Leer sobre las aguas

“Navegando ocurre una escisión importante que no se debe subestimar. Aunque la tarea es común, cada quien se ha embarcado por un motivo diferente y enfrenta distinto la misión de llevar el barco a puerto. En ese momento, el mundo entero se reduce a las acciones y los ánimos de los tripulantes. Lo único que existe son las relaciones y los hechos que allí suceden”.

por Matías Celedón I 7 Octubre 2021

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El Canal de Suez separa África de Asia y conecta el Mar Rojo con el Mar Mediterráneo. Cada día más de 50 embarcaciones de distintos tamaños y procedencias cruzan en ambas direcciones, mientras el resto espera su turno cerca de la entrada, escuchando por radio las instrucciones de las autoridades en Port Said. A fines de marzo, los fuertes vientos y una tormenta de arena hicieron encallar un enorme carguero a mitad de camino. Como la muralla China, la magnitud del atasco se debía a un barco que se podía ver desde el espacio.

Causa natural o error humano, las colosales proporciones del mega carguero dan cuenta del progreso que ha tenido en este último siglo la “nueva náutica”, del que Joseph Conrad alertaba en Reflexiones sobre el hundimiento del Titanic. “Por mi parte, me resultaría mucho más sencillo creer que existe un buque insumergible de tres mil toneladas que uno de 40 mil toneladas”, razonaba.

Las 400 mil toneladas del Ever Given, arrastradas y encajadas a la fuerza con un velamen de 20 mil containers de superficie, cancelaron el tránsito marítimo, obligando a buscar rutas más largas o a encarar anclados una espera incierta.

Más allá de un cálculo económico, el Mar Rojo es una zona peligrosa. A la entrada del golfo de Adén, frente a Somalia, Yemen y Yibuti, es frecuente la piratería. A lo largo de sus 1.200 millas de costa en conflicto, las orillas son bajas y el agua es poco profunda, por lo que el tráfico se concentra en el medio del canal, intensificándose al acercarse a Egipto. El viento y la arena son frecuentes, lo que resta visibilidad y dificulta la navegación. Siendo esencial para el tránsito del petróleo en Medio Oriente, en ese entonces —verano de 2002— la zona era merodeada por barcos de guerra estadounidenses tras el ataque a las Torres Gemelas. Cuando estudiábamos las cartas de navegación, era el punto crítico de la travesía que emprenderíamos a bordo del Húsar III.

Teníamos que llegar a Bodrum, la antigua Halicarnaso. No era un buque mercante ni un crucero. Se trataba de un velero, un schooner de dos palos y 60 pies que debía ser llevado a Turquía desde Tailandia en dos meses. Eran cinco mil millas náuticas y seis tripulantes: el capitán, el contramaestre, el ingeniero y tres que hacíamos lo que nos decían.

Comenzamos baldeando la cubierta y destrabando el motor del ancla. El winche eléctrico no funcionaba, por lo que en todo el viaje hubo que lanzarla y subirla a pulso. Teníamos 20 años y buscábamos algo diferente. Ir a otro lugar, enfrentar una situación auténtica.

A las pocas horas del zarpe tuvimos nuestro bautizo. “Perdimos gobierno”, dijo el capitán, desencajado, al constatar que el timón giraba en banda. En seguida se desató la alarma y cada uno se ocupó en algo. Buscar herramientas, vigilar en la proa mientras oscurecía, seguir lo que se oía en la radio. Sometidos a un movimiento incesante, los golpes y las sacudidas llegaban desde todas las direcciones, lo que indicaba que navegábamos sin rumbo. Después de varias horas, instalamos una caña de emergencia y logramos enfilar a la costa, pero la cadena de mando que unía al capitán y el contramaestre se cortó irremediablemente.

Navegando ocurre una escisión importante que no se debe subestimar. Aunque la tarea es común, cada quien se ha embarcado por un motivo diferente y enfrenta distinto la misión de llevar el barco a puerto. En ese momento, el mundo entero se reduce a las acciones y los ánimos de los tripulantes. Lo único que existe son las relaciones y los hechos que allí suceden.

En adelante, todo comenzó a fallar. Las velas se rajaron en la primera tormenta. Los ductos que conducen el agua hasta la sentina mayor estaban tapados y el olor adentro era agrio. El generador dejó de funcionar y las baterías no cargaban. Podíamos quedar a oscuras e incomunicados en altamar, si el motor en el tercer intento no encendía. Salvo un GPS de aficionado, los instrumentos no encendían y los sistemas eléctricos estaban completamente sulfatados.

Siempre que veo un carguero, recuerdo el entusiasmo que sentíamos cuando aparecían en el horizonte. Para nosotros su presencia era el avistamiento de una especie de animal mayor. En minutos nos daba caza. Nos rebasaba y pronto se perdía de nuevo en el horizonte. De día nos sentíamos más seguros cerca de ellos, pero de noche la situación era distinta.

Siempre que veo un carguero, recuerdo el entusiasmo que sentíamos cuando aparecían en el horizonte. Para nosotros su presencia era el avistamiento de una especie de animal mayor. En minutos nos daba caza. Nos rebasaba y pronto se perdía de nuevo en el horizonte. De día nos sentíamos más seguros cerca de ellos, pero de noche la situación era distinta.

“La propia trama del universo, salpicada de galaxias, hemos de imaginarla movida por ondas similares a las olas del mar, a veces tan agitadas como para crear esos portales que son los agujeros negros”, explica el físico italiano Carlo Rovelli. En el espacio confinado del velero, la soledad se multiplica. Sobre cubierta, el horizonte panorámico se expande en todas las direcciones, mientras al bajar por la escotilla, ese vacío inmenso se guarda en el interior, estrechando las tensiones y conflictos.

En su notable ensayo Iconografía romántica del mar, Auden sostiene que, aunque aparece desde hace mucho tiempo, la metáfora del navío como Estado o como sociedad solo se emplea cuando este o esta se encuentran en peligro. “El mar es de hecho ese estado de vaguedad y desorden barbáricos del cual emergió la civilización y en el cual, a menos que haya una salvación merced a los esfuerzos de los dioses y los hombres, siempre existe la posibilidad de volver a hundirse”, escribe.

Repasando la bitácora del último tiempo, ha sido una imagen recurrente en los discursos presidenciales: “Todos tenemos que unirnos y aportar y colaborar para poder enfrentar y navegar estas aguas turbulentas con seguridad y llevar este barco a buen puerto” (30.04.2020). “Esta pandemia nos ha enseñado, una vez más, que nadie puede salvarse solo, que todos vamos en el mismo barco y solo si remamos unidos, llegaremos a buen puerto” (17.09.2020). “Estamos golpeados, pero el barco sigue navegando y tiene puerto de destino” (1.11.2020).

Después de nueve días en altamar, tras dejar atrás Sumatra y las Islas Nicobar, comenzábamos a racionar el agua y el arroz, corrigiendo sobre la marcha los malos cálculos del capitán. Por las noches, el ruido ciego de la radio en la frecuencia de emergencia se interrumpía con discusiones y provocaciones entre los tripulantes de los cargueros y buques de pesca que navegaban cerca, pero no se veían. Mientras el mando dormía en sus cómodos camarotes, los hombres de turno se distraían escupiendo burlas racistas a los marineros de otros barcos: Filipino monkey! I can’t see you, but I can smell you!

Pasamos días en tierra, principalmente en el puerto de Galle, en Sri Lanka, reparando los desperfectos de cara a enfilar hacia el Mar Rojo. Para entonces, el capitán había regresado a Chile y tanto nosotros como el ingeniero (que ya casi no salía de su camarote) quedábamos subordinados al contramaestre.

Zarpamos de Galle con dirección a Yemen para eludir las costas somalíes. Como en el mar entre dos puntos la ruta más rápida no necesariamente es la línea recta –frente a la calma chicha es preferible un desvío en busca de vientos constantes o corrientes más favorables–, enfilamos a un atolón en el extremo norte de las Maldivas, pensando en recargar agua, combustible y comida antes del cruce del Mar Arábigo.

La suerte había cambiado. Salvo un amague de ahogo en el motor, pasamos la segunda navegación sin sobresaltos. Logramos entrar de noche y sin cartas precisas al atolón, sorteando a oscuras el laberinto de un arrecife. Al día siguiente, constatamos que el ancla había caído a unos metros de que encalláramos. Comprendimos que los saludos amistosos de los otros barcos la noche anterior, eran llamados de alerta. Por precaución quisimos mover el velero y fondear más lejos, pero el motor nunca más volvió a encender.

La imagen del Ever Given encallado en el Canal de Suez me hace pensar que durante nuestro viaje nunca tuvimos algo asegurado. Nos entregamos a una espera incierta que duró semanas. No había mecánicos en la isla. Toda la gente del pueblo se afanaba en los trabajos más urgentes de extender la red eléctrica a las casas desde el generador que daba electricidad a la mezquita.

“Hay un punto en que el progreso, para ser un verdadero avance, ha de variar ligeramente de rumbo”, observaba Conrad.

Después de seis días de trabajos intensos, el Ever Given fue liberado por la Luna y las mareas. Hay que leer sobre las aguas para comprender que no solo se trata de voluntad, coraje y valentía. El sueño del Húsar III de circunnavegar el mundo varó en su sexta singladura, meses después, en las costas de Suez, a cargo de una tripulación inglesa profesional. Visto ahora, pienso que lo abandonaron a conciencia, frente al umbral, hartos de su suerte. Una planeada venganza de la tripulación para endosarle al capitán la carga de su gualicho. Encallado en la arena, el viejo velero fue saqueado de todo, salvo el casco. Lo imagino abandonado, corroído, en los huesos. Cubierto por la arena, vestigios de un animal extinto.

 

Imagen de portada: Horizonte (1995), de Jorge Macchi.

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