Un pasaporte condensa la relación de individuos con el Estado. El pasaporte correcto es movilidad sin límites; el pasaporte equivocado desemboca en preguntas hostiles en la frontera. Como fetiche, oculta una antinomia o secreto a voces: que la ciudadanía es contingencia pura, a la vez pertenencia y exclusión. Esta fue la materia (y el tema) de la última muestra de Alfredo Jaar en Múnich, una exposición que dialoga con la tensión que produjo en Alemania la aceptación de inmigrantes de Siria por parte de Angela Merkel. Dicen que perdió un millón de votos por esta iniciativa, los mismos que ganaron los ultraderechistas de Alternative für Deutschland.
por Ignacio Adriasola I 10 Diciembre 2024
En la primavera de 2023, invitado por el Museo de Arquitectura de la Technische Universität, Alfredo Jaar intervino el atrio de la Pinakothek der Moderne en la ciudad de Múnich, Alemania. Encontrándome allá ese año —en medio de un engorroso lío de papeles y aguardando un permiso de residencia que nunca llegó—fui en mayo a ver la exposición un domingo cualquiera. Al ingreso del edificio, una inmensa caja de vidrio se imponía en el centro de la rotonda. En su interior, se levantaban ordenadas columnas de documentos contenidas por altos muros de cristal blindado que en parte reflejaban la sala. Desde un costado resultaba difícil comprender la escala de la obra. No era la falta de espacio lo que dificultaba su apreciación, sino la de perspectiva. Una estructura tan grande como esta solo se entiende por pedazos, como una serie de fragmentos, tal como se aprecia de cerca un cerro, un monumento cívico o una catedral.
Vista desde un balcón en el segundo piso y a cierta distancia, sí se apreciaba un mar de libretas de tapa roja blasonadas con sellos de la Bundesrepublik. Copaban el interior de la caja de cristal, creando una superficie plástica, amplia y pareja. El espectador enmudece al ver lo que efectivamente parecen ser un millón de pasaportes alemanes, tal y como reza el título de la obra.
La escena resultaba curiosa. Los visitantes a la Pinakothek no podían ignorar la intervención, que se emplazaba en el centro del atrio, en pleno ingreso, e impedía el paso de un lugar a otro. Una mayoría la circundaba con premura, como quien desea evitar un obstáculo en el camino. Otros tomaban fotos y se sacaban selfies antes de seguir rumbo. Unos pocos se detenían a contemplar la estructura. Absurdamente trataban de contar el inventario. Intercambiando en voces bajas, incrédulos, se preguntaban si se trataba de verdad de un millón de documentos: “Echte Reisepässe? For real?”.
La intervención en la Pinakothek recreaba una de las obras más conocidas de Jaar —al menos, fuera de Chile—, realizada por primera vez en Helsinki, en 1995. En aquella ocasión se trataba de un millón de pasaportes fineses; esto es, previo al ingreso de Finlandia a la Unión Europea y a la estandarización del pasaporte europeo. Desde entonces, mucha historia ha pasado bajo el puente.
Al menos según rezaba la didáctica impresa en el muro del atrio, para Jaar, en su nuevo contexto, la obra Un millón de pasaportes alemanes aludiría a la situación política actual de Alemania. Como alegoría, la intervención apuntaba al millón de refugiados acogidos por el gobierno de la ex-canciller Angela Merkel desde la guerra civil en Siria, y cuyo efecto parecía haber sido un millón menos de votos para su partido, la hegemónica CDU, en las elecciones federales que siguieron a su dimisión. Esta fuga electoral correspondería al aumento de votos para la formación de ultraderecha antiinmigrante Alternative für Deutschland. En otras palabras, la intervención subrayaba las consecuencias del gesto de acogida.
El procedimiento utilizado por Jaar en esta obra es el de presentar algo que literalmente se ve como un millón de pasaportes. Desde un punto de vista netamente formal, la obra se sirve de un lenguaje neo-objetivista, que entrega un mensaje (en apariencia) casi transparente, declarando de modo inequívoco: “Esto es lo que es”. El procedimiento en sí no es nuevo. En su amplia carrera, Jaar ha utilizado técnicas de presentación desarrolladas inicialmente en el contexto de la publicidad, del fotorreportaje y el documental, hasta la escenografía y la arquitectura, géneros y formatos de diseminación perfeccionados a través del siglo XX, el siglo de la comunicación de masas. El efecto que buscan estas técnicas es el de presentar un mensaje de tal modo que este mismo sustituye a la realidad.
El trabajo de Jaar conecta con el legado temprano de formas de arte hoy abarcadas por el término “conceptualismo”, caracterizadas por la investigación de la información y su capacidad para dar forma a lo real. El monopolio sobre la información ha sido una preocupación constante, por ejemplo, en la obra de artistas como Hans Haacke, Allan Sekula y Victor Burgin, entre otros. En Latinoamérica, recuerda también las estrategias utilizadas por artistas ligados al histórico Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires, donde Jaar expuso a mediados de los 80.
En el caso de Un millón de pasaportes alemanes, la obra se adapta a su entorno, ofrece lecturas divergentes, minando la ambigüedad de la imagen y su relación conflictiva con el texto. Joseph Kosuth, en su exploración de la polivalencia del significado, aparece como un horizonte; sin embargo, a diferencia de Kosuth, Jaar escapa a la visión (o tentación) del arte como discurso cerrado, regresando el gesto estético a la inmediatez política, tal como indicó alguna vez el curador Okwui Enwezor (a cuya memoria la instalación estaba dedicada).
Adriana Valdés notaba en una temprana apreciación, en 1986, que la obra de Jaar genera polisemia, lo que ella asociaba entonces con una poética individual. Sin embargo, diría que en el caso de Un millón de pasaportes alemanes hay algo más que polisemia. Se trata de un exceso de significado, que nace en parte de la repetición, tanto de objetos como del gesto mismo de acumularlos y presentarlos en un nuevo contexto.
A menudo la obra de Jaar es reducida a la lógica de la representación: la “imagen esquiva” su efecto de polisemia, la metáfora, etc. En el caso de Un millón de pasaportes alemanes, el golpe de imagen es innegable. Que los visitantes se tomaran fotos con ella subrayaba lo “instagramable” del evento: es decir, su dimensión espectacular. Pero la impresión generada por la intervención permanece más allá del mensaje y se relaciona con cómo ella surte efecto en el espectador.
Para el visitante incrédulo, la explicación del texto didáctico en el muro de la Pinakothek resultaba un tanto fome, inverosímil. Había una mayor agudeza y densidad crítica en el cuchicheo de los visitantes. Más allá de la pregunta ingenua de si el presentar una pila de documentos es o no “arte”, la interrogante que asaltaba a quienes enfrentaban esta inmensa acumulación de pasaportes parecía ser invariablemente: ¿cómo se logró la obra? Parece simple, pero esta pregunta ilumina un aspecto clave de Un millón de pasaportes alemanes.
Un millón de pasaportes alemanes se alimenta del medio institucional, al mismo tiempo que lo desnuda: mina sistemas abstractos que son a la vez profundamente concretos, a través de una inmensa acumulación de objetos en apariencia banales. La inmensidad de la acumulación impresiona; esto es, lo absurdo termina por afectarnos. Aún más allá de su operación como cosa mentale, la intervención permanece como memoria encarnada. Es un escalofrío.
A fin de cuentas, un pasaporte es “real”. Un pasaporte condensa la relación de individuos con el Estado. No solo simboliza, sino que en efecto confiere privilegios de ciudadanía a su portador. El pasaporte correcto es movilidad sin límites; el pasaporte equivocado desemboca en preguntas hostiles en la frontera. Un pasaporte puede ser denegado, retenido o cancelado. Como fetiche, el pasaporte oculta una antinomia o secreto a voces: que la ciudadanía es contingencia pura, a la vez pertenencia y exclusión.
Recuerdo otros pasaportes del pasado —son tantos en la historia del modernismo, que es después de todo historia de movimiento y migración. A comienzos de los 90 —antes de haber escenificado esa plenitud de pasaportes deseables—, Jaar produjo para la londinense Whitechapel Gallery un libro de artista en cuatro partes, que sirve de registro de exposición. Esta giraba en torno a un proyecto titulado La géographie, ça sert, d’abord, à faire la guerre (La geografía, ante todo, sirve para hacer la guerra). Su título es tomado del famoso tomo de Yves Lacoste, quien subrayaba entonces que esta vetusta disciplina obedece más a la geopolítica que a una simple descripción o morfología.
La primera parte de la publicación de Jaar es una simulación de un pasaporte chileno. En su interior, junto a un texto crítico, uno encuentra fotografías tomadas por el artista e imágenes apropiadas: de alambres de púas, de rejas altas, los ojos de un soldado yuxtapuestos en estilo magazinesco con citas de Gramsci. Este “Pasaporte” es una prisión. Vista en su contexto inmediato, se ve algo así como un poema de Enrique Lihn. Uno se pregunta cómo escapar de una nacionalidad que se padece como condición psicológica. Por supuesto, me refiero no solo al ser chileno a la sombra del horror pinochetista, sino también a identificaciones difíciles de abandonar: el habla infligida por los dos patios del Liceo Alemán, como escribe Lihn. Pero también hay aquí una dimensión concreta y pragmática. Hoy, el moderno y absurdamente caro pasaporte biométrico chileno sigue ofreciendo ambivalencia. Abre puertas, hasta que las cierra.
El artista conceptual Lawrence Weiner, amigo de Jaar, recibió como regalo una de las libretas vacías producidas para Un millón de pasaportes finlandeses. En ella dibuja varios monos: esquemas para proyectos, observaciones, bromas, que republicó a su vez como obra impresa con el título de Suomi Finnish Passi Passport. Un ejercicio que finalmente torna el pasaporte en desvío. Quizás hay ahí una ruta de escape: una línea de vuelo.
Contemplando de cerca la obra Un millón de pasaportes alemanes, de costado, aparece una sensación inquietante, casi angustiosa: la caja de cristal permite acceso visual a su contenido, pero no hay cercanía posible. Un aura ominosa se desprende de los documentos apilados, dispuestos tras un imponente e impenetrable muro de vidrio. La obra encarna una prohibición que interpela al espectador.
Los pasaportes evocan inicialmente una imagen cosmopolita. Pero esa felicidad que impulsa a tantos a dejar su país de origen, en busca de paz, de libertad política, económica, social, y que aparece inicialmente al alcance de la mano, resulta tantas veces esquiva, imposible de tocar. Pese a que en el consenso liberal de posguerra por primera vez nació un reconocimiento a la movilidad como derecho, la realidad es que la migración hoy frecuentemente es sinónimo de precariedad, desesperación, pobreza y violencia. El Estado-nación determina aún en qué condiciones el movimiento de personas es permisible. Y, una vez migrantes, no todos logran obtener un pasaporte. Como Dimitri Kochenov escribe en Citizenship, las reglas a menudo irracionales y de aplicación arbitraria con que los Estados intentan controlar y delimitar el movimiento, demuestran que la mismísima idea de ciudadanía, que en el imaginario liberal aparece como un horizonte participativo e inclusivo, finalmente depende de su opuesto absoluto: la exclusión. Hablando el idioma de lo que se conoce hoy en el discurso del arte contemporáneo como “crítica institucional”, Jaar expone la ciudadanía como antinomia: un cerro de pasaportes inutilizables… e imposibles de tocar.
Importa notar que la situación a la que Jaar alude en Un millón de pasaportes alemanes implica a la institución y el contexto cultural donde la obra es exhibida: los límites del paradigma liberal al que alude son los mismos que limitan hoy el espacio discursivo de la cultura en Alemania. Pienso aquí en la cantinela de moda en torno a la inclusión de artistas del llamado Global South (la versión anglo y descafeinada del “tercer mundo” de posguerra), que Jaar mismo criticaba en su obra temprana. Esta retórica opera netamente dentro de un paradigma excluyente, visto en la obvia incapacidad de entender que dar la palabra al otro implica tener que escuchar cosas sobre las que uno a veces preferiría no saber.
Desde la primera versión de Un millón de pasaportes, creada por Jaar en 1995, han transcurrido casi 30 años. Una obra que en su contexto inicial apareció enmarcada por el optimismo exuberante del momento de la globalización y el triunfo del liberalismo, cuando ideas tales como el fin del Estado-nación o la pertenencia e identidad como categorías fluidas y cambiantes, surgían a la luz de la aceleración del movimiento de personas, objetos e información a través del mundo. Hoy esta obra reaparece en un momento tremendamente ambiguo, en que la actualidad y materialidad del borde, la firmeza de límites y fronteras se imponen nuevamente con fuerza.
En su encarnación actual, la obra subraya un peligro que acecha.
Imagen de portada: Instalación Un millón de pasaportes alemanes (2023), de Alfredo Jaar.