El artista recoge en el volumen Escritos 1980-2020 y textos en obra una amplia y diversa producción literaria que ha acompañado su obra, que incluye desde escritos para catálogos y presentaciones, a cartas privadas y notas personales. Recuperándose de una quimioterapia, Díaz reconstruye cómo se “privatizó la vida artística en los 90”, recuerda el día en que editó la novela póstuma de Adolfo Couve y describe cómo su generación puso el “dedo en la llaga de la política”.
por Roberto Careaga C. I 11 Septiembre 2025
El martes 9 de julio de 1991, Gonzalo Díaz (1947) leyó por segunda vez Venus en el pudridero, de Eduardo Anguita. Antes le había interesado, pero al releerlo quedó impactado. Mientras caía la noche, estuvo un poco menos de dos horas pasando las páginas, sorprendido con los niveles de complejidad, lucidez y reflexión del poema. “No hay nada en las artes visuales que se asemeje a lo que pueden decir los poetas / … o a lo que pueden decir las palabras de los poetas”, escribió en la primera página de su copia y poco después decidió escribirle una carta al propio Anguita, intentando dar cuenta del “hechizo” en que había caído.
Sin saber cómo ubicar a Anguita, Díaz le entregó la carta a su amigo, el escritor y pintor Adolfo Couve, y le pidió que se la hiciera llegar. Nunca tuvo una respuesta del poeta. “La relectura de ese poema fue muy impactante para mí”, cuenta Díaz. “Y esa carta era parte de una cuestión muy típica de la época: entusiasmarse con causas perdida. Como mandar una carta sabiendo que no iba a pasar nada; de hecho, nunca tuve la certeza de que Couve la hubiera entregado. Todo eso era parte de la gratuidad con que uno hacía todas las cosas”, añade el artista, que decidió desempolvar aquel texto sobre Venus en el pudridero y publicarlo en el libro Escritos 1980-2020 y textos de obra.
Publicado por Ediciones Metales Pesados, el volumen editado por Consuelo Rodríguez recoge en 500 páginas la amplia producción escrita que ha acompañado la obra que Díaz viene desarrollando desde fines de los 70 en disciplinas como la pintura y la instalación. Premio Nacional de Artes Plásticas en 2003, durante la dictadura Díaz fue parte del corazón de la vanguardia bautizada como Escena de Avanzada, y luego ha continuado desarrollando una obra que lo sitúa entre los artistas chilenos ineludibles. Los premios, hitos y exposiciones de su carrera a estas alturas son difíciles de listar, pero sería un descuido no mencionar Historia sentimental de la pintura chilena (1982), donde figura el emblema de la chica Klenzo, o la instalación Lonquén 10 años (1989), inspirada en el hallazgo de restos de detenidos desaparecidos en 1978 en los hornos de Lonquén.
“Única condición para poner el dedo en la llaga de la política: una extrema delicadeza que haga de esta usura una construcción soportable, delicadeza que ha demostrado diez años en tejerse, distancia y peso suficiente para habilitar una relación inesperada: la actividad del sueño y ejercicio sacrificial de la confesión”, se lee en el texto original que acompañó la muestra Lonquén 10 años. Ahora incluido en Escritos 1980-2020, quizá ilumina el tono de Díaz al escribir: tan técnico como poético, siempre consciente del peso político de las palabras y dispuesto a combinar la controversia pública con el misterio. Ese tono late en los textos que acompañan sus obras, pero también cuando escribe sobre otros artistas, en conferencias y artículos, incluso en cartas privadas (ahora públicas) y en piezas sin otro objetivo más que el ejercicio literario.
“Me reconozco como escritor, pero nunca tuve ni la intención ni en vista que todo iba a terminar en un libro. Siempre fue una actividad secundaria en mi vida artística, intelectual. Sé que tengo una cierta voz, un cierto oído, algo que reconozco cuando leo cosas que he escrito años atrás y no puedo creer que los haya escrito yo. Son de otra autoría”, dice Díaz, sentado en su cama, tapado hasta la cintura: se está recuperando de una quimioterapia para el cáncer al pulmón que padece desde 2020.
“No es que fumaba, es que la cagué pa fumar. Dos cajetillas, no sé”, dice, y cuenta que después de varios tratamientos, la última quimioterapia lo dejó literalmente en la cama. Por él estaría en su taller, trabajando en nuevas obras, pero por ahora no puede. Hace un poco más de un año que no produce una. “Un tiempo muy largo. Me pican las manos, pero estoy en una situación bastante complicada, estoy como prisionero”, añade con una voz que en ningún momento parece la de un enfermo. Su ánimo tampoco. Acaso está más cerca de ese entusiasmo que hace 25 años, cuando tenía 44, lo llevó a mandarle la carta a Anguita.
¿Ese entusiasmo estaba ligado al regreso de la democracia o era un resabio de los 80?
A esa época específica y a una época anterior. Había algo de entusiasmo todavía. Ya estábamos de vuelta la democracia y ahí se produjo un cambio totalmente radical en ese ánimo y esta poética de trabajo, esta manera de participar de una escena. En el año 90, cuando se elige a Aylwin, y pasamos a la democracia entre comillas, se terminó radicalmente todo. Cada uno se fue para su casa urgentemente. Hasta ese momento había una fiesta todos los fines de semanas que era sagrada, era el único momento en que nos encontrábamos. No había juicio sobre nadie… Después lo hubo: “No, con este tipo yo no me meto, hace ese tipo de obra con la cual yo no comulgo”. Se produjo una división y yo diría que una privatización de la vida artística. Cada uno se fue para su casa y se terminó la escena.
¿Quiénes estaban en esas fiestas?
Todos. Desde Eugenio Dittborn hasta la última perica, que era una alumna de 20 años que no tenía obra, pero que participaba por igual en la fiesta del fin de semana. De ahí salían muchos proyectos de obra, no era solamente la fiestoca. Ahí pasaban cosas, se armaban cuestiones. Todavía no existía ninguna institución u organización. No había Fondart, no había plata para hacer nada, éramos totalmente marginales y siendo marginales éramos una especie de príncipes. Nos comportábamos como príncipes.
Esa escena de la que hablas se relacionó mucho con la escritura. Fue muy escrita. Críticos como Nelly Richard, Ronald Kay o Justo Pastor Mellado llegaron configurar un tipo de escritura muy opaca para abordar las obras de la Escena de Avanzada. ¿Cómo te relacionabas con ese tipo de textos?
Había soportes editoriales como La Separata, que era esta publicación que hacía la Nelly en la galería Sur. Ahí se publicaban muchas de estas cuestiones a las que te refieres. Al hacer este libro, los textos con los que más tuvimos problemas fue con los de los años 80, porque eran en un lenguaje completamente demencial, incomprensible, desaforado. Un lenguaje que no tenía ninguna contemplación con nada, con ningún público.
En tu caso o en el de Dittborn, muchas veces es un lenguaje que raya en la poesía.
Era una manera de reemplazar la teoría que nos faltaba, o que no teníamos. Yo nunca la tuve, y de eso soy muy consciente. Nunca tuve método, ni formación filosófica ni teórica; tenía lecturas muy desordenadas, muy poco sistemáticas; pero de todas maneras, la misma exigencia de la escritura hacía aparecer textos con un nivel analítico que suponía el uso o el conocimiento teórico que yo no tenía.
La idea de “poner el dedo en la llaga de la política”, que dices al presentar Lonquén 10 años, fue una operación de tu generación muy explícita. No es que no se haya hecho antes, Balmes estaba mirando a la calle y a la agitación política de su época, pero imagino que en el caso de ustedes, al trabajar en dictadura, tuvieron que pensar mucho cómo hacerlo. ¿De ahí viene la idea de la delicadeza?
Exactamente. Todo eso, el dedo del arte en la llaga en la política, la delicadeza, la necesidad de digerir el tiempo, todo eso estaba imbuido de esta preocupación de pasar por arriba de ese pecado mortal de hacer obras panfletarias. Esa era nuestra crítica con respecto a la generación de Balmes. Su preocupación no era tan intensa en ese sentido, por el hecho de ser comunistas: creían en esa literalidad de la cuestión: si algo se dice, se hace. Yo por lo menos pensaba que la única manera de solucionar ese problema, que era gravísimo, que la obra quedara prisionera de su referente, era que los procedimientos estuvieran al mismo nivel de los temas. Y sobre eso estaba este chiste de Adolfo (Couve), que todavía usamos en la escuela: “El tema es el opio del pueblo”.
En ese momento eras muy cercano a Couve, fuiste su ayudante, y él estaba lejos de la política, ¿no? ¿Cómo era esa relación?
Éramos muy amigos, después nos distanciamos porque Adolfo era muy beato. Era muy reaccionario, conservador. Nos peleábamos todo el tiempo, yo me mofaba de él y él también se mofaba de mí. Me trataba de obrero. Él era el aristócrata… yo lo hueviaba con eso todo el rato.
¿Y cómo llegaste a editar su novela póstuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza? Imagino que seguías siendo cercano a él para llegar a hacer ese trabajo.
Adolfo estaba bastante enfermo de la cabeza ya. Nos veíamos poco, porque vivía en Cartagena, pero yo lo iba a ver. De hecho, lo fui a ver poco antes de que se matara. En ese momento ya teníamos una relación más lejana, pero yo estaba preocupado, en una constante alerta, hasta que pasó lo que pasó. Murió el mismo día en que Pinochet entró al Senado. En los últimos meses yo pasé varias veces por su casa y me hizo este encargo, editar su novela. Un día me pidió ese favor y me explicó algunas cosas. Estaba mecanografiada y algunas partes manuscritas. Me quedé con ese cacho terrible. De hecho, le pedí ayuda a Roberto Merino, porque había que tomar una cantidad de decisiones y las podía hacer, pero no era sencilla la responsabilidad de alterar el texto.
Ustedes tenían una relación en torno a la literatura, más allá de la pintura.
Había una tradición. En los años 60, cuando yo entré a la escuela, nosotros éramos vecinos. Adolfo vivía en Guardia Vieja, en la última cuadra, frente a Allende. Yo vivía en la primera cuadra. Y en esa época Adolfo me pasaba sus manuscritos y yo se los corregía con un papelito de color que escribía a máquina. Yo era muy insolente, pero teníamos esta especie de juego en que él me entregaba unas fotocopias anilladas y yo al día siguiente se la devolvía llena de unas tiritas de colores con correcciones. Él respetaba mi criterio de objetividad, de síntesis, no sé. Creo que de ahí viene esta petición para la novela final. Tenía una cierta confianza de que yo iba a hacer el trabajo, no lo iba a dejar botado.
Couve murió en 1998, ¿seguía en la escena algún entusiasmo gratuito como el que te llevó a escribirle a Anguita? ¿O ya se había privatizado la vida artística?
Creo que llegando la democracia todos nos desprendimos de la obligación política. Además, el cansancio. Llevábamos como 20 mil años de aislamiento. Me acuerdo que cuando venían curadores a Chile en los 80 era como encontrarse con marcianos. O ver una revista, no sé, la Art in América, era como ver un ovni. Daba cuenta de un mundo afuera absolutamente hirviente de actividad y contemporaneidad e ideas, y nosotros metidos en esta covacha absolutamente aburrida, en la que no pasaba nada. Y la vuelta a la democracia, que significó que entrara un poco de aire, empezó a haber una cierta actividad internacional que nos ponía en contacto con un afuera activo y moderno, democrático.
Pero también me dices que perdió la escena, ¿eso significó que se perdiera alguna densidad en el ejercicio artístico?
Absolutamente. Con la Nelly siempre comentábamos eso, se perdió cierta intensidad enunciativa, formal, procedimental, de todo. Durante los 80 había un aplastamiento de parte de los “padres totémicos”, como los llamaba Mellado, sobre los artistas jóvenes, y en los 90 surgieron… Eran bastante ahí nomás. Lo que yo recuerdo es que a mí me empezaron a invitar de afuera, que fue una manera también de irse para la casa. De privatizarse. En Chile tampoco era muy interesante lo que estaba pasando, los aportes de los artistas jóvenes no eran muy interesantes. Eso se hablaba, incluso yo creo que se escribía. Yo me empecé a preocupar de mis obligaciones afuera, que me implicaban bastante trabajo porque cada invitación era trabajar una obra. Y por eso yo aceptaba: una obra nueva financiada, sin tener que depender de las condiciones pésimas que había en Chile, cuestión que empezó a aflorar como tal. Una institucionalidad artística horrible, atrasada. Esta cuestión de que en Chile no había museos, no había galeristas, no había coleccionistas, no había aparato crítico, no había revistas, no era una frase para el bronce, era bastante real.
¿Y ahora hay?
Por supuesto que no.
¿Todavía la vida artística opera en la privatización?
Bastante. Estamos en plena campaña presidencial, nada menos que (José Antonio) Kast está en el horizonte y tú ves que las relaciones con el arte en Chile no se mueven. Nadie se ha sentido interpelado por esta situación política desastrosa que estamos viviendo en este mismo momento. Seguramente van a haber firmas, pero antes esto hubiese movido la creatividad o la capacidad de producción de muchos artistas.
¿El estallido de 2019 movió la creatividad?
Yo no fui capaz de responder a eso. Coincidió con la muestra Notizen, en la D21, que estaba asociada al tema, pues ahí se hablaba de Asamblea Constituyente. A pesar de que el estallido le cayó de lleno a esa muestra, al punto de que estuve cerca de no hacerla y de que los textos que se refieren a ella hablan de la noche del 18 de octubre, yo no fui capaz de producir algo que tuviera como referente directo el estallido social. Y eso que se trata del movimiento social más importante de los últimos 40 años. No tuve ninguna capacidad de relacionar ninguna imaginería con ese evento. Porque, además, había mucha respuesta literal. Insoportable. Obras que duran tres minutos, te las tragas, las digieres y chao, desaparece. Ese es el gran problema de que la obra ceda a su referente. Ese es uno de los cuidados formales y teóricos que yo he tenido durante toda mi vida artística. Tal vez en 10 años más yo haga algo con el estallido social, si sigo vivo todavía. Ese tiempo de 10 años, el tiempo de Lonquén, es el adecuado para solucionar ese problema de la obra como panfleto. Si no está ese tiempo, lo que único que tienes es pura información, ninguna posibilidad de contradecir, de buscarle un sentido opuesto o contradictorio, problemático.
¿Sigues escribiendo?
Menos, con más dificultad. Esta cuestión del cáncer me ha hecho muy mal para la cabeza, perdí algo. Por las drogas del tratamiento, eso es evidente. Perdí esa voz, ese ruido. Ese sonido que está entre medio del pensamiento y la escritura. Al medio se ubica este sonido que hace que lo escrito se transforme en un texto, que adquiera el nivel de escritura y que yo puedo ver en algunas páginas de este libro.
Imagen de portada: Gonzalo Díaz en agosto de 2025. Cortesía del artista.
Escritos 1980-2020 y textos en obra, Gonzalo Díaz, Metales Pesados, 2025, 520 páginas, $23.900.