
Cuando al menos un tercio de la población se muestra indiferente respecto del carácter democrático o autoritario del régimen de gobierno, no es raro que cundan propuestas radicales, como el cierre de fronteras, las cárceles en el desierto y los estados de sitio. ¿Cómo entender el escenario en que se encuentra nuestro país hoy y en el que seguramente deberá caminar durante los próximos años? ¿Y cómo puede adaptarse la democracia liberal en un mundo donde la razón parece haber sido reemplazada por la emoción y la evidencia por la experiencia?
por Aldo Mascareño I 9 Diciembre 2025
Si los cambios de siglo invitan a la introspección, los de milenio anuncian juicios finales y expectativas de salvación.
De un tiempo a esta parte, varios indicios convergen en que el contrato de la modernidad requiere de modificaciones sustanciales. El escrito indicaba que la economía de mercado estaría fundada en la libre competencia y sería inmune al intervencionismo estatal, que los medios no serían censurados, que la salud se haría cargo del deterioro del cuerpo y la educación del engrandecimiento del alma, mientras que la política democrática se basaría en el diálogo y formaría un Estado de derecho pleno con igualdad ante la ley.
No es casualidad, por tanto, que los anuncios de posmodernidad hayan aparecido en las décadas finales del milenio, y que la idea de posdemocracia haya surgido precisamente en el año 2000. El sociólogo británico Colin Crouch la comprendió como un período en el que las formalidades de la democracia se mantienen, pero se pierde el vínculo sustantivo con ella. Según Crouch, el poder se transfiere a técnicos y élites empresariales en connivencia con gobiernos (una especie de teoría conspirativa global que, de ser cierta, requeriría de demasiado cálculo instrumental, más del que la complejidad de la sociedad actual puede conceder a simples seres humanos).
Atendiendo a Chile, me parece efectivamente que el país transita hacia una condición posdemocrática, pero por razones distintas a las que esgrime Crouch. Es cierto que los procedimientos de la democracia liberal se mantienen (elecciones, alternancia en el poder, autonomía de poderes), pero están bajo asedio radical. Hace pocos años la Convención Constitucional propuso eliminar el Senado y sustituirlo por una “democracia regional”. Surgían propuestas insólitas, como la de disolver los poderes del Estado y reemplazarlos por una “democracia popular” organizada en torno a una Asamblea Plurinacional de las y los Trabajadores y los Pueblos. Entretanto, varios han coqueteado con la idea de una “democracia directa”, la misma que partidos como el PdG han instituido como mecanismo generalizado de decisión a través de consultas digitales. Es decir, los procedimientos de la democracia también parecen alterarse en los inicios del milenio.
Transitamos hacia una condición posdemocrática. Ante todo, se trata de una situación histórica en la que elementos procedimentales y simbólicos de la democracia liberal se combinan con actitudes y prácticas identitarias, autoritarias, de indiferencia política y populistas. La política de la identidad, por ejemplo, no es propiedad de los campus norteamericanos. En Chile se practica como decolonialismo, como cancelación, también como batalla cultural, antimodernismo, aspiración de autenticidad y superioridad moral. El autoritarismo, por su parte, se autolegitima políticamente como única receta eficaz ante la delincuencia y el creciente dominio narco: una mayoría de chilenos está dispuesto a renunciar a sus libertades públicas y privadas para lograr ese control, otro tanto apoya la militarización de la vida cotidiana y los estados de excepción. A esto contribuye decisivamente la indiferencia —de al menos un tercio de la población— en relación con el carácter democrático o autoritario del régimen de gobierno en el que vivimos. Frente a esta desidia primordial, solo propuestas radicales pueden conmover. De ahí que cárceles en barcos, desiertos o pantanos, la expulsión de inmigrantes, el cierre de fronteras, los estados de sitio y un nacionalismo cuasireligioso pasen a formar parte del neopopulismo del siglo XXI.
Las bases sociológicas de esta transformación son también una novedad del milenio. Si la imprenta demoró cerca de 400 años en crear la modernidad, el medio digital la ha alterado radicalmente en pocas décadas. La democracia liberal podía sostenerse en la centralidad política del Estado de derecho y en el uso público de la razón en un sistema mediático con discusión controlada. Pero ese escenario dejó de existir: el medio digital lo convirtió en heterarquía radical, un espacio de instantaneidad y simultaneidad en el que la razón carece de prioridad epistémica sobre la emoción, en el que la experiencia prima sobre la evidencia y en el que el anonimato se impone sobre la publicidad.
En tal contexto, la democracia liberal no puede pretender continuar como si nada hubiese pasado. Su milieu es ahora el milenarismo posdemocrático de un nuevo Chile —y de un nuevo mundo— que ya comenzó. En él debe emprender su salvación.