Carlos Altamirano: las ruinas circulares

Se inauguró hace unas semanas O si no, la exposición que trae de regreso a Carlos Altamirano al Museo de Bellas Artes, después de 12 años sin exponer. Una muestra que recorre una parte importante de su obra, trabajos que ha realizado entre 1976 y 2019: instalaciones, pinturas y cuadros intervenidos con distintos materiales que escarban en la memoria política y afectiva de Chile.

por Diego Zúñiga I 13 Agosto 2019

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En la entrada de la sala Matta del Museo de Bellas Artes, en el piso -1, se lee un pequeño cartel en el que se le advierte a los espectadores: cuidado, la instalación que procederán a ver contiene algunos elementos cortantes, por lo que puede ser peligrosa. La instalación se titula 1.044 flores, la historia de un hoyo y cuarenta relatos, y es uno de los trabajos inéditos —y quizá, también, uno de los puntos centrales— de la nueva exposición de Carlos Altamirano, O si no, que lo trae de regreso al Bellas Artes después de 12 años sin exponer en el museo.

Los elementos cortantes que el espectador se encuentra en esta nueva instalación de Altamirano son, justamente, 1.044 flores de alambre desplegadas en la sala Matta, y en cuyos centros se logran divisar algunas flores siemprevivas que le otorgan algo de color a aquel país metálico, frío, peligroso. Y en la paredes, los 40 relatos de 40 detenidos desaparecidos, junto a las fotografías de un centro de Santiago setentero, que está en reparaciones, un hoyo en mitad de la calle, los escombros y la gente paseándose en medio de esas ruinas. En aquella sala Matta también hay algunos escombros: Altamirano rompió las paredes, justo debajo de los relatos de las vidas truncadas de los detenidos desaparecidos, y dejó los restos ahí, juntos, para que el espectador vea que aquellas ruinas de las fotografías, aquella destrucción, aún está presente.

Quizá lo realmente peligroso de la instalación no sean esos elementos cortantes, esas flores de alambre, quizá es otra cosa que recorre no solo esa obra sino toda la muestra de Altamirano —que se expone, también, en parte del primer piso del museo—: la memoria como una arma de doble filo, lejos de cualquier idea de nostalgia o melancolía, y muy cerca de aquel riesgo que significa utilizarla: la incomodidad de mirar el pasado y entender que ahí, entremedio de esos escombros, se anunciaba nuestro presente. Y quizá también nuestro futuro. El peligro que debe correr el espectador es ese: enfrentarse con aquellas ruinas que lo interpelarán inevitablemente. Que lo sacudirán.

Un artista joven ahora si no entra en la bolsa está frito, no lo ven. Yo tuve la suerte de haber estado en el lugar correcto en el momento preciso, y tengo una especie de tifa que me permite ser visible si lo deseo. No es que sea un crack, pero ahí estoy.

O si no reúne obras de Altamirano realizadas entre los años 1976 y 2019: instalaciones, pinturas, cuadros intervenidos con diversas materialidades y que conforman un proyecto artístico tan singular como urgente. Una obra que se originó en dictadura, que fue parte importante de la Escena de Avanzada, y que no ha dejado de reinventarse en todos estos años.

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Si hay un mito fundacional en la biografía artística de Carlos Altamirano (1954), es aquel incendio de enero de 1977, cuando un grupo de desconocidos arrojó bombas a la galería de Paulina Waugh, donde Altamirano exponía su primera muestra individual: una serie de 12 xilografías que marcarían su debut artístico.

 

 

Pero entonces vino el incendio y se perdió todo, o casi todo —pues luego encontrarían dos copias quemadas de uno de los grabados y él haría una nueva obra con esos restos—. Altamirano nunca iba a olvidar ese accidentado comienzo.

—Ese incendio fue singular, fue fundacional en varios sentidos. Bueno, fue mi primera exposición. Ahí era: “Ya, ahora soy artista”. Pero también fue en esa exposición donde conocí a (Carlos) Leppe y a Nelly (Richard). La fotógrafa Luz Donoso fue quien los llevó y nos hicimos amigos. Se acabó la exposición y como que fue el fin de una etapa, la etapa de iniciación, y pasé a algo así como la primera división. Después mostré unas últimas xilografías en la galería Cromo y ya luego cambió el trayecto de mi obra. Ahí pasé a trabajar con otros materiales —cuenta Altamirano, rememorando sus inicios. Había estudiado un tiempo Arquitectura en Valparaíso y luego pasó por Arte en la Universidad Católica, en 1974. Pero no duró mucho. Más tarde empezaría a frecuentar el taller de Mario Irarrázabal en Peñalolén y sería ahí donde se gestó, finalmente, esa primera muestra.

Luego vendría, quizá, una de sus épocas creativas más intensas y fecundas, entre los años 1977 y 1981. Son los años en que brilla, además, aquel grupo de artistas y teóricos que luego serán recordados como la Escena de Avanzada: Nelly Richard, Carlos Leppe, Eugenio Dittborn, Altamirano y la gente del CADA: Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld, Raúl Zurita, Fernando Balcells, Juan Castillo.

Mientras ellos intervenían la ciudad con distintas estrategias artísticas, performances e instalaciones, la poesía chilena también brillaba. Por ese entonces se publicaron algunos libros fundamentales, como La nueva novela (1977) de Juan Luis Martínez; París, situación irregular (1977) de Enrique Lihn; Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979) de Nicanor Parra; La ciudad (1979) de Gonzalo Millán; Purgatorio (1979) de Raúl Zurita, Efectos personales y dominios públicos (1979) de José Ángel Cuevas y ya circulaban como adelanto los primeros poemas de La Tirana de Diego Maquieira, mientras Elvira Hernández terminaba de escribir La bandera de Chile en 1981, mismo año en que aparece Aguas servidas, de Carlos Cociña.

 

 

Es en ese contexto —que era, sin duda precario y complejo, pues se vivían algunos de los años más duros de la dictadura—, en que Altamirano despliega muchas de las inquietudes que recorrerán todo su trabajo.

—Yo era como el más chico de todo ese grupo de artistas en términos de edad, era un veinteañero. Ellos tampoco eran mucho más viejos, pero llevaban un poco más de recorrido —recuerda Altamirano—. Tengo la sensación de que después del Golpe vino un estado de shock un rato, donde quedaron todos tiesos por varios años, y el 75, 76 recién empezaron a sacar la cabeza. Y muchos empezamos en ese momento, gradualmente, como partiendo de cero, y esa partida de cero fue muy generadora, porque claro, cuando tú partís de cero tenís el mundo abierto por un lado y suceden cosas. Por otro lado, tampoco era mucha gente, entonces tú estabas en contacto directo con todo el mundo, se discutía mucho, se conversaba mucho. Era intenso, y esa intensidad ayudó a que se produjeran cosas

 

—Es en esos años cuando entabla una amistad muy fuerte con Nelly Richard y Carlos Leppe. De hecho, es en esa época cuando Leppe instala una suerte de mediagua en la parcela donde vivía Richard y conviven todos ahí, ¿no?

—Para mí todo eso fue un viaje alucinante. Pasé cinco años viviendo diariamente con Leppe y Nelly, allá en La Florida. Todo el día conversábamos, todos los días, entonces a uno, inevitablemente, se le activaba la cabeza. Y eso sucedía con Zurita y la Diamela, que estaban por otro lado, o con Dittborn y Roland Kay… En el Taller de Artes Visuales (TAV), que dirigía Francisco Brugnoli, se juntaba mucha gente también. Además que no había más distracciones: no tenías el problema, por un lado, que tienen ahora los artistas, de hacerte famoso… O sea, eso no era un tema, no existía, no había ninguna posibilidad de salir, de que afuera te vieran, y acá adentro finalmente la gente que te podía ver y que le interesaba lo que hacías, era la misma con la que estabas todos los días. Finalmente no tenías esa locura que tienen ahora, que es complicada.

 

Ver cómo las ha afectado el tiempo, no solo físicamente, sino también conceptualmente. Cómo se han visto modificados los trabajos por el paso del tiempo, y golpeados por ese tiempo transcurrido, y eso es lo que quiero poner ahí, y eso me atrae de las obras antiguas y nuevas.

 

—Es interesante pensar en eso, porque en 1981 realiza Tránsito suspendido, una acción de arte en galería Sur, en Providencia, que sería lo último que hizo por esos años. O sea, después de eso se retiró de la escena, desapareció un rato, y de alguna forma en todo este tiempo siempre ha estado entrando y saliendo del campo de las artes visuales. Es decir, tampoco vivió después eso de “hacerse famoso” o la idea de la profesionalización del arte…

—O sea, todo eso lo he visto desde afuera, no he participado porque no me atrae y no lo he necesitado tampoco. Eso es muy importante. Un artista joven ahora si no entra en la bolsa está frito, no lo ven. Yo tuve la suerte de haber estado en el lugar correcto en el momento preciso, y tengo una especie de tifa que me permite ser visible si lo deseo. No es que sea un crack, pero ahí estoy. Y por otro lado, como trabajo desde siempre, no necesito el arte para vivir, entonces.

 

—Eso le da libertad.

—Me da total libertad de entrar y salir, de hacer lo que quiero. De una vez que termine esta exposición, desarmar las cosas y botarlas porque no tengo dónde guardarlas. Todo eso que para un artista joven es impensable, entonces el sistema lo he mirado desde afuera. Me parece poco atractivo y me parece que es dura la vida del artista actualmente. Porque tienen que consumir mucha energía en una pelea que los distrae de lo más interesante, que es crear.

 

***

Después de esa última exposición en 1981, Altamirano empezaría a trabajar en distintas cosas (productivos fueron sus años de vendedor en Almacenes París, pues su jefe le prestaba los equipos de muestra para hacer videos) hasta llegar al rubro del diseño y los libros. Trabajó en el Fortín Mapocho, en la Apsi, después en la Don Balón, y diseñó los libros de la editorial Carlos Porter —que publicó títulos de Roberto Merino, Bruno Vidal y Claudio Bertoni—. Hoy es parte de la editorial Ocho Libros. Y su último trabajo antes de O si no había sido justamente un libro, un libro importante y secreto que publicó en 2014: Ah! Los días felices. Historia de un hoyo y 40 relatos inconclusos. Es el origen, en muchos sentidos, de esta última muestra y, particularmente, de esa instalación que desplegó en la Sala Matta. En el libro están los relatos de esos 40 detenidos desaparecidos, están las fotografías de aquel hoyo y de ese centro de Santiago de 1977 —oscuro, ruinoso, precario—, pero además Altamirano trabaja con una serie de documentos y archivos que convierten el libro en un relato desconcertante. Aquí se cruzan cartas, declaraciones juradas, decretos de ley, informes judiciales, actas de carabineros y del ejército, notas periodísticas y editoriales de El Mercurio, textos que en el montaje del libro van sumando capas y capas de sentido y producen un efecto singular: la sensación de estar leyendo una novela distópica, una historia imposible hecha de fragmentos del pasado, hecha de ruinas. Y aquella sensación desoladora está impregnada también en 1.044 flores, la historia de un hoyo y cuarenta relatos y en la muestra completa, sin duda. Es el trabajo de Altamirano con los materiales, con esos cuadros que de pronto tienen incrustado un tornillo o que funcionan como un collage en el que la historia política de Chile se filtra inevitablemente, o en esa instalación —quizá la más fotografiada de O si no, quizá la más deslumbrante— cuyo centro es un televisor colgando, en mitad de la sala, en penumbras, y gotea, gotea agua desde el televisor —que transmite una imagen del mar— sobre un cuadro, sobre una pintura del mar, mientras escuchamos el sonido de un helicóptero.

Esa obra —como el resto de la muestra— no tiene ningún recuadro que indique su título ni su fecha, pero se llama Traslado de televisores (1995) y ya la había expuesto en el Bellas Artes, en 2007, cuando montó Obra completa.

 

 

—Pensé en hacer esta exposición hace varios años atrás, pero me puse a trabajar en ella en 2016. Hice muchos bocetos, pensé mucho en su forma. En un comienzo lo que quería hacer era repetir la misma del 2007, tal cual, porque siempre me gustó esa exposición, quedé feliz, aunque estuvo muy poco tiempo, 20 días. Además, 12 años atrás, la mitad de Chile tenía menos de 15 años y dije: la repito. Pero con el correr del tiempo fue modificándose y se transformó en lo que es O si no. Ahora, la razón de fondo de hacer esta muestra es que es la única oportunidad que tengo de ver lo que hago, porque si no son fragmentos, cositas, yo no tengo un taller, un espacio donde estén mis cosas. Están desperdigadas por distintos lugares. Entonces esta es la oportunidad que tengo de estar en contacto con lo que he hecho durante mi vida y eso es importante.

 

—¿Y ahora que pudo montar la exposición y verla, qué es lo que más le llama la atención de lo que ha hecho en su trabajo como artista?

Una de las cosas que me importa reflejar es el transcurso del tiempo, cómo finalmente mi cabeza, porque es eso lo que está puesto ahí, se va modificando, vuelve atrás todo el rato y partiendo de nuevo, es una vuelta atrás que no es nostálgica, sino por ahí digo que es como caminar en reversa, pisando las huellas. Es como rehacer las cosas y retomarlas en el estado en que están, eso me importa mucho. Ver cómo las ha afectado el tiempo, no solo físicamente, sino también conceptualmente. Cómo se han visto modificados los trabajos por el paso del tiempo, y golpeados por ese tiempo transcurrido, y eso es lo que quiero poner ahí, y eso me atrae de las obras antiguas y nuevas.

 

—¿Hacia eso apunta la decisión de no poner los títulos ni las fechas de la obra? ¿Hacia la idea de pensar todo como en un presente?

—Sí, es que para mí las fechas son irrelevantes. Todas estas obras son de hoy, y los títulos incluso los he cambiado, tampoco tienen importancia. Y ponerles una ficha lo que hace de alguna manera es indicar una cierta lectura y fijarla. Lo que el autor dice de las cosas es demasiado marcador, entonces te obliga a ti a leerlo de una determinada manera, y eso no tiene ningún sentido. Prefiero sorprenderme con todas las lecturas “equivocadas”, que son mucho mejores que las mías. El sentido que tiene trabajar en las artes visuales es la multiplicidad de sentidos, entonces no me parece entretenido dirigir las lecturas. Hay algo que se sacrifica ahí, al no poner los títulos, y que muchos espectadores me lo recriminan, me lo piden: “Oye, es que no entiendo”. Sí entiendes, lo que pasa es que quieres que te diga lo que tienes que entender. Pero entiendes. Yo no quiero decirte lo que tienes que entender.

 

—Mirando algunas de las obras expuestas en O si no, y pensando también en su libro Ah, los días felices, hay un nombre que se me viene a la cabeza y es el de Juan Luis Martínez, a quien usted conoció, ¿cierto?

—Yo lo conocí antes de ser artista, lo conocí más chico, en Viña del Mar. Tuvimos una relación muy buena, pero nunca supe por qué. Él como que me adoptó, y me demostraba mucho afecto y mucho interés por lo que hacía. Para mí era un tipo raro. No sabía que era poeta, de hecho. Lo conocía de un café en que nos veíamos regularmente y desarrollamos una relación muy afectiva. Tampoco es que nos viéramos todos los días, pero sí era muy afectivo. Yo me enteré de que Martínez era Martínez mucho después, cuando yo ya estaba con la Nelly, con Leppe.

 

O si no, de Carlos Altamirano. En el Museo Nacional de Bellas Artes hasta el 22 de septiembre. El 29 y 30 de agosto se realizará un conversatorio en torno a la muestra, en la que participarán Hervé Fischer, Fernando Balcells, Nelly Richard y Ticio Escobar, entre otros.

 

—¿Y le interesó La nueva novela?

—Sí, pero cuando la vi ya estaba preparado para verla. Recuerdo que la vimos juntos con la Nelly, con Leppe, y fue casi una ceremonia esa lectura. O sea, no fue que me topé con ella y quedé deslumbrado, sabía lo que podía haber. Yo nunca he sido muy afín a la poesía. O sea, de repente la poesía me golpea, pero me cuesta, me cuesta penetrarla, pero me acuerdo cuando leí las “Áreas verdes” de Zurita, en Manuscrito, me impresionó. Y yo no sabía quién era Zurita… después con Purgatorio también… Ahora, lo que más me importa de Martínez, en realidad, es imaginarme su cabeza a partir de La nueva novela. Trato de imaginarme el mundo vasto y lleno de cosas y fantasear con eso. Eso me sucede al leer La nueva novela, más que golpearme por algún texto o dejarme llevar por la escritura misma.

 

—Por estos días se va a reeditar Filtraciones, el libro de Federico Galende en el que conversó con distintos artistas y teóricos chilenos de las últimas décadas, entre ellos con usted. Y en esa conversación le dice que para usted el mejor artista de todo ese grupo, de los 70, de los 80, es Juan Pablo Langlois Vicuña. ¿Sigue pensando que es el mejor?

—Fijate que un poco, un poco, no exactamente igual, pero es similar a lo que te acabo de decir de Martínez. Me importa su aproximación al arte, su ética, que es por lo que me fascina también Samuel Beckett y Duchamp. Esa aproximación al arte Vicuña la tiene muy marcada, y Martínez también la tiene: entender el arte, la ética del arte más que el resultado. Me interesan en cómo se aproximan al hacer.

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