Síndrome de la cabaña

La “casa Zancuda” fue entregada como regalo de cumpleaños a Ho Chi Minh y se inspiró en la estructura de las casas nativas de las minorías étnicas del norte de Vietnam. El lugar es la antítesis de la residencia de un gobernante. Se trata de un sencillo palafito construido hace 65 años en un rincón del parque Ba Dinh, frente a la pequeña laguna donde en las tardes solía pescar.

por Matías Celedón I 10 Diciembre 2020

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La casa como un espacio de la memoria es una imagen frecuente. En la Antigüedad, era reconocida la eficacia de una arquitectura familiar para situar y recordar mejor el orden y las partes de una historia. Antes que una casa ideal, los manuales de retórica sugerían discurrir sobre un espacio conocido. Se sabe que en cuanto se habita, la casa de la historia cambia.

Mientras el mundo mira cifras confinado, llegan noticias alentadoras desde Vietnam. El acertado ma­nejo de la pandemia ha permitido llevar a cabo sin mayores contratiempos la conmemoración de los 45 años de la liberación de Saigón. Las actividades se han concentrado en la explanada de la plaza Ba Dinh, en el centro de Hanói, frente al Mausoleo de Ho Chi Minh. Al aniversario del final de la guerra contra Es­tados Unidos, se suman los festejos por el cumplea­ños 130 de Ho Chi Minh, su autor intelectual.

En rigor, es difícil establecer con precisión el año de nacimiento de Ho Chi Minh. En su vida utilizó más de 90 nombres, chapas y seudónimos, dejando una estela difusa de formularios adulterados desde su juventud, ya que su padre era perseguido por las autoridades coloniales francesas. Cabal arquetipo del caudillo revolucionario, su rastro se pierde en el tiempo; la multiplicación de los nombres le permitía estar en dos lugares al mismo tiempo y desaparecer. Figura trascendental del siglo XX, el poeta y esta­dista Ho Chi Minh fue uno de esos raros casos que suscitan una admiración prácticamente unánime, in­cluso en sus adversarios.

Reconozco que cuando fui, llegué atraído por la reliquia. ¿Cuánta gente queda embalsamada en el mundo? Aunque la principal atracción de la plaza Ba Dinh es el complejo funerario donde se conser­va el cuerpo, el parque incluye senderos y cuidados jardines que resultan mucho más agradables que el monumento. Hay puentes con vistas hermosas a una pequeña laguna artificial y caminos que conducen más allá del palacio presidencial, hasta su deslinde con el jardín botánico de Hanói. Al salir del mausoleo, me acuerdo que caminé encandilado siguiendo a la gente por un camino de grandes árboles y un inolvi­dable olor a mango. El intenso olor de la fruta madura despejó enseguida el halo mortuorio. Al cabo de un rato, caminando hacia la salida, el sendero regresaba en dirección hacia el estanque. A espaldas del Mauso­leo, en un rincón del parque, estaba la cabaña donde Ho Chi Minh vivió sus últimos 11 años.

La “casa Zancuda” fue entregada como regalo de cumpleaños y se inspiró en la estructura de las casas nativas de las minorías étnicas del norte de Vietnam. Con el tiempo, el recuerdo de esa cabaña me ha im­presionado más que su cuerpo embalsamado. El lugar es la antítesis de la residencia de un gobernante. La casa es un sencillo palafito construido hace 65 años en un rincón del parque, frente a la pequeña laguna donde en las tardes solía pescar. Es un hecho que en ningún otro lugar vivió más tiempo. El funcionario del ministerio de vivienda designado para su cons­trucción, fue invitado a conversar con él junto al es­tanque: la casa tenía que ser de madera sencilla, con lo justo para que viva una persona; en los pasillos se debía poder transitar libremente o tener espacio para sentarse a leer; y la escalera, tendría que ser lo sufi­cientemente amplia para que dos personas pudieran pasar sin incomodarse.

En su libro La dimensión oculta, el antropólogo Edward T. Hall reflexiona sobre el uso y las relaciones que establecemos con el espacio y entre nosotros mis­mos. Allí, señala que aunque las normas proxémicas sean distintas según los diferentes contextos cultura­les, hay caracteres fijos (como la casa) que dan cuenta y organizan las actividades. Sobre la relación entre la fachada que la gente presenta al mundo y la persona que se oculta tras ella, observa que el uso mismo de la palabra “fachada” es en sí revelador, en tanto reco­noce que hay una arquitectura íntima escondida, una estructura vedada de planos ocultos y espacios por penetrar. “Mantener una fachada –observa Hall– pue­de costar mucho esfuerzo. La arquitectura se echa esa carga a cuestas y se la quita a la gente”.

En su simpleza elemental, parte de lo excepcional de la cabaña es justamente la ausencia de un frontis. La casa es un lugar abierto donde pareciera que no hay nada que ocultar. La planta baja es un espacio de tránsito integrado al jardín que sostiene las dos ha­bitaciones del segundo piso (la pieza y el despacho) de manera tan ligera, que la cabaña en su equilibrio pareciera no necesitar los pilotes.

Para Edward T. Hall, el hecho de que pocas per­sonas tengan su oficina en casa –aunque el libro se publicó en 1966, puede explicar en parte por qué hoy estamos entre el síndrome y la fiebre de la cabaña–, también responde a que la mayoría, somos o sería­mos, distintas personas en la oficina y en la casa. “La separación de despacho y hogar en esos casos con­tribuye a impedir que esas dos personalidades, a me­nudo incompatibles, choquen violentamente y hasta puede servir para estabilizar una versión idealizada de cada una, conforme con la imagen proyectada por la arquitectura y por el ambiente” (esto subrayaría otro aspecto excepcional del palafito).

En su simpleza elemental, parte de lo excepcional de la cabaña es justamente la ausencia de un frontis. La casa es un lugar abierto donde pareciera que no hay nada que ocultar. La planta baja es un espacio de tránsito integrado al jardín que sostiene las dos ha­bitaciones del segundo piso (la pieza y el despacho) de manera tan ligera, que la cabaña en su equilibrio pareciera no necesitar los pilotes.

Tal vez haya una clave oculta en el poema de Linh Dinh, “Arquitectura vietnamita tradicional”: “Una casa sin puertas. Para entrar hay que meterse por la ventana. Cualquier ventana. Romper el vidrio si es necesario. Toda entrada debiera ser ilícita. Ninguna entrada libre vale la pena que la atraviesen (…)”. El alcance de las metáforas puede ser decisivo para en­tender una guerra. No pocos poetas han hecho de su oficio un arte marcial. Entre esas cuatro paredes, Ho Chi Mihn resistió los años más duros del conflicto y supo articular, con lo mínimo, una estrategia militar que le terminó dando un triunfo épico.

¿De qué manera, una obstinada y precaria guerri­lla, puede doblar las rodillas de un gigante?

“Más que paciente, inconmovible”, escribió en su Diario de prisión.

Los recuerdos de la guerra persisten entre Vietnam y Estados Unidos. En abril de este año, el Washington Post observaba que mientras en Hanói, se desarrollaban normalmente las celebraciones por los 45 años del final de la guerra, las víctimas por el coronavirus en Estados Unidos ya superaban los 58.220 norteamericanos que habían muerto en las dos décadas de conflicto.

“Vietnam aprovechó una larga historia de pre­paración para el peor de los escenarios, mientras se mantiene flexible para adoptar reformas cruciales y la transición hacia la nueva normalidad”, destacó el líder del Programa para Vietnam del Banco Mundial en junio.

Más allá de la imagen retórica, el sentido de una casa como algo vivo no es tan impreciso. Una casa cambia después de que alguien muere. El deseo de Ho Chi Minh era ser cremado y que sus cenizas fue­ran esparcidas por todo Vietnam. Hasta la inaugura­ción del mausoleo en 1975, el cuerpo debió ser cus­todiado y trasladado en secreto. Resulta significativo que los esfuerzos de la inteligencia estadounidense se hayan enfocado en encontrar el cuerpo, mientras la cabaña seguía en pie. Da la sensación de que la casa, como la memoria, en sí misma es una especie de lugar donde se juntan toda clase de imágenes, sueños y recuerdos, amontonándose en un espacio que parece siempre el mismo.

La cabaña de Ho Chi Mihn guarda una cualidad más profunda: mientras su figura se mantiene intacta, embalsamada, el espacio lo recuerda dando cuenta de su ausencia. Para Gastón Bachelard, sería la poética de un habitar primitivo, “una cualidad común a ricos y pobres”. En su notable ensayo “En la pieza oscura”, Brian Dillon sugiere que la verdadera sustancia de una casa    –las capas de ladrillo, el yeso, la pintura, el papel mural– no es real; lo cierto es el espacio, el inte­rior, el lugar donde nos movemos.

“Esta casa no es grande ni pequeña,/ pero al me­nor descuido se borrarán las señales de ruta/ y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza”, escribe Juan Luis Martínez en “La desaparición de una fami­lia”. En una conversación con Guadalupe Santa Cruz, a propósito de ese poema, ambos coincidían en que las casas de la infancia “son el primer recorte en el espacio a través del cual uno mira el mundo” y que uno “busca en el sueño, siempre”. Martínez creía que la ausencia de la madre en el poema era sustituida por la propia casa. “Uno solo puede perderse en la madre –le aclaraba Santa Cruz–. Seguramente los muros son el padre, pero la casa…”.

Cabe la posibilidad de que la naturaleza no des­truya las cosas hasta la nada. Me acuerdo que cuando salí de la cabaña de Ho Chi Mihn, las carpas todavía se acercaban a la orilla cuando alguien aplaudía cerca del estanque.

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