Fuera de temporada

“La única estación de servicio en 100 kilómetros a la redonda está en Lonquimay. Los rayados en los paraderos y la señalética dan cuenta de que es territorio mapuche. ‘La resistencia de un pueblo contra un Estado asesino es terrorismo’, se lee en una garita. ¿Cómo saldar esa deuda histórica? ¿Cómo transformar o cambiar estructuralmente la manera en que nos narramos?”

por Matías Celedón I 25 Enero 2022

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En La teoría de la bolsa de la ficción, Ursula K. Le Guin sostiene que la primera herramienta no fue una lanza o un garrote, sino un morral. El arco trazado por Stanley Kubrick desde el hueso y el simio homicida hasta la estación espacial, no sería más que la versión sofisticada de una misma historia cavernaria repetida desde Caín pasando por Nagasaki, basada en las peripecias de un grupo de cavernícolas que “no tenían un niño cerca para darle vida o habilidad haciendo cosas o cocinando o cantando, o pensamientos muy interesantes en que pensar”, y decidió ir a jugarse la vida saliendo a cazar con tal de matar su aburrimiento.

Para la escritora, aunque los mamuts ocupen es­pectacularmente las paredes de las cuevas y nuestras mentes, lo que efectivamente hacíamos para seguir vivos y gordos era recoger semillas, raíces, brotes, además de atrapar animales pequeños para aumentar las proteínas.

Al final del día, no era la carne o el marfil lo sus­tancial para la supervivencia. Frente a la épica de encontrar y cultivar unas semillas, lo que realmente hizo la diferencia fue la historia de la cacería.

Salimos de Santiago escuchando sobre el colapso de los alcantarillados para el Superbowl. Siendo fe­brero y en Estado de Emergencia sanitaria, en la radio no era noticia un corte de 10 horas en la Panamerica­na. Desde la madrugada, la Ruta 5 Sur estaba bloquea­da en Ercilla, por un ataque incendiario que destruyó cuatro camiones y una camioneta. La caravana recién empezó a moverse a mediodía, cuando liberaron una pista. Ante kilómetros de autos detenidos, pudimos tomar un desvío y conejear por caminos interiores. Aunque tardamos en llegar 10 horas en vez de seis, consideramos que habíamos tenido suerte.

Una reacción lógica a la crisis pandémica es huir a lugares más naturales. Más que una forma de escapar del virus, es la necesidad de romper con el confina­miento. Después de un año de desfases y cuarentenas, buscábamos unos días de tranquilidad en el sur, cerca de la naturaleza.

Paz encontró unas cabañas junto a un estero en Malalcahuello, un pueblito de montaña al interior de la Araucanía Andina. A los pies de la cordillera de las Raíces, es la entrada a un valle volcánico impre­sionante custodiado por el Lonquimay y el Llaima, rodeado de bosques de antiguas araucarias que es­conden lagunas tranquilas, ríos gélidos y aguas ter­males. Mientras en invierno está siempre nevado, en verano podíamos visitar saltos y cascadas, caminar entre bosques de lenga y grandes robles, explorar algún sendero al interior de la Reserva Nacional o, simplemente, contemplar el paisaje y pasar el día es­cuchando el río.

Despertamos con la sensación de haber entrado a un espacio distinto, a otra dimensión del tiempo. Los valles modelados por volcanes nos recuerdan que vi­vimos en un mundo prehistórico. Las singulares for­mas geológicas dan cuenta de los distintos procesos que han trastocado este paisaje a lo largo del tiempo.

Despertamos con la sensación de haber entrado a un espacio distinto, a otra dimensión del tiempo. Los valles modelados por volcanes nos recuerdan que vi­vimos en un mundo prehistórico. Las singulares for­mas geológicas dan cuenta de los distintos procesos que han trastocado este paisaje a lo largo del tiempo.

Me acuerdo de la erupción del Lonquimay la Na­vidad de 1988. Los campos plomizos, los animales flacos, echándose a morir sobre los pastos cubier­tos de escarcha y ceniza que apenas respiraban. Las consecuencias de la erupción fueron desastrosas y reconfiguraron el entorno. La lava sepultó cabañas y avanzó quemando arbustos, pastizales y árboles, so­bre todo araucarias.

Al parecer, la geografía ha cambiado más que la realidad de sus habitantes. El paisaje ha reverdecido y la gente vive en un escenario parecido al de antes. Ya entonces, producto de las cenizas, los pobladores caminaban con mascarillas.

Malalcahuello se une con el resto del territorio por escasas cuestas y pasos cordilleranos, así como por el túnel Las Raíces. Del otro lado se esconde la única zona de Chile al oriente de la cordillera de los Andes. Antes dependía del ferrocarril, pero ahora se ha transformado en un lugar turístico, fundamental­mente por sus centros de esquí.

Hacia la frontera, Icalma es una zona sagrada para los pehuenches y está habitada por algunas comuni­dades. El camino que lleva hasta allí sale de la carrete­ra como un atajo y atraviesa la comunidad Quinquén, en torno a la laguna Galletué, donde nace el río Biobío.

En Üxüf xipay (“El despojo”), un premiado docu­mental de 2004, Ricardo Meliñir, Lonko de Quinquén, explica el sentido de la recolección. “Chau Ngechen nos dejó a los pehuenches para que podamos sobre­vivir con ese alimento. (…) Cuando nosotros estamos en la veranada, debajo de las araucarias, nos sentimos tan orgullosos y protegidos dentro de ese paisaje, que para nosotros es una felicidad ir a cosechar piñones. Con eso nosotros compramos los alimentos más im­portantes. Y nosotros no queremos más que eso, no quisiéramos cambiar, porque eso para nosotros es una riqueza”, dice.

Desde 1860, el Estado chileno se ha valido de la fuerza y del ejército para reducir a los mapuches a un cinco por ciento de su territorio ancestral. También le impuso su legislación, sus autoridades, su forma de división política administrativa, reduciendo las esfe­ras de control mapuche exclusivamente al ámbito de la comunidad.

La lava derramada produjo la destrucción de cer­ca de 200 hectáreas de bosque de araucarias, lenga y robles que antes crecían en este valle. Pero el daño no se compara con las consecuencias de la empresa “civilizadora” y sus bosques artificiales. La historia de la cacería que refería Ursula K. Le Guin tiene más de 500 años, pero en la Macrozona ha sido dramáti­ca. Desde 1860, el Estado chileno se ha valido de la fuerza y del ejército para reducir a los mapuches a un cinco por ciento de su territorio ancestral. También le impuso su legislación, sus autoridades, su forma de división política administrativa, reduciendo las esfe­ras de control mapuche exclusivamente al ámbito de la comunidad.

En su ensayo Godos, insurgentes y visionarios, Ar­turo Uslar Pietri reconoce que a la hora de definirnos culturalmente, fracasamos ante el permanente tras­fondo de contradicciones culturales y las superpues­tas y encontradas visiones que se han impuesto sobre nosotros mismos desde la llegada de Colón. Frente al antagonismo obvio entre los “godos” e “insurgentes” de turno, la dinámica se complejiza con la llamada del visionario, quien “es, precisamente, quien no ve lo que está ante él sino lo que proyecta desde su mente”.

Habría que comenzar de nuevo para mirar la su­cesiva dimensión de las visiones. El lenguaje crea rea­lidad, pero no necesariamente es la realidad. La única estación de servicio en 100 kilómetros a la redonda está en Lonquimay. Los rayados en los paraderos y la señalética dan cuenta de que es territorio mapuche. “La resistencia de un pueblo contra un Estado asesino es terrorismo”, se lee en una garita.

¿Cómo saldar esa deuda histórica? ¿Cómo trans­formar o cambiar estructuralmente la manera en que nos narramos? Frente a una narrativa recolectora o una narrativa cazadora —de flecha, lineal, encaminada a la victoria y la resolución—, la dramaturga Manuela Infante propone una tercera vía: “Yo elijo contrarres­tar la narrativa cazadora con narrativas vegetales, ma­teriales, minerales”.

Regresamos a Malalcahuello por la cuesta de Las Raíces. La niebla asciende lentamente y se disuelve sobre araucarias milenarias. No sé qué pasará aquí en ausencia de personas, pero basta con que aparezcan para que todo se ponga en movimiento. De pronto el camino se abre y la luz encandila. Entre las lomas, las ruinas de un centro de esquí abandonado se iluminan con el sol del atardecer. Bajamos del auto y cruzamos los pastizales hasta las torres de hormigón. Vimos el atardecer entre la herrumbre de los andariveles. Desde aquí se ven volcanes en todas las direcciones. Finalmente, aunque tarde, la naturaleza tiende a regenerarse. En el interior de la Macrozona sur hay una microzona, donde el tiempo parece desfasado. Se hunden los días y uno aparece.

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