El realizador se ganó un prominente lugar en la creación fílmica del último medio siglo. A lo mejor más importante que eso, se ganó el cariño y la admiración de una generación de cinéfilos a la cual jamás defraudó o decepcionó. La industria del cine puede haberse degradado en el intertanto, pero Lynch mantuvo su integridad hasta el final.
por Héctor Soto I 20 Enero 2025
La muerte a los 78 años de David Lynch fue un golpe artero, no tanto porque interrumpiera una obra que en lo básico estaba completamente saldada, sino porque fue inesperada. Sabíamos que estaba sufriendo una deficiencia respiratoria severa. Sin embargo, en una época que ha visto alargarse las expectativas de vida a extremos insospechados, todos contábamos con que Lynch cuando menos iba a seguir trabajando en su taller de Los Ángeles por largo tiempo en sus artesanías, manualidades y composiciones pictóricas.
El enfisema pulmonar y los incendios californianos dispusieron otra cosa, y los sentimientos y expresiones de pesar a raíz de su deceso han sido transversales, mediáticamente muy destacados y también doloridos. No porque ya había hecho lo suyo, su partida es menos sentida. Ha desaparecido el autor de Terciopelo azul, de Corazón salvaje, de Carretera perdida y de esa verdadera summa teológica que fueron las tres temporadas de la serie Twin Peaks. ¿Cómo no evocar al momento de la despedida imágenes que nos quedaron grabadas para siempre, como la respiración depravada de Dennis Hopper con una máscara de oxígeno en Terciopelo azul, o los fósforos que encienden un cigarro tras otro en Corazón salvaje, o las frases musicales de Angelo Badalamenti en Twin Peaks, o las cortinas rojas con ese enano que se ríe frenéticamente en Carretera perdida?
¿Qué no se ha dicho? ¿Qué no se ha escrito? Aquí solo nos limitamos a identificar tres paradojas que están asociadas tanto a la vida como a la obra de David Lynch.
El diáfano artista de los mundos retorcidos. A lo mejor de nadie que cargue con cuatro matrimonios a cuestas se pueda decir que ha sido muy feliz. Cuatro, sin contar con la relación de varios años que tuvo con Isabella Rossellini. Sin embargo, a pesar de estos antecedentes, son muchos los testimonios que aseguran que David Lynch fue un hombre básicamente feliz. Desde luego lo fue en su infancia. Tuvo el privilegio de nacer en un hogar donde sus padres jamás discutieron, donde los hermanos se querían, donde los niños eran parte del grupo de amigos del barrio y donde el colegio estaba lejos de ser un disgusto o un problema. Más problemáticos fueron ciertamente sus años en la educación media. Odió los estudios, se anduvo aislando, empezó a llegar tarde a casa y dentro de ese hogar pasó a ser la oveja negra que, a pesar sus aptitudes, parecía empeñado en reprimirlas y contrariarlas. Pero fue un período relativamente corto, con algo de alcohol y bohemia. Incluso la hierba la vino a probar mucho más tarde. La etapa disociada, en todo caso, solo duró hasta el día que, a través de un compañero de curso, conoció el estudio donde trabajaba el padre de su amigo, que era un pintor reconocido. Ahí Lynch entendió que eso era lo que quería hacer en la vida y de ahí en adelante, con vacilaciones, con regresiones a veces, con conflictos no muy diferentes a los de cualquier chico de su edad, nunca dejó tener claros sus rumbos y de saber qué le interesaba y qué no. Bien puede ser que saber lo que se quiere y lo que se espera de la vida no equivalga exactamente a la conquista de la felicidad, pero nadie pondrá en duda que se trata de un peldaño importante en esa dirección.
Por lo mismo, es paradojal que el cineasta que fue emblema de oscuridad y distorsión, de inspiración bizarra y aliento pervertido, haya sido una persona bastante reconciliada consigo mismo. Como dice Laurent Tirant en su colección de entrevistas a cineastas (Lecciones de cine, Paidós, 2005), David Lynch no era en absoluto lo que esperabas que fuera: “Sus películas suelen ser extrañas y retorcidas, repletas de personajes ambiguos y, a veces, aterradores. Pero el hombre que está detrás de la cámara es uno de los directores más sencillos, cálidos y afables que he conocido”.
¿Cuánto de ese hombre reconciliado correspondía a su madurez como artista y cuánto se lo debía a la meditación trascendental, escuela de espiritualidad a la que entró en 1973 y que abrazó con resuelto compromiso, al punto de establecer una fundación inspirada en sus preceptos y que presta ayuda a jóvenes y personas en situación de riesgo social? Imposible saberlo. Lo que sí está claro es que nunca sus equilibrios fueron simples, ingenuos o beatíficos. Su cine habla precisamente de lo contrario.
Ese personaje por un lado afable y por otro extremadamente provocador manejó no solo con destreza, sino también con sabiduría, algunas verdades sencillas que fueron fundamentales para levantar una filmografía como la que construyó. Primero, no te desvíes de tu idea central, así sea que tengas pocos o tengas muchos recursos a tu disposición; las ideas no surgen de la nada y no surgen tampoco todos los días; cuando diste con una idea, por lo mismo, no la sueltes, no te engolosines con lo adjetivo, no le concedas a los actores más de lo necesario, no dejes que la idea se te escape. Segundo, sé fiel a tus obsesiones, acéptalas y trabaja a partir de ella, no en contra; las obsesiones siempre salen a flote y si lo hacen es porque se ganan ese derecho y no queda más que concedérselo. Tercero, nunca cedas el control de la cinta que estás haciendo; la experiencia que Lynch tuvo con De Laurentis en el rodaje de Dune (1984) fue traumática y le dejó una lección que jamás olvidaría: desoye los cantos de sirena de la industria, amárrate como Ulises al mástil de tu embarcación y no te dejes seducir por la seducción de la riqueza o el éxito. Cuarto, el cine es cabeza y emoción; una película no es solo cosa de saber contar una historia; puede llegar el momento incluso de que la historia sea lo de menos; puede ocurrir que las intuiciones pasen a ser más importantes que las razones y la autoridad de los sentidos —el color, el movimiento, la música, la capacidad de sugestión— termine desplazando a las lógicas narrativas; es más, no dejes que estas lógicas o estructuras del relato te priven de hacer una película visualmente potente y adictiva. Si de algo estaba convencido Lynch era de que el cine tenía la capacidad de describir cosas que son invisibles. Punto.
Cineasta grande, pero más artista que cineasta. Lynch es probablemente uno de los primeros grandes realizadores que, en estricto rigor, no se formó en el cine. Su matriz original fue la pintura y en general las artes plásticas. Cuando se dio a conocer el año 77 con Eraserhead, su irrupción tuvo algo del impacto que tuvo en su época Luis Buñuel. Y, a pesar de ser un artista de registros tan múltiples, puesto que hizo películas, dirigió videoclips, hizo publicidad, grabó álbumes musicales y se metió fuerte en la producción de material para internet, nunca dejó de lado la que había sido primera vocación. Es a ella que terminó regresando, puesto que no filmaba un largometraje desde el 2006. El documental David Lynch: The Art Life (2016), dirigido por Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm, es muy revelador a este respecto. Muestra a un artista completamente entregado a una suerte de fervor artesanal en la composición de sus obras, en una erótica de la textura y densidad, del empaste y color, de la mancha y la trasparencia, del tacto y el juego sobre la superficie del cuadro, que es algo que tiene y no tiene que ver con el impacto de las imágenes, algo tan propio del cine. Curiosamente, nunca fue lo que se llama un cineasta cinéfilo. Cuando le preguntaban de realizadores que lo habían influido, hablaba de Fellini, básicamente porque Ocho y medio le voló la cabeza; de Billy Wilder, básicamente por la majestad gótica de Sunset Boulevard; de Hitchcock, básicamente por La ventana indiscreta, porque le hizo ver que las películas ocurrían primero en la cabeza del espectador antes que en la pantalla; y de Jacques Tati, porque su cine es un despliegue de humanismo entre geométrico y coreográfico. No iba mucho más allá, aunque también respetara a Bergman, a Polanski y a Herzog. Es posible que un artista como Oscar Kokoschka, con quien en algún momento de su juventud quiso tomar clases, lo influyera mucho más que cualquier realizador. Por lo mismo, porque nunca fue un cineasta de trivia, fue una tremenda sorpresa reconocerlo en el cameo que hizo para una de las últimas películas de Spielberg, Los Fabelman, donde asumió nada menos que el rol de John Ford.
Acaso sin proponérselo, David Lynch llegó lejos. Nunca fue un cineasta pop, del modo en que lo fueron, por ejemplo, Spielberg, George Lucas e incluso Kubrick y Polanski. Pero sí desde bien temprano se convirtió en eso que pasó a llamarse “cineasta de culto”. Alguna vez un estudioso tendrá que cuantificar qué tanto de este prestigio se debió a las películas que había dirigido hasta entonces y qué tanto correspondió a la serie de televisión Twin Peaks, que fue un fenómeno mundial de sintonía y, a su vez, el último ejemplo de conmoción moral impartido por la televisión abierta (en las dos primeras temporadas, la tercera ya fue al streaming), antes que el medio se hundiera en la completa irrelevancia y vulgaridad. Como quiera que sea, y dejando a un lado a fenómenos como Eastwood y Scorsese, que son en sí mismos verdaderos portentos, Lynch interpuso una distancia insuperable y una categoría irremontable frente al resto de los cineastas de su generación. Fue más, bastante más, que Michael Mann. Más también que Cronenberg, a quien dejó chapoteando en la frustración, o que Wenders, que sigue manoteando cualquier proyecto, sin darse cuenta que hace rato su nave está hundida.
La prioridad es de la imagen, pero para ir más allá de la imagen. Aunque Lynch haya probado los alucinógenos y los psicotrópicos relativamente tarde, siempre entendió la potestad de las imágenes cinematográficas desde la ribera de la sugestión, la hipnosis, la ensoñación y la adicción alucinada. Y justo porque la entendió así, su cine se caracterizó por una intensidad visual —una gramática de formas, volúmenes, colores y sombras— que no solo fue muy jugada, sino que además era poco frecuente en el medio. Era la escuela de Hitchcock, de Cassavetes, de Brian de Palma. En general, de cineastas que anteponían el poder de la imagen a la experiencia de la vida.
La paradoja radica en que en realidad no es que Lynch estuviera particularmente interesado en la perfección o autoridad lapidaria de las imágenes. Lo que en verdad le interesaba es lo que estaba detrás. ¿Qué estaba detrás? Difícil identificarlo. Al bulto, la respuesta sería lo siniestro, el miedo, la anomalía, la distorsión, la perplejidad, el blackout, lo que no tiene explicación a la primera y tampoco a la segunda ni a la tercera. Vuelta a La ventana indiscreta: la película no ocurre en la pantalla; ocurre en la cabeza del espectador. Es él quien la arma a partir de estímulos, conexiones, intuiciones, nexos, referencias, fugas, inmundicias, metáforas, alusiones que nadie puede controlar muy bien y, nadie, tampoco, explicar con entera claridad. Es fácil resumir en cinco líneas el argumento de las principales películas de Lynch. Es verdad que en las dos últimas, Mulholland Drive y Inland Empire, el asunto se complica más. Quizás la meditación trascendental lo había capturado hasta los límites de volverlo hermético. Pero es evidente que sus obras, las primeras, las siguientes y las finales, trascendían la trama y se instalaban en lugares muy poco accesibles de la conciencia, apelando a esas dosis indeterminadas de crueldad, de perversidad, de represión, de erotismo y delirio rampante que pudieran subsistir en cada uno de nosotros. Por eso caló tan hondo. Por eso generó tanto fanático, de buena y de mala ley, por buenas y malas razones. Por eso el suyo pasó a ser bandera de un cine de inspiración bizarra.
Lo cierto es que esta paradoja —me interesan las imágenes porque precisamente lo que me interesa es trascender las imágenes— no solo es suya. Al final, es la de todos los grandes cineastas. Incluso la de los autores etiquetados como intransigentes maestros del realismo, llámese Rossellini, Rohmer o Abbas Kiarostami. El cine, la pantalla, no es solo una ventana abierta al mundo. Es una ventana que también está abierta para el otro lado, hacia el interior. Por decirlo así, el cineasta fotografía lo que existe, pero en realidad lo hace para capturar lo que no existe.
Una paradoja que Lynch planteaba en otros términos: “El mundo en el que vivimos es un mundo de contrastes y polos opuestos: ruido y silencio, contemplación y activismo… Nuestra misión en este es la de combinar el poder de ambos polos. Eso es lo que trato de hacer con mi trabajo”.