por Aïcha Liviana Messina I 21 Marzo 2024
Se dice que el lenguaje se aprende por imitación. Esto significa que el aprendizaje del lenguaje nos sitúa ante otros, más que ante un sistema lingüístico. Al imitar a las otras personas, las reinventamos, las re-hablamos. El “yo” emerge de esta apropiación de los modismos de otros.
El proceso de aprendizaje del lenguaje parte con la imitación, pero no se agota con ella. Digo “mamá” o “papá” o “zapato” y se abre un mundo de respuestas posibles, mímicas, exclamaciones, aclamaciones, sonrisas o risas, repeticiones (“zapatos”, dice la guagua; “¡bravo!”, exclama la abuela). Hablar es dar la palabra. Siempre esperamos una respuesta, un eco, un retorno. Aprendo a hablar reinventando a otras personas, imitándolas, y estas personas, a su vez, se reinventan a sí mismas con el lenguaje que surge de mí. Asimismo, el aprendizaje del lenguaje no es unívoco. La niña o el niño que aprende a hablar, lo hace a condición de que otras personas aprendan. El yo que surge de su aprendizaje del lenguaje, es un yo que espera una respuesta, un eco, un aplauso.
Del mismo modo que aprendo a hablar imitando, los sentimientos también vienen desde afuera. Se forjan con el aprendizaje del lenguaje, con los procesos de imitación, repetición, con la repetición de los gestos corporales que asociamos a las palabras. Siento y vivo el amor en función del modo en el cual escucho las palabras de amor, las repito, soy receptivo a la gestualidad del afecto, la hago mía. Una niña o un niño aprende, de a poco, a decir “te amo”. Repite lo que ha escuchado. Aprende a dar besos. Se los damos, le damos afecto, y con el tiempo, lo restituye.
El sentimiento de amor es indisociable del lenguaje que lo hace posible, incluso del sistema gramatical que lo estructura. Amo en la medida en la cual me contaron el cuento del amor. Aquí, hago más y menos que imitar un significante; hago más y menos que una mímica para incorporar una palabra. En los cuentos que nos trasmitieron, el amor se presenta como un absoluto. Entonces, más que reproducir una palabra, buscamos elevarnos a ese significado. Tal vez en el caso del amor buscamos más bien copiar algo que no es del todo visible. Lo que inicialmente era lúdico, como la imitación de la palabra “zapato”, se vuelve, en algún momento, abismante. Si digo “zapato”, la mamá o el papá se va a reír; si digo “te amo”, la mamá se va a quedar un segundo en silencio. Quizás sonría o me abrace. Lo que yo repito produce emociones, conmociones. Paradójicamente, mientras aprendo a hablar se forjan afectos y se instalan silencios. De cierta manera, aprendemos a hablar para experimentar los límites del lenguaje: la conmoción (y entremedio, sonrisas, abrazos fuertes, intercambio de miradas, contenciones). En este momento, hablar es nutrirse del silencio de las emociones, de la felicidad y de la inseguridad que suscitan. Ya no sabemos del todo qué decimos, pero nos volvemos más sensibles. En ese momento, “yo” no soy un mero efecto del lenguaje a la espera de una respuesta: soy parte de un drama, una historia, con intensidades.
El hecho de que aprendamos a sentir porque aprendemos a hablar hace que seamos también seres empáticos. Como hablar es ante todo imitar a otra persona, me vuelvo capaz de sentir la tristeza de otra persona. No soy una persona empática porque tengo buenos sentimientos. Soy una persona empática porque dependo completamente de las otras personas para constituirme y para sentir y porque esta co-constitución de mí y del otro, eso que se produce a través de la imitación, produce además conmoción: silencios. Siento lo que siente otro y que se expresa en silencio, porque la conmoción produce, entre nosotros, silencio. Por lo mismo, a medida que aprendo a hablar, cargo con la tristeza de otro (de otro que me habló primero y, luego, de los demás otros). Mi tristeza nunca es pura, solamente mía. Mi tristeza es también la tristeza de otro. Aprender a hablar es incorporar la tristeza de otro, de quien nos habló primero. Es imitarla, pero esta vez, al imitar no hago mío algo que es otro, soy el otro, repito su historia. La repito para que esta tristeza tenga una historia, no quede inmóvil en otro que la guarda en su silencio.
Para ser “yo” tengo que hablar, imitar, dar lugar a una escena entre otra persona y yo. Imito a otro hablando —¡zapato!—, me burlo un poco de este otro, pero así incorporo también su silencio, su tristeza, y le doy la palabra, le pido, sin saberlo, salir de la tristeza o moverse dentro de ella. Otro me habla y así me exige existir, así como yo le exijo existir. Ser “yo” tiene muchas aristas. Me constituyo en la medida en que repito lo que otros dicen, espero su eco, incorporo su tristeza. Soy así esperanza y compasión.
El “yo” es un efecto, pero el efecto de una fuerza que nos anuda a otros y nos empuja a todos. Estamos, desde el nacimiento, en medio de un entramado de fuerzas. El “yo” se constituye anudando estas fuerzas unas a otras, modulando su tensión.