La última novela de Mike Wilson, Dios duerme en la piedra, comparte muchos aspectos con Leñador. Ambas son protagonizadas por personajes innominados, silenciosos y esquivos, que llegan a zonas en que la muerte ronda en todo momento, pero la gente se la toma con absoluta naturalidad o indiferencia. Estos dos hombres apenas dejan ver atisbos de su pasado, de los hechos que los llevaron al lugar en que se encuentran, y sus experiencias los hacen reflexionar sobre la certeza. Ambos libros también transmiten una visión del tiempo contenido en la materia. Por su ambición, originalidad y talento narrativo, Wilson es sin duda uno de los mejores narradores actuales en nuestra lengua.
por Sebastián Duarte Rojas I 25 Julio 2024
Desde que se radicó en Chile hace casi dos décadas, el escritor argentino-estadounidense Mike Wilson (San Luis, 1974) ha construido una obra tan versátil como coherente, que nunca abandona su carácter experimental, pero siempre sale airosa, incluso de sus premisas más osadas.
Wilson ha explorado, entre otros, géneros como la literatura ciberpunk (El púgil), posapocalíptica (Zombie) e infantil (El niño Gárgola); ha narrado con lenguajes desaforados y contenidos, desde formas como el párrafo único (Ciencias ocultas) y el listado vertical que roza el verso (Ártico); y aunque dos de sus libros tempranos aparecieron en una editorial internacional, ha optado por publicar sobre todo en casas independientes de Argentina y Chile, e incluso se ha autoeditado (Némesis).
Su última novela, Dios duerme en la piedra, apareció casi al mismo tiempo que la reedición de su libro más reconocido, Leñador, el que, convertido en una obra de culto, volvió a circular a 10 años de su primera edición, tal como ya había ocurrido con su segunda novela, El púgil (2008; Lecturas Ediciones, 2018).
Leídas en conjunto, El púgil y Leñador parecen recorrer la vida de un mismo hombre. En la primera, tras el trauma de su paso por las Malvinas y su carrera como boxeador, Roque Art se entrega por completo al mundo del lenguaje, de los signos y las citas, e interpreta toda la realidad desde el filtro de la música, la literatura, el cine y los cómics de ciencia ficción, por lo que vive una extraña aventura en que dialoga con su refrigerador y presencia la destrucción de Buenos Aires.
Pero como dice al comienzo de Leñador, ahora como un narrador sin nombre: “Combatí en una guerra, hace décadas en un archipiélago, y combatí en el cuadrilátero, hace años en las noches de la ciudad. Fracasé en las islas y en el ring. Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la claustrofobia, necesitaba respirar. Veía cosas que me hacían mal, escuchaba voces, me estaba perdiendo, extraviando en mi cabeza”. Así es como decide viajar al Yukón y busca en la tala, en la conexión con la naturaleza, en el silencio y el frío del extremo norte del continente reemplazar “los espejismos del lenguaje” por la certeza, como anuncia el epígrafe de Ludwig Wittgenstein, filósofo al que Wilson dedicó una lúcida monografía.
Leñador se compone de dos tipos de secuencias intercaladas: pequeños fragmentos de narración, usualmente de unos tres párrafos, por medio de los cuales el protagonista relata sus experiencias en el bosque, y extensas entradas enciclopédicas (“Hacha”, “Barba”, “Muerte”, “Inuit”, “Cartografía”…), las que suelen partir desde una descripción técnica del concepto hasta llegar a las anécdotas de los leñadores y las observaciones personales del narrador; eso hasta la segunda mitad del libro, cuando emprende un viaje hacia un volcán y ese orden se invierte, de modo que la experiencia toma cada vez más protagonismo.
La presencia de lo enciclopédico se justifica al interior de la historia cuando el narrador lee un almanaque agrícola, casi el único libro que hay en ese lugar. “Los hombres del campamento no son de preguntarse cosas. Ellos viven, no piensan en vivir”, y su verdadera forma de lectura es “la dendrocronología; después de derribar un árbol, se inclinan sobre los tocones y leen los aros concéntricos. Es la literatura del leñador. Leen los siglos, leen el pasado, el clima, el fuego, la sequía, los diluvios, el hielo, la ceniza y la peste. Lo leen todo hasta llegar al último aro, ahí se ven inscritos, hacha en mano, ahí leen la muerte”.
Esa visión de la totalidad del tiempo contenida en la materia es un elemento que reaparece en Dios duerme en la piedra. Explorando un nuevo género, el wéstern, esta novela sigue la vida de un forastero taciturno y solitario, que se mueve en un mundo marcado por la indiferencia, la enfermedad y la muerte, y que solo en contadas ocasiones se acerca a otras personas con la pistola enfundada. El hombre está perdiendo una mano a causa de la lepra y lleva consigo una libreta en que anota siempre que mata a alguien, lo que ocurre muchas veces a lo largo del relato.
Este es un viejo oeste tan violento como el de Cormac McCarthy, pero narrado sin el barroquismo del estadounidense; con un estilo seco y telegráfico, de frases rápidas pero entrecortadas por la puntuación, Wilson nos hace sentir el galope del forastero por la llanura desierta, un trote que empieza desde la primera página, cuando mata a su caballo, suponemos que herido o enfermo, y de inmediato le dispara al primer hombre que encuentra para quitarle el suyo: “Desenreda las riendas del cadáver, enfunda el rifle, ciñe la manta y el lazo, monta. Cabalga al norte, hacia los extremos del desierto donde la arena y la nieve se encuentran. El sol se hunde vertical, el cielo se apaga rápido, las estrellas arden”.
Desde ese capítulo inicial, el forastero se cruza con sacerdotisas y miembros de una secta sanguinaria, que ha convertido o masacrado pueblos a lo largo del territorio que él atraviesa, o con sus huellas, como cuando encuentra “un pedazo de tela escarlata, huesos de cuervo en las brasas frías, dientes humanos extraídos de raíz y quemados. Son los rastros de la secta roja. (…) Han hecho algo en este lugar, han dejado algo atrás, algo que exigió sangre, bilis, artes oscuras y una ofrenda perversa, algo más negro que los dioses terrestres”.
Esa figura a la que hacen ofrendas, entendemos después, es el “único dios que tiene validez en esos lugares; el dios del desierto, el dios cabrío del Levítico” ―en este libro, como en Némesis, Wilson se inspira en el Antiguo Testamento―, una cabra blanca, bípeda y parlante, igual de blanca que el que parece ser su principal emisario, un vaquero feroz, inmutable y de resistencia sobrehumana.
Leñador y Dios duerme en la piedra comparten muchos aspectos. Son novelas protagonizadas por personajes innominados, silenciosos y esquivos, que llegan a zonas en que la muerte ronda en todo momento, pero la gente se la toma con absoluta naturalidad (en el primer libro) o con indiferencia (en el segundo). Estos dos hombres apenas dejan ver atisbos de su pasado, de los hechos que los llevaron al lugar en que se encuentran, y sus experiencias los hacen reflexionar sobre la certeza: el protagonista de Dios duerme en la piedra, nos enteramos por esos escasos recuerdos, tuvo una familia, tuvo hijos, pero los perdió, y probablemente por eso solo se acerca en son de paz a grupos en que hay niños; y cuando él mismo era chico vivía entre creyentes (“se acuerda de un dios, del Dios de sus padres, de ser niño y sentarse entre los devotos en una pequeña capilla rural, se acuerda de momentos de éxtasis entre los adultos que saltaban y pisoteaban las tablas”), a los que evoca mientras se sorprende de la convicción de los sectarios.
Pero como ya indicaba antes, uno de los elementos más importantes que conecta ambos libros tiene que ver con su visión del tiempo contenido en la materia. Leñador no solo alude a esto en relación con la madera, sino que incluso parece anunciar el tema de esta nueva novela cuando el protagonista, camino al volcán, se detiene a observar detenidamente una roca y luego nos cuenta: “Guardé la piedra en mi bolsillo y seguí por el sendero, pensando en la antigüedad del mundo”.
Dios duerme en la piedra sugiere este tema desde su título, pero además aprovecha la ambientación del oeste norteamericano como una zona que resultó crucial para los descubrimientos paleontológicos del siglo XIX, un hecho que Wilson utiliza para explorar la aterradora coexistencia de tiempos arcaicos y apocalípticos, como en esta descripción tan lovecraftiana: “Hay algo maligno en la geología del estrecho. Fósiles parciales de criaturas que no se corresponden con el mundo; quimeras emplumadas con dientes; escamas y garras, bestias ciclópeas, crustáceos de un océano evaporado, cosas que se arrastran en el suelo del mar primigenio desplazadas por criaturas que pisaban tierras secas y hacían temblar el suelo; otros seres con alas draconianas que alguna vez se elevaron en el aire”.
Muchos lectores han notado las similitudes entre Leñador y un libro que es su claro ancestro, Moby Dick, aquella novela tan desenfrenada y monumental como la criatura que le da título. Hay paralelismos evidentes: la narración que cede espacio a largos capítulos enciclopédicos (Leñador incluso tiene una entrada que se titula “Balleneros”), el solitario protagonista que siente la necesidad de abandonar su vida anterior y aprende un nuevo oficio entre un grupo de hombres con los que nunca termina de integrarse del todo, e incluso la construcción dual de sus títulos completos (Moby Dick o la ballena, Leñador o ruinas continentales). Y si comparamos la novela de Melville con Dios duerme en la piedra, aparecen nuevos puntos de contacto, como los abundantes ecos bíblicos, la animalidad no del todo natural, la perversa blancura del enemigo incontenible y la persecución fatal en medio de un paisaje agreste, pero este último punto se relaciona con algo mayor.
Nos encontramos ante espacios cuya naturaleza indómita los hace profundamente arquetípicos, ya que con el mar y el desierto ocurre lo mismo que se dice en Leñador sobre el bosque, que “ha adoptado potencia como símbolo y metáfora en leyendas, parábolas, fábulas, mitos y cuentos de hadas. (…) [El] bosque como un lugar y espacio de misterio, de lo oculto; el bosque como una suerte de laberinto que oculta peligros, terrores, conocimiento, tesoros y redención”. Estos son ambientes riesgosos para los personajes que se internan en ellos, lugares en los que perderse; en esencia, son espacios de la más profunda soledad, lo que queda claro al momento de cerrar estos tres libros.
Sin embargo, pese a ser lugares en los que perderse, también son espacios en los que encontrarse, y esto, a través de la unión con el todo, que es lo que subrayan las resonancias holísticas de estas dos novelas de Mike Wilson: “Se queda así un rato, descansando la mano en la piedra. Se siente conectado con algo, es consciente de su presencia reducida en el esquema mayor de las cosas, la roca pintada, el precipicio, el valle y la estepa, un continente y un planeta, el vacío eterno y los astros remotos con un fulgor fantasma. En semejante escala el tiempo desaparece, no tiene incidencia, y en esa pausa entre los segundos mientras sigue ahí con la palma contra la piedra, él también es eterno”.
Fotografía: Carla McKay.
Leñador, Mike Wilson, La Pollera, 2023, 483 páginas, $22.000.
Dios duerme en la piedra, Mike Wilson, Fiordo, 2023, 120 páginas, $16.000.
por Marcela Fuentealba