El fascinante drama de Domenico Scandella, un campesino italiano que murió quemado en la hoguera tras ser condenado por la Iglesia católica por heresiarca, es el centro de El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg, un libro fundamental tanto para el desarrollo de la historia de las clases populares como para interrogar al archivo desde múltiples saberes: el método científico, la antropología, el psicoanálisis, la pesquisa policial y la filología. Este trabajo sirvió también de base para la película Menocchio el hereje, que en varios aspectos no está a la altura del trabajo de Ginzburg, si bien acierta en recrear la vida cotidiana del siglo XVI. También estremece el rostro de Menocchio, su andar cansino y las curtidas arrugas de su frente, que transmiten la impronta de un hombre atrapado en el tiempo equivocado.
por Pablo Riquelme I 29 Agosto 2022
En 1970, Carlo Ginzburg rastrillaba los microfilmes del Archivo de la Curia Arzobispal de Udine, con el objetivo de realizar un catastro de los mil y tantos casos de herejes condenados a muerte por el Santo Oficio tras la Reforma protestante, una época en la que la Iglesia persiguió, con particular ahínco, a las comunidades y personas que mantenían ideas desviadas del dogma. Entre los archivos, el historiador italiano encontró la carta que uno de los condenados había escrito a sus inquisidores: “Yo, Menego Scandela, desgraciado caído en desgracia del mundo y de mis superiores con ruina de mi casa y de mi vida y de toda mi pobre familia, que ya no sé qué decir ni hacer sino estas pocas palabras…”, comenzaba la súplica. Ginzburg diría, mucho años después, que se sintió inmediatamente “capturado” por las palabras del procesado.
Se llamaba Domenico Scandella, pero todos le decían Menocchio. Nació en 1532, en Montereale, un pueblecito de 600 habitantes entre las colinas del Friuli, a 100 kilómetros de Venecia. Estaba casado y tuvo siete hijos, cuatro de los cuales murieron antes que él. Ejercía el oficio de molinero y su posición económica era modesta, pero aventajada respecto de muchos, quizá porque pertenecía a la minoría campesina que sabía leer y escribir. En 1583 fue denunciado al Santo Oficio por difundir sostenidamente palabras “heréticas e impías” sobre Cristo. La denuncia la realizó el párroco local. En el proceso se estableció que el molinero ponía en duda que Cristo hubiera sido crucificado, la virginidad de María, la jerarquía de los evangelios canónicos por sobre los evangelios apócrifos y que negaba la inmortalidad del alma. Fue torturado y condenado a cadena perpetua. Cumplió tres años de cárcel. Gracias a la ayuda legal que le proporcionó su hijo Zianutto, su pena fue conmutada a cambio de que se confinara en el pueblo para siempre y llevara un hábito con una gran cruz, como “símbolo de su infamia”. En 1598, tras 12 años de reinserción en su pequeño mundo, la Inquisición le abrió un segundo proceso por herejía. Fue quemado vivo en la hoguera.
El resultado del trabajo de Ginzburg en los expedientes de Menocchio fue El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976). El libro fue importante, porque dio un paso más allá en el estudio de las mentalidades iniciado por la escuela de los Annales, al enfocarse sin paternalismos en la cultura campesina europea y en lo que Ginzburg llama, usando el concepto que empleó Gramsci en sus escritos carcelarios para vadear la censura fascista, “las clases subalternas”.
No solo se trataba de enfocar la historia desde abajo, como había hecho E. P. Thompson en su libro sobre la formación de la clase obrera inglesa, sino de resolver un problema metodológico: la cultura de las clases subalternas ha sido históricamente oral, por lo que los historiadores disponen de escasas fuentes directas a las que echar mano. Debido a esto, los historiadores la estudian con fuentes doblemente indirectas: “En tanto que escritas y en tanto que escritas por individuos vinculados (…) con la cultura dominante”. En consecuencia, advierte Ginzburg, “las ideas (…) de los campesinos y artesanos del pasado nos llegan (cuando nos llegan) a través de filtros intermedios y deformantes”.
Para salir de este callejón, Ginzburg decidió utilizar herramientas de otras disciplinas, como la filología y la antropología. Por ejemplo: con las páginas manuscritas que dejó el molinero aplicó un tipo de lectura lenta. Podía demorarse dos días en estrujar una sola frase. La familiaridad lograda con el texto le permitió aseverar, entre otras cosas, que Menocchio firmó su última carta “con la temblorosa mano de un viejo”. ¿Cómo concluyó algo así? Comparando las firmes rúbricas del primer proceso con el trémulo autógrafo del final. El combativo molinero que desafiaba a las jerarquías eclesiásticas en su primera acusación poco tenía que ver con el Menocchio final, quebrado.
Ginzburg también se valió de instrumentos del método científico, del psicoanálisis y de la pesquisa policial para interrogar al archivo. Preguntando una y otra vez hasta dar con las contradicciones de los textos, aproximándose lateralmente para poner a prueba sus hipótesis o descartando líneas de investigación que no llegan a puerto, Ginzburg escarba hasta dar con alguna veta que le permita avanzar. Por ejemplo, cuando elucubra sobre cierto personaje mencionado por Menocchio en una declaración, llamado Nicola de Melchiori, quien influyó intelectualmente en el molinero y le habría prestado una copia prohibida del Decamerón. Ginzburg levanta la hipótesis de que el individuo pudo haber pertenecido al movimiento anabaptista, considerado hereje, y que al ser interrogado el molinero decidió no mencionarlo para protegerlo. O, también, cuando el historiador se pregunta por esos 11 libros que le encontraron al molinero tras el registro de su casa, del cual no quedó inventario. “Podemos reconstruir —dice Ginzburg— con cierta aproximación un cuadro parcial de las lecturas de Menocchio únicamente basados en las breves referencias que él hizo durante los interrogatorios”. El historiador logra establecer que, de los 11 libros, cinco eran de él y seis, prestados. Ginzburg conjetura sobre los nombres de esos prestadores. La falta de certezas, de nuevo, no le impiden sugerir hipótesis que reconstruyen el mundo circundante del molinero: “Son datos significativos que nos permiten entrever, en una minúscula comunidad, una red de lectores que superan el obstáculo de sus exiguos recursos financieros prestándose los libros los unos a los otros”. Ginzburg apunta aquí a la tesis general del libro.
Los métodos empleados navegan, en última instancia, hacia la particular mente del molinero. A través de las declaraciones de sus paisanos y del mismo Menocchio, accedemos a opiniones que singularizan su pensamiento y su personalidad: “¿Que Jesucristo nació de la Virgen María? No es posible que le haya parido y siguiera siendo virgen”, dijo a uno; “Los prelados nos tienen dominados y (quieren) que no nos resistamos, pero ellos se lo pasan bien”, señaló a otro; “¿Qué te crees?, los inquisidores no quieren que sepamos lo que ellos saben”, advirtió a un tercero. El título del libro, de hecho, alude a la idea sobre la creación del mundo que tenía Menocchio: el caos primigenio “formó una masa, como se hace el queso con la leche, y en él se formaron gusanos, y estos fueron los ángeles”. Ginzburg detecta aquí una tradición religiosa “profundamente enraizada en la campiña europea”, oral y precristiana y más “vinculada a los ritmos de la naturaleza” que a los “dogmas y ceremonias” impuestos desde Roma.
La tesis general es que un caso como el de Menocchio pudo producirse debido a dos coyunturas extraordinarias: por un lado, la invención de la imprenta, que lo llevó a “confrontar los libros con la tradición oral en la que se había criado”, y por otro, la Reforma, que le otorgó la audacia para cuestionar las jerarquías de las castas eclesiásticas. La Contrarreforma impulsada desde Roma, asegura Ginzburg, apuntó a “recuperar a las masas populares que amenazaban con sustraerse a cualquier forma de control desde arriba”. Entre esas placas tectónicas de la historia quedó atrapado el molinero.
Si El queso y los gusanos rescató de la muerte aquella vida transcurrida en el más completo anonimato y la convirtió en una historia de resonancia global, traducida a 27 idiomas, la película Menocchio el hereje (2018), del director Alberto Fasulo, le pone cuerpo y rostro a esa vida. El largometraje que el cineasta friulano realiza en homenaje al ciudadano más ilustre del Friuli es una adaptación textual del drama del molinero, pero despojada del análisis y del estilo conjetural que le añade el historiador. Así, la singularidad de Menocchio pierde fuerza y él se convierte en otro mártir más tragado por los leviatanes burocráticos de la historia. Para peor, la película es más anticlerical que el molinero y al final, la tozudez y su carácter combativo son achacados a una inexplicable locura. Menocchio podrá haber tenido algún desorden de personalidad, pero no estaba loco. Ginzburg lo deja muy claro.
El filme sí acierta en algo que el libro no despliega: la dimensión visual de lo que tiene que haber significado vivir el día a día en el siglo XVI. La libertad de movimiento se acababa con la noche y el resto se vivía bajo la ondulante sombra de las velas. También estremece el rostro de Menocchio, interpretado por el actor amateur Marcello Martin. Su voz grave, su andar cansino y las curtidas arrugas de su frente, que parecen lombrices, transmiten la impronta de un hombre atrapado en el tiempo equivocado. Cuando vuelve su mirada hacia la cámara, los ojos de Menocchio se encuentran, al fin, con los ojos del lector.
Menocchio el hereje (2018), dirigida por Alberto Fasulo, 99 minutos, disponible en YouTube.