Ruiz de cerca

Tres libros con textos de Raúl Ruiz o sobre su obra dan cuenta de la fuerza creativa del director de Diálogo de exiliados. Ya sea en sus anotaciones del diario, en columnas de prensa o en conferencias, siempre está reflexionando sobre su oficio —y el arte en general— con una profundidad y agudeza pocas veces vistas en nuestro ámbito cultural. Un ejemplo: “Para vivir en Chile se requiere previamente haberlo soñado. Y es que el miedo a perder el trabajo quita el sueño, y quien se desvela no sueña, y poco a poco Chile se va volviendo transparente. Y aquí intervenimos nosotros, los artistas cineastas, fabricantes de sueños mecánicos. (…) En eso, mis amigos, consiste nuestro arte: en irse por las ramas derecho a lo esencial. De él no se espere plusvalía ni gloria, sino inquietud y estupor”.

por Yenny Cáceres I 1 Agosto 2025

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“Nuestro oficio o arte está desapareciendo. Nada queda del entusiasmo de los años 60 por la remoción de un cine anquilosado. Hoy lo está más que nunca (comprendido el que yo hago). No hay magia en nuestro trabajo”, escribe Raúl Ruiz en sus diarios. Es noviembre de 1997 y está en plena preparación de El tiempo recobrado, su adaptación de Proust. Es el momento más mediático de su carrera, que lo llevó a trabajar junto a Marcello Mastroianni y Catherine Deneuve, dos leyendas del cine europeo. Pero nada de eso parece distraer a Ruiz, al creador incansable, que se angustia y se desvive por su arte.

Creador, porque llamarlo cineasta sería mezquino. Poeta, novelista, cuentista, dramaturgo, director de escena para teatro y ópera, teórico del cine, artista visual, filósofo, profesor universitario, cocinero, bibliófilo, melómano, lector, siempre lector. Todas esas facetas de Ruiz se despliegan en Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas, el extracto de sus diarios publicado recientemente a partir de una selección de Bruno Cuneo y Érik Bullot. Su lectura produce un efecto milagroso: las 1.200 páginas de la edición original se condensan en casi 200 páginas que respetan el espíritu de los diarios. La vida cotidiana de Ruiz, cocinero y amante de la comida japonesa, que deambula por librerías de viejo en busca de alguna primera edición, se cuela en estos apuntes, en los que imagina con frenesí nuevos guiones para películas. También se incluyen episodios que lo marcan, como la muerte de su madre.

“Todo diario es una confesión”, escribe Ruiz, quien asume el compromiso literario que significa escribir un diario, lee otros referentes y cuestiona las reglas del género. “¿Es un diario, desde un comienzo, un texto para ser publicado?”, se pregunta. Así, lo que parte como un diario de filmación, a poco andar muta y expande sus posibilidades narrativas.

“Pienso en mis rememoranzas, que son ellas mismas tiempo perdido, pero que reposan en la convicción de que el acto de rememorar es una manera de pasar a la acción en el mundo disponible, ‘sin cualidades’, del pasado. Este diario es mi madelaine”, confiesa, mientras indaga sobre el tiempo perdido al que alude Proust.

Si la lectura de la edición original de los diarios — en dos tomos de dimensiones bíblicas— suponía un ejercicio pausado, para masticar con calma las ocurrencias del cineasta, la lectura de estas Notas fluye veloz, con la misma pasión con que Ruiz dispara sentencias sobre Chile.

El inicio de la escritura de los diarios coincide con el regreso de la democracia, cuando Ruiz tenía 52 años, en 1993. Como advierte Bruno Cuneo en el prólogo, es un modo de recuperar la escritura en castellano tras muchos años de exilio. Pero esa conexión chilena es mucho más profunda y será trascendente hacia el final de su carrera.

La extrañeza ante el país perdido cruza todos los diarios. El país de la infancia y de su primera etapa creativa ya no existe. El asombro y el espanto ante este nuevo Chile lo llevan a mantener una distancia, por momentos dolorosa, en que lanza definiciones sobre la chilenidad que darían para un libro aparte: “Chile no es un país, es un campamento militar. Ser chileno no designa una personalidad, sino una perversión sexual: la búsqueda del orgasmo mediante carcajadas”.

No parece casual que Ruiz comience la escritura de este diario un año después del rescate de Palomita blanca (1973), que se estrenó en 1992 con gran éxito de público en salas chilenas, después de quedar guardada tras el Golpe. Y aunque Ruiz nunca lo explicita, es evidente que de ese reencuentro con el público nacional nace una inquietud: ¿Cómo se vuelve a filmar el país que el exilio le arrebató?

Sin proponérselo, el diario también es el registro de su regreso creativo al país, después de recibir el Premio Nacional de Arte, en 1997. El primer paso es Cofralandes (2001), una serie de documentales que filmó por encargo de la entonces División de Cultura. Es fascinante cómo el diario opera como un laboratorio, donde ensaya fórmulas y referencias para sus películas. En el caso de Cofralandes, busca explorar las posibilidades del video digital y la proliferación narrativa de Las mil y una noches. Después de tres semanas en Chile y 12 horas de filmación para el documental, escribe: “Redescubrí el país, filmé muchos paisajes”.

Todo esto ocurre en paralelo a El tiempo recobrado (1998), uno de sus proyectos más ambiciosos. Estrenado en Cannes, nada de ese brillo efímero nubla a Ruiz que, incluso con uno de sus proyectos más elogiados, se autocritica: “Tengo claro que he conseguido algo así como el equivalente visual de Proust y, al mismo tiempo, un condensado de mis propios tics de estilo. Todo lo que sé hacer en cine lo he puesto ahí (y no es poco). Al mismo tiempo, siento que falta algo”.

Quizá el texto que mejor condesa el interés de Ruiz por elaborar una Teoría General del Cine es ‘Utopía e imagen’, escrito a partir de un seminario que se realizó en Santiago, en 1993, y que luego incluyó en su Poética del cine (1995) con el título de ‘Imágenes de ninguna parte’. Aquí esboza algunas de las ideas centrales de su poética, como la crítica al conflicto central —usado por Hollywood— como único modelo narrativo para contar historias.

Teoría General del Cine

Cómo se filma a Chile es una pregunta que cruza toda la obra de Ruiz y que asoma al inicio de Escritos repartidos, en la columna “El cine chileno, etcétera”, publicada en la revista Ecran, en 1968. Seleccionados también por Bruno Cuneo, este libro reúne textos de Ruiz de diversa procedencia: artículos por encargo para revistas y diarios, prólogos de libros y conferencias. Leerlo en paralelo a sus diarios es un complemento para entender las obsesiones de Ruiz y cómo, sin importar la disciplina (literatura, danza, ópera, artes visuales), siempre buscó explorar los mecanismos narrativos.

Del Ruiz escritor se han publicado rescates valiosos, como la novela El espíritu de la escalera, los poemas Duelos y quebrantos y esa rareza llamada Todas las nubes son relojes, que publicó primero en italiano, bajo el pseudónimo de Eiryo Waga. En formato de novela y a partir de una conferencia escrita por Karl Popper acerca de la dicotomía entre los sistemas regulares (los relojes) y los altamente impredecibles (las nubes), Ruiz aborda una de sus obsesiones: el uso de los objetos en el cine.

Este tema también aparece en Escritos repartidos en el ensayo “La relación de objetos en el cine”, publicado originalmente en Cahiers du Cinéma. Allí se cuestiona la forma que miramos y cómo eso determina la relación de los objetos en la puesta en escena. En otro texto, “Soy un exiliado”, a propósito del montaje de la obra Mammame (1986), del coreógrafo Jean-Claude Gallotta, su preocupación por la puesta en escena adquiere otros matices: “No se trataba de mostrarla (la obra), de filmarla, sino de hacer partícipes a los espectadores de la tensión de la danza”.

Quizá el texto que mejor condesa el interés de Ruiz por elaborar una Teoría General del Cine es “Utopía e imagen”, escrito a partir de un seminario que se realizó en Santiago, en 1993, y que luego incluyó en su Poética del cine (1995) con el título de “Imágenes de ninguna parte”. Aquí esboza algunas de las ideas centrales de su poética, como la crítica al conflicto central —usado por Hollywood— como único modelo narrativo para contar historias.

Pero, además, es un ensayo que hoy, en tiempos de IA y fake news, resulta sorprendente —y hasta escalofriante— por su contingencia. En ese momento, a propósito de las imágenes ocupadas en la realidad virtual, Ruiz advertía sobre “la acumulación de imágenes, informaciones y desinformaciones, la circulación de productos irracionales y una especie de nueva cultura visual viral”. Y se preguntaba por las implicancias de la proliferación de ese tipo de imágenes, que llamaba utópicas: “Estos filmes o vidas o sueños están más cerca de nosotros de lo que pensamos. Es muy temprano para saber qué daño o beneficio nos traen; lo que sabemos es que en este mundo de utopías, sin comienzo, fin ni lugar que se está adueñando del tiempo por venir, solo la crítica, la crítica de la crítica, podrá ayudarnos a dominarlos o destruirlos”.

Uno de los hallazgos de Escritos repartidos es la publicación de “El test de Rocha”, un texto mítico, pero de escasa circulación, escrito junto al novelista y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky, en 1975, como una defensa del director brasileño Glauber Rocha ante los ataques de la crítica francesa por su película Claro. Cozarinsky es el argentino que aparece en Diálogo de exiliados (1974), que Ruiz filma recién llegado a París. Si aquello era una prueba de su complicidad, este alegato es la confirmación de esa cercanía. Con sorna y desencanto, cuestionan lo que espera la crítica europea del cine del Tercer Mundo y del intelectual latinoamericano, de ese “salvaje decadente”, como ironiza Cozarinsky. Y agrega: “Cuando oigo invocar al Tercer Mundo para decir qué es lo que deberíamos filmar y qué es lo que no, siento que ese Tercer Mundo es un fourre-tout (cajón de sastre) inventado por Europa para reducir a uno todo lo que se le escapa, y más me confirmo en el estatus de persona desplazada”.

Raúl Ruiz en la filmación de Palomita Blanca. Cortesía: Cenfoto-UDP.

Esta discusión no ha perdido vigencia, especialmente en el caso de Ruiz, que en su etapa francesa realizó varias adaptaciones —o adopciones, como prefería llamarlas— de autores europeos, como ocurre con La hipótesis del cuadro robado (1978, Klossowski), La isla del tesoro (1986, Stevenson), Berenice (1983, Racine), Memoria de apariencias (1986, Calderón de la Barca), Ricardo III (1985, Shakespeare) y, la más famosa, El tiempo recobrado. Cuando esta última se estrenó en Chile, a fines de los 90, algunos reaccionaron con estupor y, tal como los críticos franceses se indignaron con Rocha, los de acá se preguntaron si era posible que un chilote adaptara a Proust.

Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿Cómo leemos a Ruiz durante su etapa francesa? Esa duda resuena en la lectura de Ruiz de lejos. 27 artefactos críticos (1977-1987). Aquí, Ignacio Albornoz, compilador y traductor, se propuso rastrear “las huellas críticas” de las películas dirigidas por Ruiz entre 1977 y 1987. “De lejos”, porque son textos aparecidos en Francia, España, Estados Unidos e Inglaterra, no necesariamente publicados al momento del estreno de las películas. Son los años de su experimentación en la televisión francesa y de su primer gran éxito, Las tres coronas del marinero (1983), que le valió un número especial de la revista Cahiers du Cinéma. Albornoz, editor junto a Iván Pinto de Raúl Ruiz. Potencias de lo múltiple —que reunía ensayos breves sobre 40 películas de Ruiz—, esta vez recopila el trabajo de ruicianos experimentados, como el crítico australiano Adrian Martin o el estadounidense Jonathan Rosenbaum.

Por su claridad, uno de los mejores textos es justamente el de Martin, a propósito de Grandes acontecimientos y gente corriente (1979), donde destaca esa capacidad de Ruiz para subvertir los géneros, en este caso, el documental. Ese pulso que tiene el periodismo, de escribir al momento del estreno de una película, resplandece en la crítica de Serge Daney, publicada en el diario Libération sobre La ciudad de los piratas (1983).

Es un texto más periodístico, pero sin perder la voz propia ni la capacidad de asombro. “Hay películas que no estamos seguros de haber soñado o no. Son las más bellas tal vez. La ciudad de los piratas es una de ellas. Una nueva aventura del capitán Ruiz en el país de nuestras creencias. Para niños de siete a 77 años”, escribe Daney, en una certera descripción del cine de Ruiz.

Salvo algunas excepciones, la mayoría de estos críticos no han visto sus películas chilenas previo al exilio. ¿Es posible entonces una lectura acabada de Coloquio de perros (1977), su cortometraje inspirado en el formato de las fotonovelas, sin haber visto Palomita blanca y sus cruces con el género de las teleseries? En su momento, con la escasa circulación de las películas chilenas, parecía una tarea imposible, pero ahora, con el creciente rescate de ese período, una lectura de Ruiz desde lejos exige rastrear esas influencias.

Hacia el final de sus diarios, un sentimiento de tristeza y de saudade, de nostalgia por lo que no pudo ser, se agudiza conforme pasan los años. Ruiz está más viejo, lo atormentan los achaques de salud, pero también siente que su cine, experimental y vanguardista, ya no tiene cabida.

La despedida

Hacia el final de sus diarios, un sentimiento de tristeza y de saudade, de nostalgia por lo que no pudo ser, se agudiza conforme pasan los años. Ruiz está más viejo, lo atormentan los achaques de salud, pero también siente que su cine, experimental y vanguardista, ya no tiene cabida.

A inicios de 2011 filma su última película, La noche de enfrente, basada en textos de Hernán del Solar, en que revisita su infancia en Quilpué. Meses más tarde, el 19 de agosto, morirá en París, a los 70 años. En una de las últimas entradas de su diario, el 1 de mayo, cuenta que leyó los textos que le escribió el equipo de filmación al terminar el rodaje. “No son elogios desmesurados, son palabras simples de chilenos melancólicos y agradecidos, no sé mucho de qué”, escribe conmovido. Sabe que es una despedida: “Ahí está el problema. Me siento despedido, llorado, añorado”.

Ruiz, pudoroso, evitaba todo tipo de sentimentalismos, pero justamente uno de los textos más emotivos de Escritos repartidos es su discurso de aceptación del Premio Nacional de Arte, un premio que lo reconcilió en parte con Chile y motivó su regreso creativo.

Allí describe su oficio y condensa algunas de sus preocupaciones: “Para vivir en Chile se requiere previamente haberlo soñado. Y es que el miedo a perder el trabajo quita el sueño, y quien se desvela no sueña, y poco a poco Chile se va volviendo transparente. Y aquí intervenimos nosotros, los artistas cineastas, fabricantes de sueños mecánicos. (…) En eso, mis amigos, consiste nuestro arte: en irse por las ramas derecho a lo esencial. De él no se espere plusvalía ni gloria, sino inquietud y estupor”.

 


Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas (Extractos del “Diario”), Raúl Ruiz, Ediciones UDP, 2025, 196 páginas, $19.000.


Escritos repartidos, Raúl Ruiz, Ediciones UDP, 2024, 292 páginas, $25.500.


Ruiz de lejos. 27 artefactos críticos (1977-1987), traducción y edición de Ignacio Albornoz, Bastante, 2023, 256 páginas, $21.000.

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