El actual cine rumano ha sabido mantener la energía creativa que hace algunos años lo hiciera destacarse por encima de las aletargadas filmografías de la Europa hegemónica. Es lo que evidencian las interesantísimas obras de Corneliu Porumboiu y Cristian Mungiu, y también la última ganadora del Oso de Oro en el Festival de Cine de Berlín. Back Luck Banging or Loony Porn, de Radu Jude, apela al sentido más profundo de la comedia: ser una crítica inteligente, desenfadada y vigorosa de la sociedad. Y lo hace a partir de la historia de una profesora que es enjuiciada por la comunidad escolar cuando se filtra un video suyo de contenido sexual.
por Ignacio Albornoz I 9 Febrero 2022
No hay arte más arduo, escribe Marie-José Mondzain, que “hacer reír movilizando una energía resistente y crítica”. Con esa económica sentencia, la filósofa francesa, frecuente analista de la actualidad cinematográfica, desmenuza uno de los mayores obstáculos del cine de hoy, especialmente espinoso en el ámbito de la comedia: su anémica sujeción a relatos que lisa y llanamente “dan la razón”. En efecto, parece ser cada vez más difícil conjugar en el cine las exigencias estéticas del espectador selecto y los gustos y reflejos del gran público, proclive quizás a estímulos más inmediatos y a películas que tienden a reafirmar sus valores. Los tiempos que corren, entre delirios conspirativos, burbujas de retroalimentación ideológica, rampantes simplificaciones y sensiblería identitaria, sellan lamentablemente su suerte y fijan de modo tajante el marco estrechísimo en el que se mueve: para prosperar, hoy, hay que limar las asperezas, cuidarse de ofender, repetir de memoria la monserga. O, dicho de otro modo, portarse bien, como en la escuela.
Desenfadada y traviesa, la última vencedora de la Berlinale, felizmente, parece dar un paso al costado de la abulia y apostar con orgullo todas sus cartas al juego, la farsa y al distanciamiento, sin ningún miedo al ridículo. Filmada en plena pandemia, Bad Luck Banging or Loony Porn, del director rumano Radu Jude, cuyo título podría tal vez traducirse al castellano como “Polvo yeta o porno chiflado”, es en sí misma un factor de desorden, una película propiamente díscola, imprevisible, que se complace de buena gana en la contradicción y la desobediencia.
La indecisión la atenaza por todos los flancos, comenzando por el título mismo, hilvanado gracias a una conjunción disyuntiva que envuelve la cinta en la duda, señalando dos caminos, dos lecturas posibles —y acaso privativas—, como si hubiera que escoger de entrada con cuál quedarse. Pero el doblez, desde luego, no termina ahí: en esta película “sin tapujos” hay curiosamente —covid-19 obliga— una exuberante plétora de mascarillas higiénicas, declinada en todas sus variantes, de las más rudimentarias a las más estrafalarias. Los rostros están permanentemente cubiertos y las identidades, en consecuencia, parecen prestarse a la confusión. O tal vez no.
El relato gira a grandes rasgos en torno a Emi (Katia Pascariu), destacada profesora de un colegio de excelencia, ciudadana intachable y hasta un tanto estirada. Tras la filtración de un sextape que grabó junto a su pareja, sin mascarillas esta vez —aunque protegida por un simpático antifaz—, Emi tendrá que afrontar en soledad las consecuencias de sus actos, todo ello en un ambiente de irrefrenable hostilidad machista, en una sociedad marcada a fuego por la hipocresía y el dolo. La reacción más temida, con justa razón, es la de la comunidad escolar, que pone en escena a petición de los apoderados una especie de juicio sumario algo kitsch, vindicativo y ultrajante, en el que estarán presentes también algunos colegas —de menor y mayor rango— y donde cada uno se sentirá autorizado a destilar su odio, su ignorancia y su vulgaridad a propósito de la profesora, a la que se busca además deponer de su cargo.
Propensa a los juicios destemplados y a la explosión de los temperamentos, Bad Luck Banging tiene algo de revista de variedades o de espectáculo circense, con números un tanto inconexos, sin relación entre sí. A esa semejanza contribuye por supuesto su estructura tripartita, marcada en cada transición por canciones de aire inconfundiblemente cabaretero, interpretadas todas por Boby Lapointe. Precedida por una suerte de proemio contextual, la película se divide en tres secciones, sujeta cada una a un régimen estético particular, con sus propias reglas y presupuestos pictórico-dramáticos. El prólogo es en realidad el registro, reproducido integralmente y sin aviso alguno, de la picaresca y explícita escena de sexo que desencadena el conflicto, capturada con un teléfono portátil.
Haciendo un guiño a las técnicas del cine directo, la primera parte, en cambio, muestra el deambular cabizbajo de Emi por las calles siempre abarrotadas de Bucarest, entre automóviles mal estacionados, carteles publicitarios de irreprimible vulgaridad y obras viales a medio terminar. Al libertinaje arquitectónico de esta ciudad “remendada”, que erige el parche y el implante en norma, se suma la manifiesta degradación de los edificios públicos y la violencia apenas retenida de transeúntes y automovilistas que amenazan con explotar ante el más mínimo conflicto. La deriva de la protagonista compone una acción difusa, desconcertante, gracias a una cámara dubitativa, que deambula también a su modo, torpemente, a tientas, alejándose a veces de Emi para detenerse en este u otro detalle del paisaje.
La segunda sección opta por la exposición esquemática, a la manera de un glosario de términos útiles dividido en “entradas”, según un procedimiento de aparente asociación libre y cercano al cine-ensayo, que acude ampliamente al found footage (metraje encontrado). El capítulo consiste en la yuxtaposición de una serie de viñetas breves, muchas de ellas frontales, que se suceden con mayor o menor velocidad. Las referencias a la historia reciente del país abundan: dictadura, revolución, intromisión de la Iglesia Ortodoxa, pedofilia, militarismo, violencia intrafamiliar, represión de la sexualidad son presentados de manera ultra-sintética, por medio de imágenes y palabras escritas, muy en la línea de las estrategias visuales que las redes sociales han puesto en boga.
La última parte corresponde al juicio celebrado en la escuela: un regreso a la anécdota propiamente dicha, donde se desarrollará en detalle la mayor parte de los temas introducidos en el apartado anterior. Por supuesto, no es difícil ver en ese alborotado corral de comedias en que la respetable clase media rumana exuda sin ambages los atávicos resortes de su psicología moral, una escenificación de la lógica de las muchedumbres enjuiciadoras que produce a granel la era digital. Pero la lectura, aquí, va más allá del didactismo propio de la escena: a la más que transparente denuncia de la necedad contemporánea, Jude superpone un análisis más fino acaso, subterráneo y punzante: el de la esfera pública como un campo de batalla ya no solo discursivo, sino también —y principalmente— de imágenes. No es casual que los asistentes exijan ver nuevamente el video erótico de la profesora antes de comenzar la purga, ya que lo que se juzga y castiga, al fin y al cabo, es su imagen, y no su persona.
Es llamativo que Jude haya escogido la escuela como escenario para semejante intriga. La querella contemporánea en torno a la primacía de la imagen y a su lugar como sitio crucial de negociación política, no podría haber exigido un contexto más propicio: es allí, en la escuela, ese espacio cada vez más dominado por las relaciones mercantiles, que se juega el futuro de lo político. Y la pedagogía, en ello, ha de tener un rol mayor. Para orientarse en el caos de las sociedades de la posverdad, parece querer decir Jude, lo primero es “aprender a ver”. Ello exige hacer de la imagen el punto de partida de un debate democrático, distanciado y atento a la diferencia. O sea, todo lo contrario de la delirante sesión inquisitorial organizada por los apoderados.
Fecundo como ha demostrado ser, el novísimo cine rumano ha sabido mantener la energía creativa que hace algunos años ya lo hiciera destacarse por encima de las aletargadas filmografías de la Europa hegemónica. Es lo que evidencian, entre otras, las interesantísimas obras de Corneliu Porumboiu y Cristian Mungiu. Back Luck Banging, su más reciente episodio, de una actualidad quemante, actualiza con vigor y saludable desenfado cierta tradición de lo grotesco y la provocación, no ajena al cine del Este de los años 60. La apuesta, en este caso, sorprende por su frescura y su irreductible libertad, que recuerda por momentos al Buñuel de La edad de oro, de cuyo espíritu iconoclasta es por cierto tributaria. La recepción contrastante de la crítica a su respecto es elocuente. Un medio alemán se preguntaba hace poco cómo catalogar a la ganadora de la Berlinale: ¿arte o basura? La pregunta, pienso, es la mejor prueba del éxito de Jude. Al menos nadie podrá acusarlo de querer “dar la razón”.