Una intensa especulación sobre el cruce, el revoltijo, la contaminación, la colisión y la frontera ofrece Daniela Catrileo en Sutura de las aguas, un relato donde lo biográfico se combina con lo documental para reflexionar en torno al concepto de champurria. A pesar de su breve extensión, su lectura es intensa y desafiante, pues invita a imaginar otra vida posible, una vida donde la mixtura no sea un desagravio, sino una resistencia.
por Luis Felipe Alarcón I 6 Agosto 2025
Tal vez sea cierto que toda lectura es un viaje, que todo libro encierra una posibilidad de salir por un momento de sí y encontrar a otras, a otros, reales o imaginarios. Las palabras poco a poco parecen ir formando una masa que nos desborda, nos arrastra y nos lleva a otras playas, todavía desconocidas. No solo los libros hacen eso, pero al menos también ellos.
Sutura de las aguas, de Daniela Catrileo, es un buen ejemplo. El subtítulo apunta ya a esa idea: “Un viaje especulativo sobre la impureza”. Un viaje por las palabras, las tradiciones, los intercambios, los enfrentamientos, los viejos diccionarios, los recetarios antiguos, la historia de la herida colonial, los pewma, la memoria familiar, el nütram, reivindicaciones del pueblo mapuche y las discusiones actuales en torno a la identidad.
Una intensa especulación sobre la impureza, la mixtura, el cruce, el revoltijo, la contaminación, la mezcla, la colisión, el intermedio, la frontera (todas estas palabras las tomo del libro mismo). Eso nos ofrece Catrileo en Sutura de las aguas. No es poco.
El viaje está guiado por la investigación en torno al concepto de champurria. Eso lo estructura, allí quiere llegar, pero también allí tiene su punto de partida. Su comienzo es tal vez una escena: una niña, todavía una niña, es llamada champurria por su padre. El apelativo es cariñoso, da cuenta del ámbito familiar, íntimo, afectuoso. Con el tiempo, esa niña, que ya no es una niña, descubre otro sentido, uno hostil, acusatorio: ser champurria es no ser pura, no tan mapuche como debería. La niña es y seguirá siendo warriache. Toda una historia del pueblo mapuche se juega allí.
Su padre “nació en su ruka”, cuenta Catrileo, “creció en su lof, alimentándose de lo que el bosque le brindaba y de lo que su padre y madre cosechaban. Creció junto a sus hermanas, se escondió de los helicópteros intrusos entre la hierba”. Pero como muchos, “tuvo que migrar a Santiago y olvidar a la fuerza. Tuvo que entender otra forma de percibir el mundo para sobrevivir al racismo”. Eso abre una distancia entre sus biografías, una diferencia irreductible en sus experiencias. Ella nació de madre chilena en un hospital público, creció “entre blocks de un barrio empobrecido” de la Región Metropolitana. También conoció temprano la muerte y fue discriminada, pero tal vez no de la misma forma. Eso basta para generar una partición de las aguas. Es siempre el mismo río, pero dividido en dos caudales diferentes.
Champurria le llama entonces el padre, dando cuenta de esa distancia. “Dudo que mi padre la ocupara como un agravio contra sus hijxs, al contrario. Creo que al pronunciarla trazaba una diferencia empírica entre él y nosotrxs, entre su mapuchidad y la nuestra. Sin pretensiones, me enseñó una multiplicidad dentro de lo mapuche. Aunque él y yo somos parte del mismo pueblo, también tenemos experiencias disímiles”, escribe Catrileo. Y esa es una clave del libro. La búsqueda de Sutura de las aguas no es la de una identidad por fin verdadera, auténtica. Su viaje no está impulsado por la nostalgia de una mapuchidad perdida. No hay nada, tampoco, de “jerarquías puristas o competencias de subalternidad”. Este gesto se expresa en la edición misma del libro, que incluye un pequeño glosario mapudungun-castellano. Ni renunciar a usar la lengua ni confinarla a la lectura de los que ya la conocen.
Es tal vez por eso, porque en este caso ir atrás no es ir hacia una raíz única, un momento mítico y glorioso de la identidad, que la investigación en torno a lo champurria toma caminos inesperados. Un primer hallazgo: un auto de fe de 1649 que da cuenta del proceso inquisitorial contra Baltazar Díaz Santillán, portugués avecindado en México. Se le acusa no solo de haberse “judaizado” a los 18 años, sino también, y quizás sobre todo, de realizar “prácticas abiertamente judías, como el ayuno”.
¿Qué puede tener que ver un judío portugués del siglo XVII con la niña que en los 80 es tratada cariñosamente de “champurria” por su padre?
Pues bien, Baltazar, dice Catrileo, “es nuestro primer resto entre las ruinas, porque el apodo que eligió para camuflarse ante el hostigamiento y la persecución de la Iglesia fue justamente champurrado”. El fragmento del auto de fe es reproducido en el libro, como también algunos Títulos de Merced. Todo se mezcla, todo río va al mar.
Ante este descubrimiento curioso, desconcertante, no faltan las preguntas. Daniela Catrileo plantea algunas: “Me pregunto qué lo habrá impulsado a utilizar aquel seudónimo como disfraz insurgente. ¿Conocía el término por su contacto español? ¿Lo habrá aprendido entre los viajes? ¿Se habrá pensado a sí mismo como alguien mezclado?”. Es cierto, recuerda la autora, que para el mundo ibérico la impureza es algo que se hereda. Baltazar Díaz Santillán, escogiendo ese apodo, se inscribe en la historia de su reivindicación. Sucede entonces que el término champurria, champurrado o champurreado existía en el mundo ibérico y sus colonias mucho antes de su registro en diccionarios durante el siglo XVIII. Y que su uso siempre fue ambiguo, susceptible de conformar una acusación, pero también de ser apropiado.
Pero las aguas toman cursos todavía más inesperados y nos llevan a un diccionario encontrado en Baviera, Alemania. La única certeza es que fue terminado en 1684, pero no se conocen ni el nombre del autor ni las circunstancias que lo llevaron a confeccionar un rudimentario diccionario chino-castellano. Probablemente se trate de un misionero católico, pero lo importante para esta historia es que allí, “entre todas las traducciones de los ideogramas chinos al castellano, y algunas en latín”, algo surge: la palabra champurrar.
La investigación de Catrileo la lleva a consultar a un profesor de chino, Pablo Lincura. De lo que se trata es de saber qué ideogramas chinos son los traducidos por “champurrar”. La respuesta de Lincura no demora. Es algo de comer, un arroz mezclado con restos, algo así como nuestras guatitas. “Frente a estos nuevos elementos”, escribe Catrileo, “se evidencia que el verbo champurrar es utilizado como un sinónimo para la acción de mezclar, pero además el monje relaciona la mixtura con un plato de comida preparado con restos. Estos signos presentes en el archivo también nos testimonian algo crucial: son los misioneros de la época quienes transportan las lenguas”.
Estas dos historias no hablan de un origen, sino de viajes, cruces, intercambios, colisiones, y ante todo de la dominación colonial de una buena parte del globo. Lo champurria forma parte de esa historia y vino a incrustarse en nuestro vocabulario para designar la impureza, la contaminación. “Champurra como traducción, como balbuceo, como confusión. Chapurrear idiomas, alimentos, cuerpos. Mezclar, invadir, confundir, perder”, escribe Catrileo al comienzo del libro. Y es cierto, la palabra parece condensar todo eso. El viaje sigue, y cruza las discusiones en torno a la identidad mapuche, las acciones político-artísticas, las maneras de concebir la historia de un pueblo. A pesar de su breve extensión, apenas 114 páginas, con ilustraciones incluidas, el viaje es intenso y no se trata aquí de trazar en detalle el mapa.
Hay algo bonito en el modo en que Catrileo concibe la figura de las aguas. Ya desde el comienzo el libro nos ubica en un registro distinto al dominante: “Podemos imaginar el punto exacto donde se cruzan dos ríos. Podemos ver ese espacio en un mapa, durante un viaje o en los territorios que habitamos. Pero cuando nos concentramos en el instante sonoro de la intersección, ¿percibimos qué transformaciones hay en el ritmo, en la resonancia de cada elemento? ¿Somos sensibles a las vibraciones acústicas que permanecen en aquella convergencia?”. Se trata entonces de escuchar, de sentir las aguas, su cruce, su mezcla, su colisión.
Algo en este movimiento empuja a reconsiderar la manera en que concebimos lo puro y lo impuro, partiendo por el agua. Pura, transparente, cristalina son los adjetivos que asociamos a un agua buena, deseable. Es cierto si se trata de beberla, de incorporarla a nuestro organismo. Pero el asunto cambia radicalmente si pensamos, por ejemplo, en las plantas: salvo algunas, que no son muchas, es necesario que el agua se mezcle con la tierra para que crezcan fuertes y sanas. Solo el agua impura es fértil para ellas. Eso da ya un poco que pensar.
Pero hay todavía algo más: Sutura de las aguas encierra una promesa: la de un “texto más extenso”, un “viaje por venir que todavía estoy preparando”, dice Catrileo. Viaje por un río de palabras, memorias, cuerpos y sensaciones que desembocará tal vez en un mar todavía desconocido, pues como escribe en otro de sus libros “solo el tiempo inunda de sigilo la memoria y retorna, como la próxima ola”.
Asimismo, el libro contiene una promesa hecha no a los lectores que somos, sino al lenguaje. La palabra champurria no será ya un agravio, un desprecio, un insulto, sino una resistencia: la de las impuras, las que han poblado y siguen poblando la tierra. Y es que en Catrileo la política, los afectos, la memoria, la palabra y los cuerpos son inseparables, forman no una unidad, sino un champurrado que es la existencia misma cuando se la toma en serio. La promesa hecha, entonces, afecta a todos esos campos, todos esos cauces. Es cosa de escuchar el río con nuevos oídos.
Imagen: Sin título (2025), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.
Sutura de las aguas, Daniela Catrileo, Kikuyo, 2024, 114 páginas, $16.300.