Cuatro películas del cineasta Sebastián Alarcón, uno de los nombres más elusivos del cine nacional, se encuentran ahora a disposición de los espectadores, gracias a la Cineteca Nacional de La Moneda, en copias digitales remasterizadas. El realizador fue uno de los pocos cineastas extranjeros que penetró con éxito en el sistema de producción de la Unión Soviética, donde partió a los 19 años para continuar su formación en cine documental y televisión, tras ser pupilo de Aldo Francia y José Román en la Escuela de Cine de Viña del Mar. Sus primeras películas se ambientaron en el Chile de Pinochet, pero en los 90 se adentró en el terreno de la comedia.
por Ignacio Albornoz I 20 Agosto 2021
En la historia del cine, como en la de la literatura y las demás artes, abundan los extravíos y albures del destino: personajes anónimos, trabajadores de las sombras, estrellas fugaces y ángeles caídos. A ello hay que sumar, desde luego, los peligros ligados a la naturaleza material del medio, perecedera y frágil como pocas, incluso tras la llegada del digital, cuyas ampulosas promesas de perennidad están lejísimos de cumplirse. Los cineastas, como dijera Louis Malle, “no trabajan para la posteridad”. Hechas de emulsiones o de matrices numéricas, sus imágenes viven indistinta e interminablemente bajo la amenaza del desvanecimiento. Pero no todo es escamoteo, y el cine, en definitiva, es terreno fértil tanto para desapariciones como para renacimientos: cada tanto, títulos perdidos, obras destruidas y cintas ocultadas con celo por albaceas y derechohabientes pueden salir de la penumbra y arrimarse, por azares o desvelo de mediadores y archivistas, a los focos de nuevos escenarios.
Es lo que ha hecho posible recientemente la Cineteca Nacional de La Moneda al poner a disposición de los internautas, en prístinas copias digitales frescamente escaneadas, cuatro películas de uno de los nombres más elusivos del ya de por sí esquivo cine nacional: Sebastián Alarcón (1949–2019), el “chileno desconocido”, como lo llamara en 1990 un número de la revista Enfoque.
Chileno de nacimiento, Alarcón es con toda seguridad uno de los pocos cineastas extranjeros en haber logrado penetrar con éxito en el sistema de producción de la Unión Soviética, hazaña digna a todas luces de celebración. Pupilo de Aldo Francia y José Román, Alarcón hizo sus primeras armas en Chile, en las aulas de la Escuela de Cine de Viña del Mar. Hacia 1969, con apenas 19 años, partió a la URSS para continuar su formación en cine documental y televisión gracias a una beca del gobierno soviético. Allí, en el marco de su práctica profesional, trabajó como asistente del célebre documentalista Roman Karmen, cineasta andariego y comprometido de espíritu cosmopolita, quien sería su mentor y maestro en los estudios Mosfilm.
El primer largometraje argumental de Alarcón fue Noche sobre Chile, una rigurosa aunque improbable reconstitución histórica de los primeros días del Golpe de Estado de 1973, filmada a tan solo cuatro años del acontecimiento mismo y hablada íntegramente en ruso. Aunque constreñida según el propio director por un guion “elemental y primitivo”, proclive al “panfletismo”, la cinta distribuida en 1700 copias le ayudaría a cimentar una reputación relativamente sólida, allanando el camino para la producción de otros dos largometrajes, también de asunto político, o ya derechamente chileno: Santa Esperanza (1979), reconstitución de la vida de los prisioneros del campo de concentración de Chacabuco, y La caída del cóndor (1982), cinta de referentes un poco más arquetípicos y anónimos, muy en la tradición de la novela de dictador.
Las películas que la Cineteca ha puesto en línea corresponden en estricto rigor a la segunda etapa de la producción de Alarcón, en la que comienzan a manifestarse ya otras inquietudes, tanto en lo argumental como en lo estético. El jaguar (1986), la más temprana, es una adaptación cuando menos laxa de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, con final edificante —cortesía de los funcionarios del Comité de Cinematografía. Hablada exclusivamente en ruso pero ambientada una vez más en el Chile de la dictadura, como dejan adivinarlo diversos indicios que salpican aquí y allá la escenografía (banderas, estandartes, etc.), El jaguar pone en escena un internado militar de crueles costumbres masculinistas, ritmadas por apuestas y ritos de iniciación. Una de las secuencias más evocadoras del film tiene lugar hacia los treinta minutos, cuando los cadetes de la escuela son convocados para reprimir lo que parece ser una manifestación espontánea de pobladores y militantes de la resistencia, que resulta en la muerte de Ricardo Arana, el “Esclavo”. Además de retomar ciertos gestos del imaginario visual del cine de la pre-dictadura, la escaramuza, de breve duración, representa una vuelta de tuerca respecto a la anécdota de la novela, que situaba en realidad el crimen durante una práctica de tiro. Mediante pequeños desvíos como este, Alarcón va pues exponiendo las bajezas de la jerarquía militar, servil y relamida, que opone sin embargo a la voluntad inquebrantable y a la probidad de algunos de sus miembros, de espíritu democrático o legalista.
La segunda cinta que la Cineteca divulga es Una actriz española para el ministro ruso (1987), entrañable comedia de tema ibérico, en la que abundan las señas de color local, entre toreros, flamenco y desfachatez eslavo-castellana. Apegada por momentos a las convenciones de un cine “turístico”, la película narra el viaje a Sevilla de Mijail Montes, “Misha”, un modesto instructor de gimnasia, junto a una delegación de profesores. Misha va a España tras la pista de su padre, un famoso futbolista de origen español que huyo de Rusia sin dejar rastro. Su viaje, sin embargo, tiene también otro propósito: encontrarse con Ángela, una actriz española de quien se enamorara algún tiempo antes en Moscú, y frente a la que se hace pasar por un importante funcionario del Ministerio del Cine, en búsqueda de personajes y locaciones para un futuro proyecto en el que planea incluirla.
La secuencia más memorable sobreviene ya bien entrada la cinta, cuando Misha asiste a una recepción de lo que parece ser el Festival de Cine de Sevilla. Allí, espoleado por el alcohol y los entremeses, lleva su suplantación al paroxismo, repartiendo galanura y cortesías a granel por medio de discursos, bromas y hasta un baile a la española, ante la divertida mirada de Ángela y el resto de los comensales. Desgranando al fin enredos discretos y equívocos de identidad sobre un fondo de intriga metacinematográfica, la película navega con comodidad entre el humor y la melancolía, ayudada en ello por los subtítulos, traducidos con tacto y picardía al español chileno.
Ya en los 90, Alarcón comienza a adentrarse de lleno en el terreno de la comedia, con películas como En busca del falo dorado (1993) o Los agentes del kgb también se enamoran (1992), esta última difundida actualmente en la plataforma de la Cineteca Nacional. Con un elenco parcialmente chileno (Luis Alarcón, Luz Croxatto, Gloria Münchmayer) y música de Horacio Salinas, Los agentes… ostenta una anécdota desopilante, repleta de travesuras: Misha, un insignificante burócrata de la KGB, es enviado a Chile bajo falsa identidad tras ser sorprendido en un desliz con una de sus compañeras de trabajo. Tomando como base de operaciones una habitación del Hotel Crown Plaza, Misha (ahora en adelante Anatoly, o “Tolia”) se asocia a Edic, otro ruso encallado en Chile. Junto a él, frecuenta un elegante burdel de señoritas, lo cual dará pie a un sinnúmero de embrollos, amoríos y fugaces coqueteos con el mundo del crimen organizado.
La última película de Alarcón ―y la cuarta divulgada por la Cineteca― es El fotógrafo, producida en 2002 gracias al apoyo del programa internacional de financiamiento Ibermedia. La cinta, hablada íntegramente en español, es un drama histórico ambientado en el Valparaíso de los años 60, con un reparto que incluye los nombres de Daniel Muñoz, Malucha Pinto y Claudio Reyes. La anécdota no reviste mayores dificultades: Simón, un fotorreportero de la prensa sensacionalista, prepara o imagina preparar una fotonovela con la que proyecta no solo ganar “una chorrada de plata”, sino también revolucionar el género, dando vida, según dice, a “una expresión popular que va a estar por sobre la banalidad del radioteatro o los estereotipos del cine norteamericano”.
La primera imagen de la película, una discreta panorámica sobre el puerto, recordará, salvando las distancias, la apertura de Ya no basta con rezar (1972) de Aldo Francia, ambientada también en Valparaíso. Los paralelos, no obstante, se acaban allí, pues lo que viene a continuación, en estricto rigor, es una comedia de corte popular en la que abundan por cierto referencias cinematográficas, musicales y futbolísticas, en los preámbulos del Mundial del 62. En lo que a personajes se refiere, por otro lado, Alarcón opera mediante contrastes: Simón, héroe de aires un tanto quijotescos ―entre majadero, idealista, agudo y pretencioso―, se opone a la candidez de Chelita, su pretendiente, y a la bonhomía de sus amigos inquilinos, siempre prestos a la chanza. La cinta, por último, despliega aquí y allá un interesante procedimiento de alternancia entre el color y el blanco y negro, con planos compuestos en que ambos regímenes conviven fructuosamente.
Felizmente abultada para un cineasta de su generación, la obra de Sebastián Alarcón problematiza desde luego por sus entreveros y cruces la noción misma de un cine nacional, engrosando de paso su acervo. La reciente iniciativa de la Cineteca ha de ser saludada pues con entusiasmo por aficionados y conocedores, como un gesto de mediación que contribuye a garantizar un mayor acceso a las obras cinematográficas que constituyen, a veces incluso de manera oblicua, nuestro patrimonio audiovisual. Aunque buena parte de las películas de Alarcón circulan ya por la red en copias telecinadas o digitalizaciones azarosas, sin subtítulos en español, el público chileno e hispanoparlante puede ahora apreciar con propiedad algunas de sus producciones tardías, en nada desdeñables. El cine, oficio de sombras, tiene cada tanto sus destellos de luz.