Vida de perro

La novela biográfica Flush, de Virginia Woolf, está protagonizada por el cocker spaniel de la poeta Elizabeth Barrett. Quizá por eso fue considerada una banalidad, algo menor, una concesión de la autora con lo popular. Pero bien vista, la obra se revelaba inusual: contra los relatos de animales habituales, esta narración se aleja tanto de la alegoría como de la perspectiva antropocéntrica, interesándose en describir el punto de vista inesperado y único del perro. A continuación compartimos el prólogo del libro, que ahora publica la editorial Montacerdos con una nueva traducción, a cargo de la escritora chilena Constanza Gutiérrez.

por Lorena Amaro I 13 Septiembre 2018

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Flush, una biografía (1933) fue probablemente el libro más popular de Virginia Woolf (1882-1941) en la vida de su autora. Ella y su esposo, Leonard, lo publicaron en su propia editorial, Hogarth Press, la misma que años antes había divulgado en Inglaterra La tierra baldía de T. S. Eliot, pero que tuvo la mala fortuna de rechazar el Ulises de James Joyce por temor a la censura. La publicación de Flush resultó ser un acierto comercial: en sus primeros seis meses de circulación, se vendieron ni más ni menos que 19.000 copias y fue incluido en sendas listas de popularidad por el US Book of the Month Club y por la UK Book Society. Sin duda, este mismo éxito pudo incidir en la frialdad con que lo recibieron los críticos; la misma Woolf temía que su libro se considerara un bestseller sin mayor interés y escribió en su diario: “Flush saldrá el jueves y creo que estaré muy deprimida por el tipo de elogios. Dirán que es encantador, delicado, como una dama”. Temía, sobre todo, que la consideraran una autora sentimental, ya que su libro, como otros aparecidos desde fines del siglo XIX en Inglaterra, daba vida y voz a un animal doméstico: Flush, el perro de la poeta Elizabeth Barrett (1806-1861). Sin embargo, su obra se diferencia considerablemente de aquellos relatos que, con fines didácticos y moralizadores —como es el caso de un famoso texto victoriano, Black Beauty. Autobiography of a horse, de Anna Sewell (1877, traducida como Belleza negra, pero también como Azabache)—, impactarían al público por su empático y dulce tratamiento del tema animal. Lejos de eso, el libro de Virginia Woolf es un espacio de experimentación en el cual su autora se aleja de las figuras animales antropomorfizadas de las fábulas y, abandonando la voz y perspectiva humana característica de estas historias, incursiona realmente en el ámbito de la experiencia animal, en la vida sensorial y afectiva de un perro doméstico, un leal cocker spaniel, en tres escenarios bien diferenciados: el campo abierto de Three Mile Cross; el encierro en una habitación del barrio más lujoso de Londres, como compañero de una enferma, la poeta Elizabeth Barrett; y las luminosas calles de Pisa y Florencia, donde Flush acompaña a su ama tras fugarse del hogar paterno con el poeta Robert Browning. Sin embargo, a pesar de su tono irónico y proceder vanguardista, Flush parecía una obra realmente menor al lado de las grandes narraciones modernistas de su autora (como Las olas o La señora Dalloway) o de sus otros interesantes experimentos “biográficos” (la monumental Orlando). Tuvieron que pasar décadas para que Flush fuese leído con interés crítico, o para que se dimensionara su carácter experimental y anticipatorio.

Los críticos de la época no podían imaginar hasta qué punto Virginia Woolf estaba en sintonía con la ciencia y la filosofía de su tiempo. Por los mismos años de la escritura de Flush, Konrad Lorenz, y antes que él, el biólogo y filósofo Jakob von Uexküll, comenzaban a sentar las bases de la etología (ciencia que estudia el comportamiento animal y sus interacciones con el entorno). En el caso de Uexküll, él abandonaba las nociones jerárquicas de la ciencia biológica clásica para introducir el concepto de umwelt, que señala la experiencia perceptiva de los animales en la relación con su medio, algo que observaba en toda la diversidad de la vida animal, sin distinción de formas “superiores” e “inferiores” de la misma. Su pensamiento incidió en la filosofía del siglo XX, particularmente en autores como Martin Heidegger o Gilles Deleuze, y evidentemente fue una de las primeras voces que dieron cuenta del antropocentrismo occidental y su ideología especista. Woolf, contemporánea suya, sostuvo también una mirada desarticuladora de esta jerarquía y, lejos de “humanizar” la experiencia de Flush, se interesa en describir la perspectiva inesperada y única del perro. En los pasajes más bellos de esta historia, Flush es el gran protagonista que corre libremente por un mundo de olores, sensaciones e instintos: “Flush salió a las calles de Florencia para disfrutar del éxtasis de los olores. Siguió su camino, olfateando, a través de calles principales y secundarias, de plazas y callejones. Se abrió camino de olor en olor: ásperos, suaves, oscuros, dorados. Entraba y salía, subía y bajaba. (…) Entró y salió, corriendo, siempre con la nariz en el suelo, bebiendo su esencia, o con la nariz en el aire, vibrando con el aroma. Durmió en un cálido parche de sol sobre una piedra, ¡cómo hacía este que la piedra apestara! Buscó un túnel de sombra, ¡qué ácida hacía la sombra que oliera la piedra! (…). Conocía Florencia en su suavidad marmórea y en su rugosidad arenosa y adoquinada. (…) Conocía Florencia como ningún ser humano la ha conocido jamás; como Ruskin y George Eliot nunca lo hicieron. Lo sabía como solo el tonto sabe. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió a la deformidad de las palabras”.

Es sabido que Virginia Woolf, como Barrett, sufrió también de numerosas crisis de salud. Por su complicada historia familiar (ya adulta escribió a sus más íntimos sobre los abusos de su hermanastro mayor después de la muerte de su madre) es posible que empatizara con la vida de la poeta, a quien leyó críticamente.

La ninfa de la calle Wimpole

La presencia perruna es antigua en la literatura: desde el temible Cancerbero mitológico, las fábulas clásicas y el Cervantes del Coloquio de los perros, hasta libros más contemporáneos al de Woolf, como El llamado de la selva, de Jack London (1903), “Investigaciones de un perro”, de Franz Kafka, o la sátira política Corazón de perro, de Mijaíl Bulgakov (1925). Pero solo en las postrimerías del siglo XIX la literatura se volcó en el mundo de las relaciones domésticas e íntimas, en que los animales podían asumir un papel protagónico, al mismo tiempo que, como describe John Berger en su ensayo “Why Look at Animals?” (1980), se producía, con el arrebatador desarrollo del capitalismo en el siglo XIX, una paulatina desaparición de lo animal, que, según este crítico, incidiría desde entonces en un empobrecimiento de la experiencia humana. Un incipiente animalismo llevó a los escritores finiseculares a denunciar las distintas formas de explotación de los animales: la industrialización transformó la relación con ellos debido a la depredación en gran escala, tanto con miras al consumo alimenticio como a la satisfacción de los más diversos apetitos ornamentales.

Elizabeth Barrett fue una poeta de la época victoriana que vivió en carne propia las grandes transformaciones de la sociedad inglesa en tiempos de la Revolución industrial. Como muchas mujeres de la élite de aquel tiempo, durante su juventud se vio prácticamente recluida en el hogar paterno debido a una enfermedad difusa que la afectaba con fuertes dolores de espalda; a causa de esta dolencia fue tratada durante años con morfina y otras drogas para el dolor. Sufrió también la melancolía del duelo; su madre murió en 1828 y en los años siguientes perdió a dos hermanos muy queridos. Su encuentro con Flush se produce en 1842, en medio de esta crisis, cuando la escritora Mary Russell Mitford se lo ofrece como un regalo, para que la acompañe y le dé alegría. Mitford sacrifica su propio amor por el perro (y la posibilidad de venderlo y mejorar la empobrecida situación de su familia) porque decide que Barrett y Flush “se merecen” uno al otro, y con este ánimo recorre el camino que va desde los campos de Three Mile Cross a la calle Wimpole (una de las más exclusivas de Londres), donde vive su querida amiga bajo la celosa mirada de un padre sobreprotector: “Así que un día, probablemente a comienzos del verano del año 1842, una curiosa pareja debió ser vista bajando por la calle Wimpole: una muy baja, robusta y anciana mujer, de rojo y brillante rostro y blanco y brillante pelo, la que llevaba, con una cadena, a un muy enérgico, inquisitivo y bien criado cachorro de cocker spaniel. Caminaron casi toda la calle hasta que se detuvieron ante el número 50 y, no sin un ligero azoramiento, la señorita Mitford tocó el timbre”. A partir de ese momento, el perro, que viene de gozar la libertad campesina, vivirá junto con Barrett la reclusión y represión corporal: “Controlar, suprimir y renunciar a los más violentos instintos de su naturaleza fue la primera lección de la Escuela de la Habitación”. Ni Flush ni Barrett tienen derecho al autogobierno: ambos viven sometidos a la ley patriarcal; su convivencia solidaria cuestiona los límites políticos y plantea una reflexión sobre el lenguaje que Flush no domina y que para la poeta es esencial, casi una forma de escape, como se verá.

Es sabido que Virginia Woolf, como Barrett, sufrió también de numerosas crisis de salud. Por su complicada historia familiar (ya adulta escribió a sus más íntimos sobre los abusos de su hermanastro mayor después de la muerte de su madre) es posible que empatizara con la vida de la poeta, a quien leyó críticamente. Fue en los poemas y cartas de Barrett que halló la presencia sostenida de este compañero, al que la poeta dedicó dos poemas, “A Flush, mi perro” y “Flush o Fauno”. Woolf cita in extenso este último:

¿Ves a este perro? No fue sino ayer

que yo cavilaba ignorando su presencia

y los pensamientos me arrancaron una lágrima.

Entonces, por la almohada en la que descansaba mi mejilla húmeda,

una cabeza peluda como la de un fauno encontró su camino

y repentinamente tuve contra mi cara —dorados y claros

grandes ojos que sorprendieron a los míos

una oreja caída golpeó mi mejilla, ¡para secarla!

Primero me sorprendí como un árcade

atónito por la visión de un dios cabrío a medialuz, en la arboleda

pero a medida que la peluda presencia

secaba mis lágrimas, reconocí a Flush y me repuse.

Sorpresa y tristeza, agradecimiento al verdadero Pan,

quien, a través de bajas criaturas, nos lleva a las alturas del amor.

A pesar de los condicionamientos que obligan a la biografía a ceñirse a los documentos y datos históricos, la escritora defiende un margen de libertad, de manera que los biografiados no se conviertan en frías e insípidas efigies. Los hechos biográficos no son como los hechos de la ciencia, hay que reconocer en ellos su historicidad.

El relato de Woolf toma cierta distancia respecto de la escritura de Barrett; no deja de ser irónico el modo en que reescribe este encuentro: “Entonces, de pronto, sintió una cabeza peluda contra la suya; unos ojos grandes y brillantes resplandecieron en los suyos, y se preguntó: ¿Era Flush o era Pan? ¿Había dejado de ser una inválida de la calle Wimpole y era ahora una ninfa griega en algún bosque sombrío de la Arcadia? ¿Era el propio Dios barbón el que presionaba sus labios contra los suyos? De pronto se transfiguraba: era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba y el amor ardía. Pero imaginemos que Flush hubiera podido hablar: ¿no habría dicho en ese momento algo sensato sobre la plaga que sufrían las papas en Irlanda?”. Entre Woolf y Barrett hay varias décadas de distancia y se dejan sentir; Woolf pone en evidencia esta especie de bovarismo de la poeta, confrontando las alusiones exóticas y nostálgicas al mundo griego, con la verdadera condición en que se encuentran Barrett y su perro, recluidos y de espaldas al mundo: “La señorita Barrett no era una ninfa, sino una inválida; Flush no era un poeta, sino un cocker spaniel rojo y la calle Wimpole no era la Arcadia, sino la calle Wimpole”.

Dos hechos vienen a movilizar el tiempo detenido en la mansión de los Barrett: primero, la aparición de un pretendiente de Elizabeth, el poeta Robert Browning; luego, el secuestro de Flush por parte de unos bandidos de Whitechapel, una de las zonas más sórdidas de Londres. La aparición del pretendiente se transforma, a los ojos de Flush, en la sospechosa y hasta cierto punto cómica intromisión de “un hombre con capa (…) un encapuchado que había pasado, como un ladrón”, quien hace llegar a las manos de Elizabeth una correspondencia desconocida hasta entonces en la virginal habitación: “Pero esa noche la carta no era la misma de siempre, Flush lo comprendió incluso antes de que ella abriera el sobre. Lo supo por la manera en la que la tomó, por las vueltas que le dio, por cómo miró la caligrafía vigorosa y desigual con la que estaba escrito su nombre. Lo supo por el temblor indescriptible en sus dedos, por la impetuosidad con que rasgaban la solapa, por la absorción con la que leía. La miró leer”. En cuanto al secuestro, es uno de los pasajes más interesantes del libro; literariamente, la narradora de la historia (quien a menudo interviene con comentarios irónicos sobre las clases sociales inglesas, o la condición de la mujer, entre otros temas) procura dar cuenta tanto de la perspectiva de Barrett como la del perro, cautivo de sus secuestradores y también de la decisión del padre de Barrett de no pagar el rescate por Flush. Este hecho está documentado en su correspondencia —aunque, en realidad, a Flush no lo secuestraron una, sino tres veces. Incluso Browning no estaba a favor del rescate, por lo que Barrett decide incursionar ella misma por los sucios callejones de Whitechapel, una travesía que la hará tomar conciencia de su lugar en la sociedad inglesa y de su estrecho mundo de reclusa: “Así que eso era lo que había más allá de la calle Wimpole. Esas caras, esas casas. Había visto más sentada en el taxi frente a esa taberna que en los cinco años que había estado en la habitación de atrás, en Wimpole (…). Ahí vivían mujeres como ella, solo que, mientras ella había estado tumbada en su sofá, leyendo y escribiendo, ellas vivían de esa manera”.

Esta serie de acontecimientos desata la liberación de Elizabeth, quien escapa con Browning a Italia. Se casan, tienen un hijo. Y Flush recobra su libertad en las mediterráneas Pisa y Florencia. Para la crítica Anna Snaith, el contraste entre Inglaterra e Italia iría más allá de una lectura dicotómica —la oposición de una ciudad fría, movida por los intereses patriarcales, frente a ciudades mediterráneas, soleadas y maternales como Pisa y Florencia—, sino que develaría también una crítica de Woolf a su propio tiempo, al evocar una idealizada vida italiana de mediados del XIX, como una forma de resaltar, nostálgicamente, la diferencia con un presente oscuro y amenazador. El rechazo del racismo se evidencia también en la insistencia con que critica a instituciones como el Kennel Club, que por entonces regulaba los rígidos hábitos en torno a las razas caninas londinenses.

La sola elección de Flush como protagonista ya rompía con la tradición biográfica, en un movimiento ya iniciado por su amigo Strachey en su parodia a las biografías victorianas.  Iría, sin embargo, más allá que él, al hacerse cargo de un sujeto inédito en el horizonte biográfico, lo que Anna Snaith ha llamado “la extrema versión de la vida que no deja trazas”.

Una artista de la biografía

Muchas son las posibles razones que pudo tener Woolf para optar por la perspectiva de Flush en este relato. Ya se ha dicho que detestaba la idea de que se la tomara por una autora de novelas sentimentales: quizá por eso evitó cuidadosamente el uso de la primera persona (el relato del propio Flush) y prefirió utilizar la voz de una narradora irónica, algo distante, que se focaliza en la percepción animal pero que por momentos acompaña también a Elizabeth, sobre todo durante el capítulo del secuestro. Por otra parte, la elección de la perspectiva canina pudo parecerle a Woolf una manera original de acercarse al por entonces bien conocido romance de los Browning-Barrett, ya que para Woolf un problema en la valoración de los textos literarios podía llegar a ser el crecimiento desmedido y romántico de sus autores. En el ensayo “Aurora Leigh”, sobre el homónimo poema épico de Barrett, Woolf ironiza sobre las conspicuas figuras que en vez de ser recordadas por su trabajo, lo serán por el moderno hábito de escribir memorias, publicar cartas y posar para las fotos. ¿Por qué no tomar distancia de la historia amorosa a través del humor y la crítica política? ¿Por qué no incursionar en uno de los géneros más androcéntricos (y evidentemente antropocéntricos) del canon occidental, con los ojos de un perro, para contar no solo la vida de una poeta, sino también la de un animal? ¿Por qué no poner punto final a la historia cuando muere el perro, y no el amo?

Virginia Woolf no es cualquier biógrafa. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX se podría hablar de un triunvirato de autores que revolucionó la escritura biográfica: el primero fue Marcel Schwob, autor de Vidas imaginarias (1896), compendio de relatos que su autor acompañó de un prólogo señero, “El arte de la biografía”, donde defiende un tipo de narrativa biográfica centrada en el individuo y los detalles que hacen vívida su experiencia para el lector, con lo que reivindica los aspectos literarios e imaginativos de la biografía, antes que su faz histórica. El segundo de estos autores fue Lytton Strachey, cuyo libro Victorianos eminentes (1918) constituyó un verdadero giro de tuerca para la tradición biográfica anglosajona, tendiente a la erudición farragosa. Allí da vida a cuatro personajes de la época victoriana, el cardenal Manning, Florence Nightingale, Thomas Arnold y el general Gordon. Ninguno de ellos era un personaje de primera línea y los aborda con una brevedad e ironía teñida de crítica social, trastrocando las habituales jerarquías históricas. Y el tercer pilar de lo que se podría llamar la revolución biográfica lo ofrece Virginia Woolf, autora no solo de Flush, sino también de Orlando, una biografía (1928) —considerada habitualmente una novela, aunque inspirada en gran medida por quien fuera amante de la autora, la escritora Vita Sackville-West— y de Roger Fry: una biografía (1940), donde aborda la vida de su amigo, artista y crítico. A estos textos me parece que es importante sumar un ensayo vertebrador, titulado, como el de Schwob, “El arte de la biografía”, publicado póstumamente en 1942, en el que Woolf parte de preguntas similares a las que realizara Schwob: ¿es la biografía un arte? Le parece que se trata de un arte joven, reciente en la historia: “El interés por el propio yo, y por el yo de otros, es un desarrollo tardío de la mente humana”, escribe, y en los inicios de todo localiza el trabajo de autores como Samuel Johnson y James Boswell, precursores de la biografía propiamente literaria. A pesar de los condicionamientos que obligan a la biografía a ceñirse a los documentos y datos históricos, la escritora defiende un margen de libertad, de manera que los biografiados no se conviertan en frías e insípidas efigies. Los hechos biográficos no son como los hechos de la ciencia, hay que reconocer en ellos su historicidad. El biógrafo, argumenta Woolf, “debe adelantarse al resto de nosotros, como el canario del minero, para probar la atmósfera y detectar la falsedad, la irrealidad y la presencia de convenciones obsoletas” y debe entender que no hay una sola e inconmovible verdad biográfica. La respuesta, entonces, a la pregunta por el estatuto de la biografía es la que ofrece el arte, la literatura, la capacidad de especular sobre la subjetividad, que Woolf pone en acto en sus narraciones biográficas.

La sola elección de Flush como protagonista ya rompía con la tradición biográfica, en un movimiento ya iniciado por su amigo Strachey en su parodia a las biografías victorianas.  Iría, sin embargo, más allá que él, al hacerse cargo de un sujeto inédito en el horizonte biográfico, lo que Anna Snaith ha llamado “la extrema versión de la vida que no deja trazas”. Una elección marginal de la que Woolf estaba muy consciente, como lo evidencia en una nota al pie de página que resulta particularmente esclarecedora. En ella, la narradora de Flush se refiere a la vida de Lily Wilson, doncella de Barrett: “La vida de Lily Wilson es extremadamente oscura y llora a gritos por los servicios de un biógrafo. Ningún humano en las cartas de los Browning, salvo por los principales, excita y desconcierta más nuestra curiosidad. Su nombre de pila era Lily, su apellido Wilson. Esto es todo lo que sabemos de su nacimiento y crianza. No se sabe si era la hija de un granjero de Hope End, y con la decencia y limpieza de su delantal dio una primera impresión tan favorable a la cocinera de la casa Barrett, excusándose antes de entrar en la habitación, que la designó doncella de la señorita Elizabeth, o si era una cockney, o si era de Escocia… es imposible saber”. La crítica al sojuzgamiento de género y clase se hace aun más evidente cuando Woolf especula sobre qué habría sido de Lily si no se hubiese ido con su patrona a Italia: “Y, entonces, ¿cuál podría haber sido su destino? Ya que la ficción inglesa de los cuarenta escasamente trata con las vidas de las sirvientas, y la biografía no ha bajado tanto sus focos, la pregunta seguirá siendo una pregunta”. Woolf se encarga de reconstruir lo que puede de esta vida, a partir de las escasas menciones que ofrecen los epistolarios de la familia Browning-Barrett. El tono, humorístico, deja entrever la crítica al mundo letrado y a las diferencias de clase. Es evidente su solidaridad con la casi anónima doncella, que con bravura acompañó a la poeta en su incursión por Whitechapel y aun más lejos: al dorado Mediterráneo.

Woolf optó por contar desde una perspectiva aparentemente lateral la vida de una escritora, otro sujeto poco frecuentado por las biografías de entonces, predominantemente masculinas. En todo caso, para la crítica ha sido evidente, desde hace años, el gesto feminista de Woolf.

La narradora de Woolf no es neutral, ya que casi nunca los biógrafos que hacen literatura a partir de la vida de sus biografiados, lo son. Hay algo de autobiografía en toda biografía, una suerte de empatía o de proyección, o bien, en algunos casos, un rechazo visceral que habla sobre el biógrafo. Además de abandonar la neutralidad, desestabiliza los mismos límites del género, al criticarlo desde dentro, haciendo del libro una suerte de “metabiografía”. Escribe David Herman que hay evidencia documental de que Woolf buscó intencionadamente parodiar algunos aspectos de la escritura de su amigo Lytton Strachey, como su tendencia a introducirse en los pensamientos de los biografiados, tensando así los límites entre lo referencial y lo ficcional. Su objetivo, plantea Herman, es desestabilizar “categorías genéricas, en particular la distinción entre escritura de vida y ficción”. Con excursos como el de Lily Wilson, Virginia Woolf buscó demoler la rigidez de un género que ya era una conspicua institución literaria en Inglaterra, arriesgando de este modo que se la considerara una autora “seria”. Escribe Anna Snaith que “la relativa ausencia de crítica sobre Flush demuestra la tenacidad de la reputación [de Woolf] como seria o intelectual, y de la reputación de Flush en tanto frivolidad: ambas no combinaban. En Flush, sin embargo, Woolf estaba […] jugando deliberadamente con la forma, observando los límites porosos entre los intereses de la alta cultura y la escritura popular”. Una ruptura que habría de ser cobrada con el silencio de los críticos de su tiempo.

Distintas versiones de un mismo rostro

En este relato, Woolf elige contar también la vida de Elizabeth Barrett. Como ella, amó a los perros y ellos la ayudaron a tender puentes de amistad con otras personas. Así ocurre en el caso de la relación con su hermana Vanessa, dueña de Shag. Gurth y Pinka la ayudaron además a aliviar sus crisis nerviosas; esta última fue un regalo de Vita-Sackville West y aparentemente fue el modelo para la creación de Flush (de hecho, es retratada en la primera portada del libro). Por lo demás, Woolf optó por contar desde una perspectiva aparentemente lateral la vida de una escritora, otro sujeto poco frecuentado por las biografías de entonces, predominantemente masculinas. En todo caso, para la crítica ha sido evidente, desde hace años, el gesto feminista de Woolf que, en esta “biografía” como en muchos de sus numerosos ensayos y novelas, denunciaba la discriminación de la que era objeto la mujer en Inglaterra. El empleo de la perspectiva animal ha sido visto, también, desde esta tienda ideológica, lo que no parece extraño si pensamos que la causa feminista actualmente dialoga en una gran diversidad de puntos con la cruzada animalista. Pero Flush no debe ser reducido a una alegoría del sometimiento femenino. Como todo gran texto, puede ser leído desde la intersección de diversas variables sociales, como la clase, el género y el extraordinario caso de anticipación literaria en que el perro y su amada Elizabeth —por momentos tan parecidos, por momentos tan ajenos— ofrecen una interesante y afectuosa historia de interacción entre las especies.

Siempre vanguardista, Virginia Woolf intervino en el género biográfico provocando quiebres que quizá solo podemos dimensionar hoy. No tuvo reparos en transgredir los límites de ficción y realidad, imaginando para Flush y su dueña una intimidad y también subjetividades que transgredieron las convenciones sociales, para hallar, sobre todo en la última parte del libro, espacios de libertad. Ya lo dice ella misma en sus ensayos: el biógrafo “debe estar preparado para admitir versiones contradictorias de un mismo rostro”, hurgar con imaginación, sugerir, polemizar. No encasillar a sus personajes. Hacer que irradien vida, con todas las incongruencias y deslices que sean necesarios. Escribió, también, que con el tiempo aumentarían sus perspectivas, en tanto los biógrafos colgaran espejos “en rincones extraños”. No es otra cosa la que ella misma impulsa con esta historia, traducida por primera vez en Chile por la escritora Constanza Gutiérrez, quien ha buscado acercar su lenguaje a nosotros y darle fluidez a un relato que por sí mismo se presenta actual, irónico, incisivo. Una historia que nos hará descubrir que la vida de perro no tiene por qué ser abyecta, desesperanzada o terrible, y que por el contrario, puede ser vivida con lo que los humanos solemos llamar “dignidad”.

 

Flush, una biografía, Virginia Woolf, Montacerdos, 2018, 137 páginas, $9.000.

 

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