por Milagros Abalo I 16 Septiembre 2024
A las 8:30 de un lunes del mes de marzo, cuando en la Quinta costa cae tupida la garúa y la tercera edad espera con mascarilla y resignación su dosis de la vacuna contra la influenza, o influencia como le dice un pequeño vecino; de un día blanco, tan blanco, con la bruma pegada a la piel de los cerros y de los huesos, la joven madre de pelo largo espera sentada su turno para ser atendida en el Cesfam, esta vez no ha venido por leche en polvo, sino a buscar atención para ella. Marzo es un mes exigente para toda madre.
Inquieta hace tiritar las rodillas, en su pecho se asoma el tatuaje de una mariposa con alas estrelladas, de pronto llega su amigo de infancia o del barrio, quizás se encontraron de casualidad. Se sienta al lado. Mirando hacia el frente ella comienza a llorar de manera contenida pero rotunda, como si algo la hubiese estado quemando adentro; no sé qué hacer, estoy desesperada, tengo algo aquí —y se toca un lugar entre el pecho y la garganta, cerca de las alas de la mariposa—, algo atorado que no me deja respirar, me duele, me duele tanto, y sigue llorando por goteo, para no llamar la atención ni estallar en un grito de pasillo; se limpia el rabillo del ojo con la manga del polerón y luego se acomoda el piercing de la nariz, sigue mirando hacia adelante, él también, con cara de preocupado, de no saber qué hacer ni qué decir, qué te puedo decir, le dice, tratando de consolarla ahí sentado medio nervioso frente a la emoción abierta como una llave de paso. Le habla, le da ánimos, ella le cuenta que su pareja llega a las cuatro de la mañana, que no la deja hacer esto ni lo otro, que dice que la quiere y al otro día se va, que se toma hasta el agua del florero, que la niña…
El amigo la escucha mientras ella llora hablando; alguien una vez dijo que la angustia hay que hablarla, comunicarla para que su ácido se diluya. Le dice que aprenda a decir que no, que nadie le puede hacer daño, nadie, repite; ella llora y estira el papelito de su turno número 52 entre los dedos como si estirara las sábanas blancas de una cama en la que nunca podrá descansar. Ojalá ese papelito blanco fuera un pañuelo.
Y tú dónde vives, le pregunta ella como pasando a otro tema, quizás ya medio chata de seguir hablando de sí. En Villa Hermosa, le dice, le cuenta un poco su vida, lo que está haciendo, trabajo, familia. Su voz ahora es más expresiva. La joven madre escucha, un poco ida un poco no, mirando hacia el frente, tose y se limpia los ojos, revisa su celular, manda un mensaje, lo más probable coordinando algo doméstico, con su abuela a la que siempre le ha dicho mami. Retoman la conversación, ella parece más liviana, como si lo que le atoraba antes hubiese dado una tregua, un recreo, hasta que el paso del tiempo vuelva a sedimentar la espesa angustia que se instala en ese punto del cuerpo.
En el Cesfam de cerro Esperanza la joven madre respira. Ahora su cara a la luz de la pantalla del teléfono se ve más armónica, como si las partes volvieran a encontrar su correspondencia, la voz de él es calma y silenciosa, segura, en su vida las cosas deben andar en orden o por lo menos sin novedad, ese bien tan preciado. La gente parece pasar de la novedad, eso reporta cambios, mete ruido en los días que cuesta tanto mantener en paz. Basta con que la normalidad se desarrolle de manera normal, porque tal como dijo una vez Michelle Bachelet, “cada día puede ser peor”.
Ser la voz serena en la desesperación de alguien no es poco, es harto, suficiente. Para Pasolini, el amor y la amistad eran dos pasiones que estaban unidas. Miran memes, se ríen, pasan reels, escuchan un pedazo de la última canción de Jere Klein, como si por un momento volvieran a la infancia que los unió en su inocencia.
Hubo un problema con la señorita que atiende, dice otra señorita de delantal burdeos que se asoma a la puerta, por eso la demora. Quizás también tuvo una mala mañana, anda a saber. La joven madre lanza una maldición sin mucho entusiasmo, como si lo hiciera sobre todo para dejar constancia, aunque sea al aire. Por último, le dice, siempre mirando al frente, podemos ir a tomarnos un tecito, hasta que la niña salga del jardín.