En enero de 1985, Donoso fue a Chiloé con su esposa, María Pilar Serrano, y su hija Pilar; arrendaron una casa en Castro, en la que se instalarían hasta el final del verano, mientras él se concentraba en el borrador de una novela en la que un cantante de protesta retorna a Chile desde París el mismo día de la muerte de Matilde Urrutia, la última esposa de Neruda. Se trataba de un proyecto que buscaba explorar los fantasmas propios y ajenos sobre lo que significaba regresar a un país acosado por la tristeza y la desconfianza. Esta crónica reconstruye aquellos días en que compartió con los miembros del Taller Literario Aumen y fue detenido por participar en una reunión no autorizada y por… tener barba, señal inequívoca para los carabineros de que era comunista.
por Felipe Reyes F. I 1 Septiembre 2025
En el otoño de 1984, José Donoso llegó a la isla de Chiloé en busca de un personaje. Había comenzado a esbozar una nueva novela y la idea de un protagonista oriundo de la isla se había instalado en su cabeza, desplazando cualquier otra alternativa. Tres años antes, el escritor había vuelto a Chile después de más de una década en el extranjero, y encontró una dictadura que ya contaba ocho años y se consolidaba con un fraude constitucional.
Ese otoño, Donoso llegó solo a la isla para recorrerla, para tomar apuntes sobre lugares y personajes que pudieran servirle para su primera novela escrita luego de su retorno. Después de El jardín de al lado —publicada en España en 1981—, estuvo durante años desechando novelas inconclusas, con borradores de hasta 400 páginas, que iba abandonando sin mayores ilusiones. “Se me iban muriendo”, decía.
En Castro, Donoso se alojó en la casa de Edward Rojas, conoció a escritores locales que lo acercaron a la gente, a sus costumbres, a la cadencia del habla. No dudó en asistir a una lectura de poesía en la escuela de Queilén, junto a los poetas Sergio Mansilla y Carlos Alberto Trujillo, a quienes les pidió que le presentaran a una machi. Deseo que Trujillo cumplió con diligencia, y lo llevó a la casa de una machi de la localidad de Pi-Pid. “Nos sentamos con ella junto al fogón —recordaba Trujillo en 1997—, Pepe le convidó unos cigarrillos para romper un poco el hielo de esa visita inesperada y, además, de un desconocido y, para peor, foráneo. Pero no salió mucho en limpio de esa visita. La anciana habló poco. Se limitó a responder con monosílabos, por desconfianza a ese caballero afuerino, tan elegante y tan blanco, que llegaba a metérsele en su mundo y a preguntarle cosas que ella no tenía ninguna intención de responder a un desconocido”.
Donoso regresó a Santiago entusiasmado con su indagación y, convencido de que ahí estaba lo que necesitaba para su nueva novela, decidió volver en verano a la isla junto a su familia.
A comienzos de enero de 1985, Donoso volvió a Chiloé con su esposa, María Pilar Serrano, y su hija Pilar; arrendaron una casa en Castro, en la que se instalarían hasta el final del verano, mientras él se concentraba en el trabajo. Ya tenía estructurada la novela que había llamado provisoriamente El retorno del nativo, en la que Mañungo Vera, un cantante de protesta, oriundo de Chiloé, retorna a Chile desde París el mismo día de la muerte de Matilde Urrutia, la última esposa de Neruda. Se trataba de un proyecto narrativo que buscaba explorar los fantasmas propios y ajenos sobre lo que significaba regresar a un país acosado por la tristeza y la desesperanza —en la que emergerá uno de los temas recurrentes de su obra: las máscaras, los velos deformantes—, por lo que su plan era escribir lo más posible durante todo el verano y “oír la lluvia repiqueteando en el techo, y reaprender, a la vera de los viejos, junto al fuego, los interminables cuentos de siempre, pulidos como cantos rodados de tanto repetirlos”, anotará Donoso en la novela.
“La presencia de José Donoso fue un remezón que llegó a estimular el ambiente cultural del verano castreño —aseguraba Trujillo—. Entre diciembre y febrero llegaban muchos escritores, pintores, músicos y artistas que animaban el verano local, que no perdía su ritmo a pesar del estado de sitio”. De esta forma, el vínculo establecido por Donoso en su anterior visita a la isla con los poetas del Taller Literario Aumen lo motivó a participar en las actividades que organizaba el grupo.
Fundado en abril de 1975 en una sala del Colegio Coeducacional de Castro por los poetas Renato Cárdenas y Carlos Alberto Trujillo, el Taller Literario Aumen (“eco de la montaña” en lengua huilliche) es considerado uno de los primeros en aparecer después del golpe de Estado de 1973. Pronto nació la Revista de Poesía Aumen (mimeografiada, de la que se editaron 11 números entre 1975 y 1985), decenas de hojas literarias y folletos, hasta comenzar a publicar libros de poesía y narrativa bajo el sello Ediciones Aumen, cuyo primer título apareció en 1977, Cuatro poetas de Chiloé: Renato Cárdenas, Sergio Mansilla, Carlos Trujillo y Pedro Ortiz (quien posteriormente firmaría como José María Memet). También destaca una pequeña edición “en papel roneo hecha en el Liceo Politécnico. La tapa de papel de envolver se imprimió en una imprenta de Castro alto. La pobreza material de la edición señala la precariedad material de nuestros medios de impresión”, escribió Trujillo en el prólogo de Aumen, antología poética 1975-1988.
Junto a los encuentros que excedían el ámbito literario para tomar la palabra contra la dictadura, en sus lecturas y publicaciones la actividad del Taller Aumen llamó la atención de las autoridades civiles y militares. A mediados de 1983, Fernando Brahm, alcalde designado de Castro, les prohibió reunirse en el Colegio Coeducacional, argumentando que “todos eran comunistas”. A fines de 1984, en los preparativos del Encuentro Nacional de Escritores en Chiloé y con la publicación de una antología para celebrar los 10 años del taller casi lista, varios profesores-poetas de la isla e integrantes de Aumen fueron despedidos, entre ellos Sergio Mansilla (Fresia), Jaime Márquez (Castro), Rosabetty Muñoz (Quemchi), Nelson Torres (Curaco de Vélez) y Carlos A. Trujillo (Castro), y Renato Cárdenas, uno de los fundadores del grupo, fue relegado a un pueblo del Norte Grande.
Pese al enrarecido ambiente político, el Comité de Defensa del Pueblo (Codepu) organizó un acto público en apoyo a los profesores exonerados. Fue en la tarde del 31 de enero de 1985, en la sede que el comité tenía en Castro, un espacio de acogida para reuniones de distintas agrupaciones locales, como cesantes, expresos políticos, mujeres de la olla común, los sin casa o los estudiantes. Aunque era riesgoso realizar una reunión pública sin la autorización de la gobernación provincial, muchas personas quisieron asistir; incluso algunos veraneantes despistados se acercaron para escuchar al grupo de música andina que amenizaba la velada, a la que también llegaron José Donoso y su esposa.
En un momento hizo su aparición René Vidal, un dirigente sindical comunista que había pasado a la clandestinidad luego de ser relegado por la dictadura, pero la policía nunca había podido encontrarlo. Vidal leyó un mensaje de apoyo a los exonerados y perseguidos y, cual Houdini, escapó por una puerta trasera, acción que provocó el miedo y la preocupación de la esposa del escritor. En su relato autobiográfico Los de entonces, María Pilar rememora aquel momento y lo que, para su efímera tranquilidad, le susurró al oído otra de las asistentes: “No te preocupes, tenía trazado el camino de huida entremedio de los palos que sostienen esta casa y a través de casas de los vecinos amigos”.
Justo en el momento de la huida, Carabineros y la Policía de Investigaciones acordonaron la cuadra, mientras un grupo de agentes ingresó al local del Codepu. Una vez que los policías interrumpieron el acto, se miraron confundidos, no sabían a quiénes debían apresar, cuáles eran los subversivos que atentaban contra el orden. “Miré asustada al teniente de bigotes recortados y piel muy blanca que se plantó ante el grupo de mujeres que ocupábamos los asientos delanteros”, recordaba María Pilar. “‘Usted’… me señaló el teniente. Mi marido lo vio desde las sombras del fondo de la estancia, donde se había sentado junto a un grupo de poetas jóvenes. Se adelantó y fijó su mirada en el policía, que al captarla lo llamó también: ‘Y usted también’”.
En su evocación “Gente de palabra: Carlos Alberto Trujillo y la obra cultural de Aumen”, el escritor Juan Armando Epple afirma que los policías “recurrieron a un criterio de identificación fisiognómica y decidieron llevarse a todos los que usaban barba. Así cayó Donoso. De los poetas de Aumen que allí estaban, solo se salvó de ser detenido Héctor Véliz Pérez-Millán, que esa mañana se había afeitado y cortado el pelo al cero”.
Mario Contreras Vega, poeta chilote, detenido junto a Donoso, concuerda con Epple y en un artículo del mismo año 96, en el semanario El Siglo, afirmaba: “[Los carabineros] procedieron a detener a todos… los que usaban barba. Entre ellos estaba, por supuesto, José Donoso. Sentado a mi lado, asustado e incrédulo, como alguien que hasta ese momento ignoraba lo que era en el Chile cotidiano el terrorismo de Estado, pálido, por supuesto, y mudo”. Contreras cuenta que el oficial a cargo del procedimiento izó el dedo y fue indicando quiénes serían detenidos. Cuando el dedo encontró a Donoso, sentado al final de la hilera de sillas, “este continuó estático, paralogizado, momentáneamente sordo, mirando fijamente hacia adelante”; entonces, el oficial se dirigió a Donoso: “A usted le digo”, y al ver que el escritor no se movía, Contreras le dio con el codo en las costillas y le dijo: “A usted le dicen, Donoso”, preocupado de que pudieran golpearlo por negarse a obedecer al policía.
El escritor, María Pilar y los demás escritores fueron llevados a la Segunda Comisaría de Castro, en la calle Portales, a pocos metros de la Plaza de Armas. “Pudimos subir juntos al carro celular y hacer con los otros, unos 20 asistentes escogidos al azar, el trayecto hasta la cárcel —recordaba María Pilar—. Nos cogimos de la mano y reconocimos que teníamos miedo, luego de oír tantos relatos de peripecias dolorosas en las prisiones de Chile”.
Buscando consolar y animar a su esposa, Donoso se acordó de citar un pasaje de Moby Dick de Melville: “Jamás embarcaría en mi bote para ir a combatir a la ballena blanca a un hombre que no hubiera sentido miedo. Un hombre temerario es mucho más peligroso que un cobarde”.
Los detenidos fueron puestos en una sala vacía en la que permanecieron de pie. María Pilar señala en sus memorias que el primero en ser llamado y encerrado fue Donoso, dejando sus documentos y objetos personales en el escritorio que había a la entrada de las celdas. “También sus anteojos, lo que lo desesperó —escribe—. Dice que se sintió vejado, impotente a merced de sus ojillos grises y miopes. No estaba bien de salud y a veces la presión le subía peligrosamente”. En el calabozo, Donoso se sentó “en el sucio piso orinado por borrachos, con las piernas extendidas, fue pisado y pateado, arrojado con violencia en el estrecho cubículo en que nos encontrábamos, a oscuras”, dirá Contreras.
Las cinco mujeres detenidas fueron puestas en el calabozo frente al de los hombres. María Pilar cuenta en sus memorias que fueron llamando uno a uno a los detenidos para tomarles declaración y fotografiarlos para la ficha policial, mientras un médico les exigió firmar un documento en el que declaraban que no habían sufrido maltratos físicos. “Pensé que ahora podrían hacer con nosotros lo que quisieran, ya estaba el papel que los confirmaba inocentes”, recordará la esposa del escritor.
Tras un par de horas, la noticia de la detención de Donoso llegó hasta la capital y se esparció por el mundo. De un momento a otro, el teléfono de la comisaría de Castro comenzó a sonar sin pausa; llamados desde diversos países que preguntaban por un tal José Donoso. El embajador de Brasil, de Estados Unidos, el rey Juan Carlos de España y Raúl Alfonsín, entonces presidente de Argentina, solicitaban información sobre la situación del escritor. En un momento, el cabo de guardia atendió un llamado de un tal Felipe González (presidente de España) y pensó que se trataba de algún vecino. Por eso, entre los detenidos estalló una gran carcajada cuando el cabo gritó: “Un tal Felipe González pregunta si está detenido un tal José Donoso”.
Pasada la medianoche, después de haber presentado un recurso de amparo en favor del escritor y su esposa, y dar aviso de la detención a la radio Cooperativa, el doctor Juvenal Hernández, dirigente chilote de la Comisión de Derechos Humanos, llegó hasta la comisaría para visitar al escritor y hacerle un control médico. Recién entonces los carabineros supieron quién era ese tal Donoso y por qué el teléfono no paraba de sonar. Los policías buscaron resarcir el error —quizá más por temor que por respeto— y trasladaron a Donoso al comedor, adonde luego llevaron también a María Pilar, quien encontró a su marido sentado en un banco pequeño, sonriendo porque le habían devuelto los anteojos.
A la mañana siguiente arribaron a la isla periodistas y corresponsales de Le Monde y The New York Times, entre otros. Y el poeta Carlos A. Trujillo operaba como enlace con el exterior: “Les llevaba a los detenidos la información de lo que estábamos haciendo para sacarlos de allí, de los abogados que estaban colaborando, de los llamados y telegramas de todo el país, del apoyo de la Sociedad de Escritores de Chile. El ánimo estaba muy alto y tenían montones de historias para contar”, recordará Trujillo, quien luego de hablar con los detenidos en el calabozo pidió ver a Donoso, quien fue tajante en su afirmación: “Yo no salgo de aquí mientras no salgan todos. Caí con ellos y me voy con ellos”.
El escritor Juan Armando Epple asegura que ese mismo día, “después de almuerzo se reunieron unas 100 personas afuera de la comisaría, esperando informaciones sobre lo que estaba pasando. A mediodía los había llamado el ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa, puteando al jefe de la comisaría por el error que había cometido su gente y ordenando que inmediatamente dejaran en libertad al escritor. Estaba enfurecido, porque no lo dejaban tranquilo las agencias internacionales y los llamados telefónicos”.
Entonces le comunicaron a Donoso y a su esposa que serían liberados esa misma tarde, pero el escritor reiteró su intención de no abandonar la comisaría si no salía con todos los detenidos. El carabinero a cargo le aseguró que todos se irían, pero antes debían pasar por un examen médico para que después no dijeran que habían sido golpeados. Sin experiencia previa en circunstancias como esta, Donoso no puso en duda la respuesta del carabinero y abandonó el cuartel con María Pilar y otras cinco mujeres. Pero nadie más salió ese día ni los siguientes. “Por supuesto, los demás no tuvimos igual fortuna —dirá el poeta Mario Contreras—, sin padrinos embajadores, presidentes o monarcas, debimos esperar cinco días, en huelga de hambre, para ser liberados. Pero eso, en ese instante, Donoso no lo sabía”.
Cuando Donoso supo de la trampa, se sintió ofendido por el engaño que tan fácilmente se había tragado. También vertió el episodio en La desesperanza, cuando el protagonista es liberado de una detención gracias a la gestión de un importante funcionario de gobierno: “En el pasillo, Freddy [el funcionario de gobierno] se enfrentó con el oficial en medio de la batahola de curiosos del barrio por donde se había corrido la voz del extraordinario acontecimiento, y de la multitud de reporteros, y allí mismo, ante todos, increpó al oficial, que era un patán desinformado, un ignorante por haber puesto su mano encima de una figura pública que era esencialmente apolítica —sobre todo era conveniente conservarla así, apolítica, ya que estos artistas no eran de confiar”.
Al regresar a Santiago, Donoso siguió trabajando en la novela durante todo 1985. Cuando terminó le dio una hemiplejia: no podía hablar. “Es como un temor a que te quiten las palabras”, diría después. El absurdo momento del último verano en Chiloé quedó flotando sobre él como una negra nube, y en mayo, en una entrevista para la revista Mensaje, buscará sacudirse del incidente: “Yo no soy una persona política, ni siquiera aficionado, no me interesa la política ni me gusta el poder ni la gente aficionada a él en ningún sentido”. Y en otra entrevista, en la revista América, sepultará todo interés en la acción: “Muchas veces se me echa en cara de que no estoy suficientemente comprometido. De hecho, mi vida no es una vida comprometida, desde luego, ni trabajo políticamente ni nada de eso, porque mi papel es otro”.
La desesperanza fue publicada en 1986 por la editorial Seix Barral. En octubre de ese mismo año, Donoso viajó a presentar la novela a la Feria del Libro de Frankfurt, en Alemania, donde dialogó con el corresponsal del diario El País. “Cansado tras la feria, Donoso se somete a la entrevista en su habitación de hotel, recostado”, afirma el cronista. Donoso se niega en la entrevista a referirse a su detención o al régimen cívico-militar “por temor a no poder regresar”, y asegura que Chile vive en “el espejismo de la supuesta riqueza inventada por las teorías de la escuela de Chicago, y luego el derrumbe, el vacío, la pobreza colectiva. Una sociedad de nuevos ricos, de orígenes oscuros”. Y agrega: “La política me revienta. No me ha interesado nunca, y una vez se dé solución a este proceso, espero no preocuparme nunca más por ella. Mis intereses son otros. Soy un hombre de letras, liberal, a la antigua, me gusta el arte, lo que hoy se usa muy poco”.
Con todo, parece un error asumir que la obra de Donoso carece de visión política; sería más bien todo lo contrario: parte importante de su escritura temprana puede leerse como una crítica a la rigidez e hipocresía de la sociedad chilena de los 50 y 60. Una tendencia que fue acrecentándose a partir de 1973, debido a su rechazo a la dictadura cívico-militar. A excepción de La marquesita de Loria, lo que escribe entre 1975 y 1986 se vincula, de una u otra forma, al quiebre de la democracia en Chile y sus consecuencias, y el horror que, en un comienzo, observó desde su exilio voluntario en España.
Imagen de portada: José Donoso de vuelta en Chile en los 80. Cortesía: Cenfoto-UDP