Un hueso, una cámara, un arma

El autor de Matadero Franklin y Aguafuerte plantea en estas páginas que, a pesar de que desde la Biblia hasta Meridiano de sangre la narración cumplía la función que en las antiguas comunidades tuvo el sacrificio, una mezcla de sublimación y mediación entre las personas, el narcoterrorismo instaló una nueva forma de comunicación desde el momento en que, inspirado en las snuff movies, comenzó a grabar y difundir imágenes de torturas inimaginables. “La pregunta que queda flotando —subraya Soto— es cómo el arte y la literatura podrán volver a darle un sentido a lo que hoy está en manos de los imperios del crimen”.

por Simón Soto I 29 Enero 2025

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Está aquí, en cualquier parte, a la vuelta de la esquina. En nosotros, por supuesto. Nos compone y hemos construido y diseñado sistemas filosóficos, morales y de justicia para contenerla, para evadirla, para minimizarla, pero como si fuera un virus, la violencia sabe persistir, crecer, salir a flote, liberarse de sus ataduras hasta hacerse indispensable. En la naturaleza pareciera ser funcional a la sobrevivencia de las especies. Los más fuertes la usan para alimentarse de la carne de los débiles, para cuidar sus territorios, para proteger a los suyos. No se ejerce, suponemos, como un fin en sí misma, como deleite perverso. Es requerida como herramienta vital, necesaria.

El arranque del largometraje 2001: Odisea del espacio utiliza este tópico para determinar concretamente el amanecer del hombre. Es decir, un momento específico en que la vida en el planeta cambia, un punto visible en la larga curva de la evolución. La secuencia narra cómo dos tribus de primates, ancestros de la raza humana, se disputan un sector de pozas de agua en medio de una inmensa y árida sabana. Es un sitio preciado, dada la sequedad y la ausencia del recurso natural en las inmediaciones, que además están amenazadas por la presencia de depredadores, como un leopardo que caza a los miembros de las tribus en disputa. Es un ambiente hostil, en el cual nuestros antepasados solo son capaces de reaccionar pasmados y con pasividad. Sin embargo, el uso de un hueso como arma rompe el equilibrio de la tensión. A través de la agresión se zanja el conflicto. No basta con amenazar, es necesaria una demostración de los efectos que puede provocar ese objeto inútil que, dotado de sentido gracias a la conciencia, se transforma en algo peligroso y letal. La violencia, en aquella secuencia de inicio, es una forma de superación, de crecimiento, donde la inteligencia (estimulada por la aparición del monolito —pero ese es otro tema) elucubra y concluye que la forma más eficaz y pronta para la solución del problema limítrofe es convertir el hueso en un arma. De ahí en más, la evolución de miles y miles de años, con la que es, quizás, la elipsis cinematográfica más popular que se ha montado jamás: el hueso lanzado por los aires que muta a una estación espacial flotando con calma y lentitud. El relato y su significado son claros: el ejercicio de la violencia es una pieza elemental en el avance del ser humano.

La violencia y sus manifestaciones, tanto gráficas como subtextuales, no solo han estado presentes en los relatos míticos y religiosos de Occidente; digamos que la violencia ha sido una piedra fundacional en la manera en que los humanos hemos asentado nuestras bases narrativas. Entendemos los límites morales de nuestra condición gracias a la aparición de la violencia. Su uso manifiesta el cruce hacia otro estado existencial. Es lo que ocurre con el primer gran crimen del Antiguo Testamento: el asesinato que comete Caín contra su hermano Abel. Loco de celos, furibundo porque Dios ha elogiado la ofrenda de Abel (precisamente, el sacrificio de los primeros nacidos de su rebaño, acto de sangre que solo pudo realizarse recurriendo a la violencia), en detrimento de la propia (frutos de la tierra, ya que Caín era labrador). Luego, tras citarlo en el campo, Caín asesina a Abel. Este acto fratricida inaugura la errancia de los descendientes de Adán, condenados por el uso de la violencia. De allí en adelante, en los dos volúmenes que conforman la Biblia moderna (Antiguo y Nuevo Testamento), la violencia como forma legítima e ilegítima de mediación entre personas atraviesa sus páginas, definiendo no solo el carácter de los individuos, también sus formas de convivencia. El martirio de Jesús de Nazaret es parte de la formación espiritual de muchísimos de nosotros. Crecimos con la imagen de Cristo crucificado, vejado, herido, sangrante, agónico. El viacrucis, con sus 14 etapas de tormentos, humillaciones y profundo dolor, está vinculado no solo a la violencia como forma de sometimiento total y de abolición por medio del poder; también, desde el punto de vista del sufriente, es un sacrificio; en la religión católica, el sacrificio universal absoluto.

Esta perspectiva (aunque ampliada y no únicamente analizada desde el catolicismo) es algo que el antropólogo, historiador y crítico literario René Girard estudió en profundidad, en particular en su obra La violencia y lo sagrado, hace poco reeditada por editorial Anagrama. Allí, Girard expone la idea de que el sacrificio como forma ritual ha sido una manera de contener o evadir el ejercicio de la violencia dentro de las comunidades. Para que el instinto de violencia no afecte a sus miembros, las sociedades primigenias dejan que se exprese a través del rito de asesinar a otro, en general animales o individuos marginales de la propia comunidad. “Cuando no es satisfecha, la violencia sigue almacenándose hasta el momento en que se desborda y se esparce por los alrededores con los efectos más desastrosos. El sacrificio intenta dominar y canalizar en la ‘buena’ dirección los desplazamientos y las sustituciones espontáneas que entonces se operan”, anota Girard. Esta fuerza de la naturaleza humana, la violencia, es un componente importante del constructo síquico, y no solo es prisionera del subconsciente. Más bien va y viene, latente, alerta a los estímulos del entorno.

Esa función que tenía el sacrificio en las antiguas comunidades hoy lo posee la narración. En una charla magistral en la Universidad Diego Portales, en 2015, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa respondía a un asistente con respecto al motivo de tanta violencia, promiscuidad y vejaciones en la novela La ciudad y los perros. Vargas Llosa argumentó que la construcción de historias imaginarias cargaba con el deber retórico de manifestar todo aquello que en nuestras sociedades modernas no tenía cabida. La violencia, por supuesto, sería uno de los elementos más complejos de contener y, por ende, la narrativa (en todas sus formas de expresión: literatura, cine, cómic, ficción audiovisual seriada) sería un vehículo imprescindible para expresarla, para que esta adquiera un sentido distinto a su manifestación cruda.

La violencia ha sido una piedra fundacional en la manera en que los humanos hemos asentado nuestras bases narrativas. Entendemos los límites morales de nuestra condición gracias a la aparición de la violencia. Su uso manifiesta el cruce hacia otro estado existencial. Es lo que ocurre con el primer gran crimen del Antiguo Testamento: el asesinato que comete Caín contra su hermano Abel.

Ejemplos de violencia en el cine o en los libros hay muchos, pero el problema del presente no pasa por las formas de representación, sino en la práctica de la violencia en las sociedades mismas. La contradicción radicaría en que la mímesis de la violencia (en el sentido aristotélico) es insuficiente, o ya no posee el carácter catártico (de nuevo en términos de Aristóteles) que tenía para los lectores y espectadores de ficción. El placer estético derivado de pasajes de la novela de Cormac McCarthy Meridiano de sangre; de escenas de Buenos muchachos, película de Martin Scorsese, o de los filmes de zombies de Lucio Fulci, no solo pareciera no cumplir su cometido como función estética y social, sino que los límites del espectáculo se tornan insuficientes, inútiles. Un estadio previo a la crisis de representación de la violencia se encuentra en las snuff movies, registros audiovisuales donde no media técnica artística ni interpretación alguna, sino la simple grabación de toda clase de crímenes reales: asesinatos, mutilaciones, torturas, necrofilia, suicidios, infanticidios, entre otros. Circulando de forma clandestina, en formato VHS, entre fines de la década del 70 y toda la del 80, estas sórdidas películas caseras pusieron en crisis el relato artístico de la violencia, al, en apariencia, eliminar la frontera entre la realidad y la interpretación a través de la técnica. Alguien podrá argumentar que la pornografía audiovisual cruzó antes este límite, toda vez que la filmación del coito real puede configurarse en violencia para un espectador determinado. Habría que responder que el período de auge y popularización de la pornografía corresponde al mismo de las snuff movies; y aunque hay diferencias notorias entre el registro audiovisual de un crimen y el de un encuentro sexual, en ambos está la voluntad de quebrar la delimitación del arte y de su ámbito técnico.

El estadio actual de la representación de la violencia ya no depende de la mediación de aparatos de reproducción para instalarse en el cotidiano, en las calles, en el día a día de los ciudadanos. La piedra fundacional de este nuevo período de la violencia como forma de comunicación la instaló el narcoterrorismo. Son los grandes clanes de las mafias quienes implantan sus mensajes directo a todos sus posibles receptores: enemigos, subordinados, políticos, policías, simples vecinos. Los dispositivos de registro ya ni siquiera necesitan de la prensa o de medios tradicionales para hacerse públicos, basta con un teléfono para fotografiar o grabar y de inmediato poner a disposición de cualquier usuario, gracias a internet, todo tipo de imágenes. Más allá de la forma, el contenido es importantísimo en la manera en que el narco utiliza la violencia como herramienta narrativa y persuasiva. En el libro CeroCeroCero. Cómo la cocaína gobierna el mundo, el escritor italiano Roberto Saviano no solo presenta una robusta y pormenorizada investigación sobre el tráfico de cocaína y otros estupefacientes; también elabora una cronología vital de cómo los imperios de las “economías bastardas” entendieron prontamente que, para conquistar los mercados ilícitos, era imprescindible también construir una retórica propia, auténtica, sustentada por supuesto en la violencia y en la transmisión explícita de esta. Saviano narra un episodio importante en las relaciones establecidas entre el narco y el mundo común. Se trata del crimen del efectivo de la DEA Enrique “Kiki” Camarena Salazar, quien estuvo infiltrado en el clan del capo Félix Gallardo, precursor de las grandes estrategias del narcotráfico en México. El 7 de febrero de 1985, “Kiki” Camarena salió de su habitación en un hotel de Guadalajara para reunirse a comer con su mujer, con toda la discreción que su condición de infiltrado requería. En la calle, antes de que pudiera subirse a su camioneta, cinco hombres lo apuntaron con pistolas, lo encapucharon y lo subieron a un vehículo: había sido descubierto, su destino ahora era incierto y probablemente aciago. Nunca antes los narcos le habían caído a un agente de un cuerpo investigativo extranjero. “Encendieron una grabadora y lo grabaron todo”, escribe Saviano. Tras reventarle el rostro a golpes y darle puñetazos en la nuez de Adán para cortarle el aliento, la tortura solo siguió creciendo en intensidad y horror. Los verdugos tenían por objetivo averiguar la mayor cantidad de información posible con respecto a la infiltración de Camarena: quiénes más eran cómplices, hasta dónde llegaban los tentáculos de la DEA. El problema era que el agente había organizado su intrusión solo, justamente para protegerse y cuidar la delicada acción. Solo unos pocos policías mexicanos sabían quién era. Uno de ellos fue el que delató a “Kiki”. Continúa Saviano la gráfica descripción del suplicio: “Le ataron cables eléctricos en los testículos y empezaron a darle descargas… (…) Uno de los torturadores le apoyó un tornillo en el cráneo y empezó a atornillar… (…) Le habían perforado los pulmones y era como si tuviera hojas de cristal pinchándole la carne. Uno de ellos preparó unas brasas como si tuvieran que asar filetes. Calentaron un palo al rojo y se lo introdujeron a Kiki en el recto. Lo violaron con un palo candente”. Lo que viene a continuación es importante para los fines reflexivos de este texto: “Los gritos grabados son imposibles de escuchar, nadie ha aguantado sin apagar la grabadora. Nadie ha aguantado sin salir de la habitación donde se escuchaba la cinta”. Nueve horas dura la grabación completa. Nueve horas de tormentos inimaginables registrados, escuchados, transcritos. Desconozco si es el primero de los actos de violencia de narcotraficantes que cuenta con un registro (en audio, en este caso) tangible de los hechos delictivos. Pero intuyo que fue pionero —si cabe un término de esta naturaleza para semejante infamia— en su clase.

A partir del crimen de “Kiki” Camarena, los clanes narcos no solo se han encargado de cuidar y perpetuar su poder y fortunas a través de la violencia más descarnada, también se les ha hecho imprescindible utilizarla como imagen. Cuerpos descabezados colgando desde un puente, camionetas con cadáveres, exhibición de miembros mutilados; solo hay que echar a volar la imaginación. La pregunta que queda flotando es cómo el arte y la literatura podrán volver a darle un sentido a lo que hoy está en manos de los imperios del crimen.

 

Imágen: Captura de 2001: Odisea del espacio (1968), dirigida por Stanley Kubrick.

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