A principios de los años 90, el artista ecuatoriano George Febres descubrió que era VIH positivo. Para ese momento ya era un artista reconocido y muy bien establecido en Nueva Orleans, la ciudad a la que llegó en 1965. Fue allí donde aprendió a mirar con los ojos de un migrante. No que él se considerara uno, pero el calificativo lo persiguió desde que llegó a la ciudad, a pesar de que renunció a utilizar el español y que cambió su ciudadanía ecuatoriana por la norteamericana a los pocos años de su llegada.
por Gabriela Alemán I 25 Abril 2025
George Febres fue muchas cosas en Nueva Orleans: mesero, joven diletante, veterano de guerra, estudiante de arte, asistente del director de la galería que introdujo el arte pop a la ciudad, uno de los heraldos del arte contemporáneo en Nueva Orleans, una personalidad divisiva en la comunidad artística, galerista y coleccionista. Antes de todo eso, en Ecuador, fue portador de un apellido que abría muchas puertas. Descendía de un militar venezolano que acompañó la gesta libertaria de Simón Bolívar y se estableció en Guayaquil. Y, a pesar de que su familia cercana nunca tuvo una posición económica holgada, su familia extensa estaba muy bien posicionada en la sociedad ecuatoriana: no solo contaba con políticos y empresarios exitosos, sino con dos santos, uno erudito y otro popular. El santo Hermano Miguel, un reconocido gramático y miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en el siglo XIX, y el Hermano Gregorio, médico venezolano venerado, tras su muerte, por sus milagros en los Andes.
Jorge Xavier Febres-Cordero no llegó a los Estados Unidos con la intención de convertirse en artista; fue, más bien, algo con lo que tropezó. Y ese tropiezo tardío (tuvo su primera exposición a los 32 años) fue un éxito inmediato por causa de estos sus “Zapatos de caimán”: la persona que los compró decidió que no se los quedaría, sino que los donó al Museo de Arte de Nueva Orleans (NOMA). Entonces el ecuatoriano inmigrante, luego de esa primera exposición en 1975, entró al museo de arte más importante de la ciudad. Después de eso nunca paró. A lo largo de lo que quedaba de los años 70 y durante toda la década de los 80 exploró, a través de su arte, retruécanos visuales que partían del mismo principio que había aplicado a los zapatos: explorar la literalidad de los títulos que ponía a sus obras.
Los retruécanos o juegos de palabras son considerados la forma más básica del humor. Un retruécano es una broma compuesta por una palabra o una frase que contiene varias capas de significado. Una broma anclada en la ambigüedad que transforma una cosa en otra al conectarlas a través del sonido o, en el caso de los retruécanos visuales, a través de la vista. Y le sirvieron a Febres para cuestionar su relación con su nuevo entorno. Aprendió a mirar de otra manera, a mirar con los ojos de un migrante. No es que él se considerara uno, pero el calificativo lo persiguió desde que llegó a la ciudad. A pesar de que renunció a utilizar el español y cambió su ciudadanía ecuatoriana por la norteamericana.
Pero su asimilación nunca fue completa: estaban su acento, los rumores de su poderosa familia en el país bananero (que él mismo propagaba), su cercanía a la divinidad, su sentido del humor. Algo que, una vez establecido en la comunidad artística de la ciudad, convirtió en una estrategia. Exageró la diferencia en lugar de intentar obviarla. E insistió en el humor.
Un humor que se elevaba sobre el mito duchampiano: arte es lo que se dice que es arte. Su fe en el mito le permitió obviar las imposiciones del mundo artístico de la costa este. El que dictaba, a través de sus críticos, coleccionistas y galeristas, qué se consideraba arte. Un aparato que también moldeaba los gustos y acercaba la creación al sufrimiento y a la abstracción. Sobre esa construcción triunfaron los expresionistas abstractos, con Jackson Pollock a la cabeza. Y, a pesar de que eso fue lo que le enseñaron en la facultad, ya no eran los años 50. Andy Warhol, en la década siguiente, había pasado con una aplanadora sobre cualquier noción de cómo debía comportarse el arte y un artista. Y, de todas maneras, ya eran los 70.
Esas piezas, las que daban forma literal a expresiones o palabras comunes, eran las que mejor se vendían y fueron sobre las que Febres volcó su energía. No solo eran humorísticas, sino que escondían un cuestionamiento del mundo y de las estructuras que lo sujetaban.
Si creemos a Lacan, “el valor de una broma se centra en la posibilidad de que se juegue con el fundamental sin-sentido de todos los usos del sentido”. Las bromas no solo permiten que aflore la naturaleza incierta de la realidad social, sino que traicionan su inestabilidad. Alguien que habita el margen siempre verá con mayor claridad esa inestabilidad. Y George Febres habitaba varios: era extranjero, gay y artista. Y, como tal, tenía una manera particular de “mirar”. Según él mismo: “Tienes que entender cómo trabaja mi mente. Quiero decir, siempre veo una imagen cuando digo una palabra, así que comencé a visualizar todas esas cosas fantásticas en mi cabeza”.
Pero más allá de los retruécanos, también estaban esos otros cuadros que escondían mensajes cifrados en su contenido o en los títulos que Febres les daba. Gaston Lovelace, por ejemplo, hace referencia a un reconocido personaje de la literatura infantil de Luisiana de nombre Gaston, un lagarto que reemplaza a Santa Claus y salva la Navidad de los niños que habitan los pantanos. El apellido Lovelace, claro, es una referencia directa a Linda Lovelace, la actriz de una de las cintas pornográficas más famosas de la historia: Garganta profunda (1972).
El humor que cultivaba Febres tenía la energía dionisíaca del carnaval.
Hasta que dejó de tenerla.
Fue un cambio que provocó la llamada telefónica que dio la alerta sobre el VIH y el frenesí que le siguió. Después de tratar de reservar la Catedral de Nueva Orleans para su funeral (sin tener una fecha concreta), intentar poner sus asuntos en orden y pensar qué haría con la enorme cantidad de artefactos artísticos que poseía (sin llegar a ninguna conclusión), descubrió que su cuerpo le pedía descanso. Y mientras se lo daba, se volcó de una manera obsesiva sobre el juicio televisado a Lorena Bobbit.
Hasta ese momento su obra con referencias más políticas había sido Bay of Pigs / Playa Girón, la pieza que envío a la Bienal de La Habana en 1986. Y que terminó donando al Museo Wilfrido Lam cuando no la ganó.
Después de la llamada aventuró mucho más.
Gracias a la invitación que recibió de Lew Thomas, fotógrafo conceptual de San Francisco, y curador del Centro de Arte Contemporáneo de Nueva Orleans (CAC) entre 1989 y 1995, preparó un emblema para la exhibición convocada por la Galería de Arte de Yale sobre emblemas tradicionales y contemporáneos.
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Es el inició del affaire Yale. Si me detengo en él es porque funciona como una radiografía de la personalidad de Febres en un momento de quiebre en su producción artística.
La carta de invitación fue muy detallada. Explicaba a los participantes qué es un emblema, de qué está compuesto y por qué la galería de Yale se encontraba interesada en hacer una actualización de la popular tradición de los siglos XVI y XVII:
Estamos pidiendo a los artistas contemporáneos que revivan la tradición de los emblemas de los siglos XVI y XVII para explorar las (dis)continuidades entre el lenguaje simbólico del pasado y el del presente. Específicamente, lo invitamos a componer un emblema actualizado sobre un tema de su elección para incluirlo en esta exposición.
Las instrucciones para producirlo eran simples: incluir un lema o frase que defina el tema general del emblema, una imagen con el elemento central del emblema y un epigrama o comentario en prosa o verso que ofreciera una estrategia interpretativa para entender la relación entre los distintos motivos simbólicos de la imagen.
La carta de invitación estuvo fechada el 26 de enero de 1994, la última comunicación con Febres fue de julio del mismo año.
El emblema que George Febres creó cumplía con todos los requisitos que le pedían:
El lema:
Ecuador contra los Marines de Estados Unidos
o
Los poderosos y la migajaLa imagen:
Un pene, cercenado y cosido, cruzado por un cuchillo.El epigrama:
Cuando Lorena de Ecuador y John Wayne del Cuerpo cayeron, como tórtolas, enamorados, Juno bromeó con Júpiter sobre los poderosos y la migaja, a quien, ella dijo, una noche Eris pondría en aprietos, pues, aunque el poder pareciera tener la razón, las migajas taladran y rebotan y rebotan y taladran, hasta acabar con el centro.
Con la creación del emblema Febres dejó atrás los retruécanos y favoreció un humor más intelectual, que lo acercó a la ironía.
Es imposible volver atrás para comprender cómo operaba la sociedad norteamericana en los años 90, ni saber cuáles eran sus preocupaciones más apremiantes, pero ciertamente no se inclinaban de una manera abrumadora a favor de Lorena Gallo de Bobbit, migrante ecuatoriana del pueblo de Bucay, Ecuador.
Febres, hasta el momento de descubrir que era VIH positivo, vivió una existencia privilegiada en el Barrio Francés de Nueva Orleans. En la grieta por la que cayó, escapando de los dictados de la sociedad, entraba TODO su mundo. Era un mundo marcado por la bohemia, que celebraba la diferencia y la ambigüedad, que utilizaba lo camp para subvertir, que se burlaba del poder y que optaba por relaciones horizontales sobre las jerarquías. Ese mundo se convirtió en un espejismo cuando debió depender de su estatus de veterano de guerra para tener acceso a un tratamiento médico, carente de un seguro privado de salud. Su nueva realidad lo desconcertó y abrumó en igual medida. Perdió su privilegio, para convertirse en un enfermo, un número de caso, que debía esperar la buena voluntad de las personas (enfermeros, médicos, psiquiatras, trabajadores sociales) de los que ahora dependía, y dependió, por seis años. Fue un aprendizaje acelerado sobre la discriminación racial, de clase y orientación sexual que nunca, en sus 30 años previos en Estados Unidos, había experimentado de una manera tan brutal, estando, además, en su momento más vulnerable. No pretendo encontrar una única explicación para lo que ocurrió en la psiquis de Febres, que escogió identificarse con una mujer trabajadora de origen ecuatoriano contra el establishment y el Ejército norteamericano, del que había formado parte y que, cuando perteneció a él, había identificado con algunos de los mejores años de su vida. Al solidarizarse con su compatriota, a través de su arte, el violento John Wayne Bobbit, el exmarine, pasó a representar a todos los marines de Estados Unidos y al poder. Mientras Lorena se volvió la sinécdoque de Ecuador y “las migajas” del mundo.
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La primera comunicación con Yale es formal. Febres cumple con lo solicitado, enviar una fotocopia del emblema que estaba desarrollando para que los encargados pudieran realizar comentarios. Esta fue la respuesta entusiasta de la galería:
Disfruté mucho del diseño que está desarrollando. Por esa razón, espero que esta carta le llegue antes de que produzca el producto final, que necesitaría algunos ajustes para cumplir con los requisitos establecidos en la propuesta. Como bien sabe, nos ha enviado el modelo de una impressa o dispositivo heráldico, una forma que es similar al emblema. Los Bobbitts bien merecen una impressa: son prácticamente realeza estadounidense, o tal vez bufones coronados (en la tradición renacentista). Sin embargo, nos interesa específicamente la estructura tripartita del emblema.
Febres, en efecto, partió del escudo familiar de los Febres-Cordero como inspiración para el emblema, en el que no incluyó, al principio, ni un lema ni un epigrama. Después de que Febres cumpliera con el pedido, la respuesta de la encargada de la exposición, Allison Leader, fue la siguiente:
Al revisar su emblema, he notado un problema evidente. Ha escrito mal Eros (lo escribe “Eris”). Y, para poder exponer la obra, necesitaré que corrija el error ortográfico.
Febres le responde a vuelta de correo:
Gracias por su nota. No me he equivocado. Eris es la diosa de la discordia. (…) Y me refiero a Eris, no a Eros. Eso hace parte de la sutileza de todo esto. Decir Eros quitaría a la pieza su ironía y la convertiría en un producto pueril e inmaduro. Pero gracias por su atenta lectura. Sé que estoy en buenas manos.
La siguiente misiva la firma Richard S. Field, curador de láminas, ilustraciones y fotografías de la Galería de Yale:
Ciertamente quiero agradecerle por haber enviado su imagen divertida y actual satirizando el asunto Bobbitt. Pero si bien lo encuentro divertido, también debo confesar que ninguno de nosotros, lamentablemente, lo considera adecuado para la exposición. (…) Las razones de nuestro rechazo son obvias y sutiles. (…) Si bien podría parecer que usted ha utilizado la estructura de tres partes, sentimos que ha estirado y torcido esa estructura hasta cierto punto. (…) Y su eslogan en la parte superior, “El poderoso y la migaja”, en realidad no es lo que está en juego en el asunto Bobbitt. En resumen, creemos que ha hecho una interpretación humorística de un acontecimiento bastante trivial.
Es curioso que el curador de la Galería de Arte de Yale escriba que “su eslogan en la parte superior, ‘El poderoso y la migaja’, en realidad no es lo que está en juego”, cuando en la descripción que su oficina envió a los participantes enfatizaba la ambigüedad inherente a la imagen y a la palabra, y la total libertad que los artistas tenían para desarrollar su propuesta. También resulta curioso que el fenómeno Bobbitt, que consumió el interés del mundo por meses, sea despachado como un “acontecimiento bastante trivial”.
El terreno de la cultura es inestable, pero el del poder no lo es tanto. Y la galería, en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, funciona como la representación de ese poder. Como señala Dave Hickey en The Birth of the Big, Beautiful Art Market, “tenemos un arte académico que, al igual que el arte comercial, cortesano, religioso y oficial de antaño, se contenta con anunciar sus valores y agendas corporativos preaprobados”. Interpretar el caso Bobbitt bajo la luz del poderío militar simbólico de un exmarine con el nombre del héroe vaquero (John Wayne), representante de todos los valores colonialistas, expansionistas y racistas norteamericanos, no era una posibilidad para el curador de la muestra.
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¿Qué hizo Febres ante la negativa?
Convertir su diseño en una serie.
Tal vez nunca tuvo fe en que entraría a la exhibición o, ya que había hecho el diseño y no decaía el interés alrededor de los Bobbitt, imprimió 80 camisetas y ocho sudaderas con su emblema (que se vendieron como pan caliente en Nueva Orleans).
Sí, no entró a Yale, pero aun así tuvo la última carcajada, pues todo el affaire quedó en el archivo del Historic New Orleans Collection (HNOC) y su emblema no solo apareció en las camisetas y sudaderas, sino que fue impreso en el libro que publicó en 1994, Jest for the Pun of It.