Mon Laferte y la patrulla del arte

La discusión sobre el acceso a espacios culturales es legítima, pero cuando la crítica se concentra exclusivamente en quién está ocupando el espacio, más que en el valor o impacto de la obra, queda en evidencia que lo que molesta no son solo las pinturas de una cantante, sino su éxito, su visibilidad y, en última instancia, su derecho a estar ahí. También, en una señal de provincianismo, molesta cuando un artista cruza disciplinas y explora en lenguajes que no ha estudiado. Sin embargo, cuando la argentina Mariana Enriquez llenó el Teatro Nescafé de las Artes con un show, nadie se preguntó si una escritora famosa tenía derecho a ocupar un espacio destinado, por lo general, a las artes escénicas.

por Galo Ghigliotto I 22 Febrero 2025

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Mon Laferte es cantante, no pintora, exclaman. Y peor aún, además de cantante es famosa. Por eso, la muestra de sus pinturas en el Parque Cultural de Valparaíso ha generado tanto ruido. Se dice, en las redes y en las reuniones, que no expone por su talento como artista, sino por su trayectoria en la música. Este parece ser el punto más difícil de digerir para algunos: el espacio que hoy ocupa se lo debe, en parte, a su éxito.

Muchos años atrás, con un poeta-editor, armábamos una lista de nombres de poetas que pudieran ser parte de una antología. Propuse incluir a un autor que, además de escribir poesía, organiza eventos escriturales o lecturas. Mi colega poeta-editor (o solo poeta, quizás, debería decir) se negó a incluirlo diciendo: “No, ese es un gestor cultural”. Desde mi punto de vista, ese “gestor cultural” había escrito un libro de poesía que me parecía importantísimo. A partir de ese entonces, comencé a notar un cierto monoteísmo en la ideología de un grupo significativo de productores culturales locales, quienes creen que un creador pierde su legitimidad si incursiona en disciplinas distintas a la de su origen. Lo mismo aprecié en un taller de poesía al que asistí, donde un compañero se refería a quienes se atrevían a escribir poemas siendo pintores o músicos como artistas “multipatéticos”.

En el caso de Mon Laferte, a un puñado de artistas y productores culturales les ha parecido inapropiado que ella se atreva a generar arte visual siendo música. A otros les ha parecido aún más terrible que ella haga uso de su fama para instalarse en espacios que, afirman, les pertenecen a artistas legitimados (por ellos mismos). Y mucho más terrible es que algunos de esos otros han sido desplazados de su “hábitat natural” por una recién venida o allegada que está tratando de robar los privilegios sobre los cuales solo unos elegidos tienen derecho. El artista Francisco Papas Fritas publicó recientemente un comentario en Instagram criticando a la pequeña burguesía del arte chileno, que defiende sus feudos a través de cartas y reclamos en los medios. Actúan como si los espacios culturales fueran de su propiedad, en lugar de bienes comunes abiertos a la comunidad.

Algo que ha sido parte de la discusión solo de soslayo es la incumbencia de los espacios que han dado cabida a obras como las de Mon Laferte. Si su arte es tan deficiente como algunos afirman, ¿por qué estos espacios decidieron exhibirlo? La precarización de la cultura en Chile es un problema conocido por cualquiera que tenga un mínimo interés en el tema. Se abre entonces la discusión sobre cuál es el objetivo de estos espacios, sobre cuáles son los indicadores con los que deben cumplir para seguir recibiendo los aportes de las entidades a cargo, siempre cuestionados y sometidos a la burocracia estatal. El rol de un espacio cultural es estar abierto a la comunidad; pero no solo eso: tiene que generar audiencias y contacto con un público cada vez más esquivo. Presentar la obra de una artista como Laferte, una personalidad masiva no solo por la calidad de su producción musical sino también por lo que representa como mujer, como figura pública, ofrece la oportunidad de vincular a un público que posiblemente no visitaría un museo, la oportunidad de luego integrar ese espacio a su imaginario, a un cotidiano complementado por la aparición súbita de ese lugar.

El rol de un espacio cultural es estar abierto a la comunidad; pero no solo eso: tiene que generar audiencias y contacto con un público cada vez más esquivo. Presentar la obra de una artista como Laferte, una personalidad masiva no solo por la calidad de su producción musical sino también por lo que representa como mujer, como figura pública, ofrece la oportunidad de vincular a un público que posiblemente no visitaría un museo, la oportunidad de luego integrar ese espacio a su imaginario, a un cotidiano complementado por la aparición súbita de ese lugar.

La misma Mon Laferte ha contado que visitó un museo por primera vez a los 30 años, en México. A partir de esa experiencia comenzó a desarrollar una producción que hoy supera las mil obras. Es posible que algunas personas que nunca han pisado un centro cultural lo hagan por primera vez gracias a esta exposición. La pregunta entonces es: ¿qué significa para un espacio cultural exhibir el trabajo de una artista masiva? La respuesta es paradójica: la posibilidad de ofrecerle a otros artistas un espacio continuo en el que puedan mostrar sus obras. Circula por ahí la leyenda de que un editor argentino a punto de quebrar le pidió a Neruda un libro que le ayudara a salvar su editorial. Neruda le habría entregado Odas elementales, título que propició el reflote de la editorial y de ese modo seguir publicando otros libros. Y eso no es infrecuente en las editoriales, incluso tiene un nombre: se llama perecuación cuando un libro exitoso financia la publicación de otros títulos menos comerciales. Lo mismo ocurre con las galerías, cines, centros culturales: mientras más visitas, mientras más ingresos, mayor espacio para artistas a veces más radicales, a veces simplemente minoritarios. Desconocer esto es parte de la ignorancia de los indignados.

En los comienzos de Pedro Lemebel, no pocos decían que era más performer que escritor. Cuando hace 15 años La Furia del Libro comenzó a usar el GAM como sede, hubo quienes criticaron que el evento se realizara en un espacio que también albergaba una tienda Puma. Cuando Demian Schopf expuso Hechizas, una obra basada en armas artesanales construidas en cárceles chilenas, algunos lo denostaron porque nunca había estado preso. Ahora, con Mon Laferte, uno de los argumentos esgrimidos es que “no estudió arte”.

Sin embargo, hace unos meses, la argentina Mariana Enriquez llenó el Teatro Nescafé de las Artes con un show, y nadie cuestionó si una escritora famosa tenía derecho a ocupar un espacio tradicionalmente destinado a las artes escénicas. Del mismo modo, cuando recientemente se presentó una muestra inmersiva basada en la obra de Banksy, no hubo críticas sobre el alto precio de las entradas.

Al parecer, esta resistencia se da con especial intensidad dentro de las fronteras chilenas, donde existen privilegiados autorizados y privilegiados no autorizados. En otros contextos, el cruce entre diferentes expresiones artísticas es visto como un síntoma natural de la creatividad, mientras que aquí sigue siendo motivo de indignación y patrullaje (por simbólico que sea). La discusión sobre el acceso a espacios culturales es legítima, pero cuando la crítica se concentra exclusivamente en quién está ocupando el espacio, más que en el valor o impacto de la obra, queda en evidencia que lo que molesta no es solo el arte de Mon Laferte, sino su éxito, su visibilidad y, en última instancia, su derecho a estar ahí.

 

Fotografía: Te amo. Mon Laferte visual en el GAM, enero de 2023. Crédito: Cristián Soto Quiroz.

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