El ensamblaje de los rieles

La influencia del padre en las exageraciones de Alfredo Bryce Echenique es el eje del tercer volumen de memorias del escritor peruano, Permiso para retirarme. Don Paco era impenetrable, lejano a aspavientos y los acomodos, pero tuvo una vida no exenta de aventuras y era un buen contador de historias en la sobremesa familiar. Muchas de esas anécdotas, de hecho, han sido transfiguradas por Alfredo Bryce Echenique en novelas como Un mundo para Julius y La esposa del rey de las curvas.

por Daniel Campusano I 8 Marzo 2022

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Abril, 2019: Alfredo Bryce Echenique relata una anécdota tristísima relacionada a la frustración de no haber satisfecho las expectativas de su padre. El público aplaude y, como siempre, Bryce no sonríe, se encoge de hombros, simula no hacerse cargo del chiste amargo y arruga las cejas aparentando curiosidad o un disgusto resignado. Dirige la reacción del auditorio y, al mismo tiempo, intenta desconocer la inconfundible gracia de sus desgracias.

La escena ocurre en la presentación de la tercera parte de sus memorias Permiso para retirarme. En la misma línea de Permiso para vivir (1993) y Permiso para sentir (2005) —proyecto acuñado como “Antimemorias”, en honor a su admirado André Malraux—, se disgregan encandilamientos, infidelidades, neurosis, hemorroides, internaciones psiquiátricas, desamores, separaciones, azares y, sobre todo, fracasos. Y aunque sus personajes y escenarios se asocian fácilmente a los de sus relatos, poco termina importando borronear los límites de la ficción porque lo atendible, como siempre, es la inagotable refulgencia de sus pesimismos, desacralizaciones y autoparodias. Un torrente de imágenes que suele disgregarse, desmentirse a sí mismo, estrujarse y soltarse con una energía torrencialmente calculada. ¿Bryce intenta hacernos reír con las desventuras de sus personajes o somos los lectores los que no tomamos en serio sus devastaciones y nos reímos de algo terrible?

En Permiso para retirarme, Bryce promete dar el portazo definitivo a su cuaderno de navegación biográfico, pero, por supuesto, sería inútil preguntarse si por primera vez en sus 80 años está hablando en serio. Si las dos primeras entregas retratan sus años en Perú, en Europa y Cuba, mediante un salpicado de amigos, parejas, artistas, políticos, intrigas pasajeras y regresos fallidos, en esta tercera parte se detiene en su entrañable amistad con Julio Ramón Ribeyro, las desaseadas visitas del poeta Rodolfo Hinostroza a su departamento de la rue Amyot, los rebuscados desencuentros con el presidente Alan García, sus complicidades con el humorista Tulio Loza y los lobbies de García Márquez para conseguirle inmerecidos cargos universitarios.

Pero sobre todo hunde una tecla significativa cuando se detiene en Francisco Bryce Arróspide, su padre, “un hombre de una bondad tan paradigmática como lo era su silencio”. A lo largo de sus 70 años, fue maestro ferroviario, marino mercante, reparador de electrodomésticos y gerente general del Banco Internacional. Creció en una granja en Jauja, a 270 kilómetros de Lima, cerca de un hospital para tuberculosos. A los 18 cometió un error en el ensamblaje de rieles y el tren no fue a dar a Oroya sino a Cerro Pasco, bastantes kilómetros más lejos de lo anunciado. La negligencia fue difundida y don Paco fue tan hostigado que abandonó la sierra, llegó a Lima y se embarcó como marino. Después de dos décadas se bajó en el mismo puerto y se casó con Elena Echenique Basombrío, una sobrina 30 años menor y bisnieta del presidente José Rufino Echenique: una muchacha distraída y bellísima que, en ese entonces, se empinaba por los 18 años.

En reuniones familiares, don Paco era alentado a destapar su anecdotario de marino, pero nadie daba crédito a las experiencias que él tampoco defendía. Contaba, por ejemplo, que una mañana toreaba en España cuando el animal se le vino encima y tuvo que lanzarlo al graderío, donde cayó sobre una vieja que murió grotescamente. O la vez que compartió con una tribu africana donde las mujeres tenían los senos tan caídos, que los hombres afilaban en ellos sus cuchillos. De sus funciones en el Banco Internacional, en tanto, lo que más disfrutaba era supervisar las construcciones de sucursales regionales para justificar el paseo por los Andes centrales, su lugar natal. Alfredo pedía acompañarlo y, en esos silenciosos viajes por la sierra, don Paco rompía el marasmo y se sensibilizaba medidamente al toparse con lugares como Tarma, Huaychulo o Huncayo. Alfredo retiene estas postales como la única instancia donde su padre alcanzaba a fragilizarse y mostrarse un poco menos circunspecto.

Si las dos primeras entregas retratan sus años en Perú, en Europa y Cuba, mediante un salpicado de amigos, parejas, artistas, políticos, intrigas pasajeras y regresos fallidos, en esta tercera parte se detiene en su entrañable amistad con Julio Ramón Ribeyro, las desaseadas visitas del poeta Rodolfo Hinostroza a su departamento de la rue Amyot, los rebuscados desencuentros con el presidente Alan García, sus complicidades con el humorista Tulio Loza y los lobbies de García Márquez para conseguirle inmerecidos cargos universitarios.

En 1957, don Paco permitió que Alfredo estudiara literatura, siempre y cuando lo complementara con estudios de derecho. Necesitaba un heredero en el banco, porque de sus tres hijos hombres, uno era sordomudo, el otro un patán imperdonable y solo le quedaba el menor: Alfredo, el más excéntrico e impredecible de todos. Como estudiante de la Universidad de San Marcos (donde se cruzaba con su ayudante de cátedra Mario Vargas Llosa), Alfredo caminaba diariamente hasta la oficina de don Paco a la hora de almuerzo. Los compañeros de leyes solían pedirle una reunión con su padre para conseguir un puesto en el banco, pero don Francisco repudiaba enérgicamente los nepotismos. Al respecto, podemos encontrar señuelos en La vida exagerada de Martín Romaña (1981), cuando al protagonista —un joven peruano en el París de los 60— es recriminado por ser hijo de un “ladrón de plusvalía” o un “sucursalero de mierda”.

En la crónica Bryce antes de Julius (Estruendomudo, 2017), el ensayista peruano Mariano Oliveira La Rosa entrevista al autor y a más de 30 personas vinculadas a su infancia y juventud. Acá el mismo Alfredo recuerda cómo su padre solía exigirle que compartiera historias de las familias marginales que empezaba a conocer en sus prácticas de abogado. Según él, como tampoco era tanto lo que hacía, no le quedaba más que fabular en la dirección que a su padre pudiese interesarle y, de paso, hablarle bajito para irritar su sordera. “De toda mi familia solo yo disfrutaba de mi padre”, escribe en Permiso para retirarme: su madre había apagado tempranamente el entusiasmo por su marido navegante (“había perdido la aureola de aventurero”) y ni hablar de la violencia entre él y su hijo Eduardo, quien puede emparentarse a la irresponsabilidad y petulancia de los hermanos mayores de Un mundo para Julius.

Es curioso pensar que Bryce, tal vez, recibió de su padre el motor de su narrativa, pero de manera inversa: este hombre desconcertante, parecía fabular con sus mundos abisales, pero hacía exactamente lo contrario: don Paco era impenetrable, lejano a aspavientos y al acomodo de eventualidades. Años después de su muerte, incluso, Alfredo leyó en la prensa que el célebre tenor Alejandro Granda volvió al Perú después de décadas y le dio el mérito a don Francisco de haberlo descubierto cantando en un buque y presentarlo a tenores de primera línea. Una historia, por supuesto, que nadie tomaba en serio cuando la revivía en esos almuerzos familiares.

Alfredo, en cambio, ya a temprana edad era identificado como una metralleta de mentiras y, una de las más recordadas por sus compañeros de colegio, es precisamente una relacionada al padre. A los siete u ocho años, Alfredo inventó que era hijo del famoso piloto de carreras Arnaldo Alvarado —la historia aparece en su relato La esposa del rey de las curvas (2010)—, pero cuando Alvarado perdió el título ante el piloto Henry Bradley, Alfredo dijo —sin arrugarse— que su verdadero padre era Bradley y que la prensa también se había equivocado porque el apellido del campeón no era Bradley sino Bryce.

Una madrugada de 1964 Alfredo se embarcó de Lima a París para convertirse en escritor. Antes de salir de su casa, don Paco sorpresivamente se levantó en bata, besó su frente, suspiró y se fue a su cuarto, donde ya dependía de un tanque de oxígeno. Padre e hijo nunca más volvieron a verse: don Paco murió en 1966 y no alcanzó a enterarse de que en 1968 su hijo publicaría Huerto cerrado (título sugerido por Julio Ramón Ribeyro), ni menos que Martín Romaña, su personaje más célebre, pensaría que en Lima toda su familia debía estar feliz con su ausencia en la cena navideña, excepto su padre.

 

Permiso para retirarme. Antimemorias III, Alfredo Bryce Echenique, Anagrama, 2021, 231 páginas, $19.000.

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