaje vietnamita que, hasta el día de hoy, sigue funcionando. Al menos en 2009, entre las luces y las motos, los cables y el humo gris de los escapes y las cocinerías de la calle, abundaban volantes y anuncios con dudosas alternativas de masajes relajantes. Recuerdo que llegué tímidamente. Algo me llevó a pensar en que podía encontrarme con una especie de casa de las bellas durmientes, donde podría descansar lánguidamente masajeado por mujeres de manos sanadoras, cuidadosas e imparciales.

Más allá de la fantasía, es razonable pensar que las personas con discapacidad visual desarrollan más su sentido del tacto. Pero es su percepción sinestésica lo que las distingue. Esto les permite orientarse a partir de otras imágenes sensitivas, misteriosas improntas que componen un campo espacial auditivo, que se mueve por cuerdas que la imagen visual oculta.

Se dice que fue Jianzhen (688-763), un monje budista que perdió la vista en uno de sus últimos intentos por llevar la medicina tradicional china al Japón, quien creó la primera escuela de masajistas ciegos. Finalmente, a su llegada, convirtió el templo en un lugar de sanación. En El cuento de un hombre ciego, Junichiro Tanizaki pone en boca de un anciano masajista ciego al servicio de una dama noble las memorias que persisten de un Japón medieval. Desde entonces, el oficio se ha secularizado.

En la sala de espera de un departamento en Antonio Varas con Galvarino Gallardo, Ricardo Cifuentes me pide que me saque las zapatillas y entre a su consulta en el horario acordado, puntual.

Aunque las dos están en la misma posición, no están las dos al mismo nivel —me indica—. Si yo trazara una línea horizontal desde este ángulo inferior a este otro, la escápula izquierda está más elevada que la otra.

La voz del maestro Cifuentes se deja oír con claridad. Sus manos callosas se hunden en una espalda más cansada, diferente. Han pasado 13 años de ese viaje y lo recuerdo así: rodeado de ciegos, era invisible. Me encontraba en las antípodas de mi casa, en una zona paralela, lejos de todo lo que conocía. Al salir, me inundó una sensación de plenitud que pocas veces he sentido.

Se trata del masoterapeuta del Ballet Nacional de Chile desde 1982. No puedo ver lo que me dice, pero confío. En respuesta a la sedentaria espera en el nido, el cuerpo del padre se traslada silenciosamente. Las cervicales y las dorsales son traccionadas por la misma tensión muscular hacia el lugar donde hay más carga. El masajista me explica que el objetivo en la kinesiología, la fisioterapia o las llamadas terapias manuales, es que el cuerpo vuelva a ser funcional. Y para que sea funcional, hay que recuperar los movimientos propios, anatómicos, particulares, reprogramando “las sinapsis que reactivan la función y desactivan el vicio”. Por supuesto, para crear esa nueva sinapsis, lo primero es descubrir el problema puntual.

Con la llegada de L. tuve que sacar mi escritorio de la que sería y es, felizmente, su pieza. Entre las cajas, me llevé muchos cuadernos de viaje que he estado releyendo, entre los que estaba la pequeña libreta donde tomé las notas de Vietnam. No sería raro que la contractura se haya ocasionado en ese desplazamiento.

Las horas en el masajista me devolvieron la elasticidad del sueño. El trapecio no se desequilibra. Pende y propende entre dos lugares simultáneamente. Me sostengo entre las dos camillas somnoliento, relajado. Las manos ciegas perciben otras asperezas.

Me acuerdo del patio de la escuela vietnamita al entrar, con un altar luminoso adornado con velas y guirnaldas de flores, junto a una banca y una escalera por la que subían y bajaban los estudiantes del turno vespertino; vestidos con batas celestes y sandalias, se dirigían presurosos a sus clases guiados por una cuerda que hacía de baranda. Desorientado, en el segundo piso, entré a una larga sala común con nueve camillas separadas para la práctica. De fondo todavía puedo oír las melodiosas conversaciones en voz alta entre los alumnos masajistas, cada quien detrás de sus propias cortinas.

La calle Bien Viu se parece demasiado a lo que pudo haber sido”, anotaba esa noche de junio de 2009 en mi libreta. Ahora escribo: ¿qué podía saber entonces? Pienso en las condiciones en que el personaje de Robert De Niro encuentra al de Christopher Walken, su amigo, en esos mismos barrios, en la última parte de la película El francotirador. En mi recuerdo de la escuela de masajistas ciegos, la ruidosa ciudad desaparece.

¿Se da cuenta de que hemos ido cambiando?

La voz del maestro Cifuentes se deja oír con claridad. Sus manos callosas se hunden en una espalda más cansada, diferente. Han pasado 13 años de ese viaje y lo recuerdo así: rodeado de ciegos, era invisible. Me encontraba en las antípodas de mi casa, en una zona paralela, lejos de todo lo que conocía. Al salir, me inundó una sensación de plenitud que pocas veces he sentido. A los pocos pasos pensé que se trataba de fatiga y me senté a comer. Había estado solo una hora y la situación me dio otra perspectiva, una nueva posición vital, que definió mis años como cronista de viajes.

Con el maestro Cifuentes fueron cuatro sesiones y la última derivó en aspectos filosóficos respecto del cambio de percepción, la posición en el mundo y la ampliación de campo (“Lo que pasó es que se corrió el eje, pero la posición quedó donde mismo, ¿me entiende?”). Todavía tengo una contractura que eleva el ángulo superior y compromete el pectoral del lado izquierdo. En una clínica el diagnóstico fue el mismo; sin embargo, tras el masaje ya no me duele. No es un gesto, sino mi postura. Es mi manera de sostener a L. Más que carencia o falta de balance, es todo lo contrario: tiendo a compensar las fuerzas con lo que haga falta.

 

Imagen: Estatua de Jianzhen en el templo Tõshõdai-ji, Japón.

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