La apuesta de La inesperada verdad sobre los animales, de Lucy Cooke, es sencilla: mostrar hasta qué punto la verdad sobre la fisiología y el comportamiento animal es mucho más sorprendente que los errores y los más descabellados mitos creados por nuestros antepasados. Al leerlo, es difícil no sentir una mezcla de risa, vergüenza y compasión por las ocurrencias de otras épocas.
por Luis Felipe Alarcón I 22 Diciembre 2020
Inútiles o laboriosos, grandes o pequeños, mansos o atemorizantes, los animales han cumplido siempre un rol en el gran teatro de la humanidad. Es decir, en la manera en que el humano se representa a sí mismo y al mundo que le sirve como decorado. Nos han servido de alimento, de transporte, de compañía y, no hay que olvidarlo, de ejemplo moral. Pero sobre todo nos han fascinado. Es quizá bajo el influjo de esa fascinación que los humanos han observado, diseccionado, modificado y adorado a eso que insistimos en llamar con un solo nombre, a pesar de su casi infinita variedad, “los animales”.
La apuesta de La inesperada verdad sobre los animales, de Lucy Cooke, es sencilla: mostrar hasta qué punto la verdad sobre la fisiología y el comportamiento animal es mucho más sorprendente que los errores y los más descabellados mitos creados por nuestros antepasados. Eso hace que por un lado sea un libro de divulgación científica al que no le faltan datos, citas y extractos de entrevistas con expertos, pero por otro un compilado de ingenuidades que va desde Aristóteles (que creía que las anguilas nacían por generación espontánea) hasta Lytle S. Adams (que creó un plan para usar murciélagos como pequeños aviones bombarderos contra Japón, y afortunadamente fracasó). La hipótesis que esta en juego es igualmente simple: es nuestro desconocimiento el que ha permitido la proliferación de invenciones, mitos, locuras y atrocidades contra esos seres a los que Francisco de Asís llamó nuestros “hermanos menores”. Hoy sabemos un poco más y podemos verlos cómo son, ya no proyectamos en ellos nuestros deseos, nuestros miedos; hoy nos revelan su sorprendente verdad.
Pero no siempre fue así, y la manera en que La inesperada verdad sobre los animales lo relata es el principal atractivo del libro. Al leerlo, es difícil no sentir una mezcla de risa, vergüenza y compasión por las ocurrencias de otras épocas. Las miramos como vestigios de un saber antiguo, superado, tan ingenuo y tan banal. Hoy no pensamos eso, sabemos que el hipopótamo no suda sangre y que los murciélagos (salvo un par) no chupan sangre. Un avance, pero uno frágil, no menos dependiente de una idea que nos hemos formado de esos seres que pueblan el mundo junto a nosotros. Y es que hay en Lucy Cooke un gesto extraño: es como si creyera que hoy tocamos la verdad, que las ingenuidades han quedado atrás y que en vez de representar a los animales, los estudiamos.
Vieja distinción entre ciencia e ideología que lleva a preguntarse en qué sentido no estamos también nosotros forjando un mito. Después de todo, la idea de estudiar científicamente a los animales, ¿no es acaso el fruto del mayor de los mitos, el de la separación entre humano y naturaleza? Dejo este punto abierto para abrir uno más urgente, pues hay otro lado del libro, bastante menos gracioso: los animales están desapareciendo: “Vivimos en una época de homogenización de nuestra fauna. Gracias a la globalización y al crecimiento de la población humana han aumentado las posibilidades de desplazamiento de la fauna del mundo… y de sus enfermedades”, escribe la autora
¿Pero qué desaparece cuando una especie deja de habitar la tierra, los mares, el aire? Una forma de vida específica, una manera de habitar, de mirar. No algo respecto de nosotros ni tampoco algo en sí mismo (una vida está hecha de contactos). Esa es una verdad que el libro parece ignorar.
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En Boutès, el escritor Pascal Quignard regala una historia: tarde por la noche, un viajero perdido toca la puerta de un cazador de pájaros. Las leyes de la hospitalidad son claras, el anfitrión debe alimentar al viajero con lo que tenga a mano. Pero el cazador no tiene nada y casi instintivamente dirige su mirada hacia una perdiz que lo ayuda a cazar. El pequeño pájaro comprende su destino y en un intento desesperado alza su voz: “A quien tanto te ayudaba a atraer a sus congéneres con su canto, la quieres matar ahora para llenar el vientre de uno de los tuyos”. Después de escuchar al ave, el cazador decide no sacrificarla. Lo que lo convence no es el argumento sino el canto. Pero la ley es la ley, y el hombre corta entonces una sección de su propio glúteo, la asa y se la da al huésped. La herida sana mal, y el cazador muere a los pocos días. La perdiz, comprobado ya el deceso, emprende vuelo. Todo está allí, las difíciles complicidades entre el humano y los animales, los usos que hemos hecho de ellos y la pregunta por la acogida, y entonces por la propiedad del mundo. “¿Quién muere? ¿Quién come? ¿Quién canta? ¿Quién es huésped en este mundo? ¿Quién acoge? ¿Quién parte?”, escribe Quignard.
Tal vez esa sea la “antigua inteligencia de las bestias”. No una forma de adaptarse ni una moralidad sino un canto, una forma de habitar y, a veces, a plena luz del día o agazapados en la noche, un gesto, una manera de mirar. Es eso lo que está en peligro, es eso lo que no podemos ignorar. Este libro nos lo recuerda, quizás sin querer.
La inesperada verdad sobre los animales, Lucy Cooke, Anagrama, 2019, 448 páginas, $20.000.