42 kilómetros narrativos

Uno podría pensar que un texto de más de 800 páginas abarca una multitud de temas o decide explorar el quid de su relato con la profundidad analítica de un entomólogo que disecta cada elemento de su insecto. Pero no es el caso. Los años urgentes goza de cierta sana levedad que no es superficial sino una suerte de amabilidad de la autora con su historia y el lector.

por Javier Edwards Renard I 20 Diciembre 2024

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Ana María del Río es, probablemente, una de las escritoras referentes de la nueva narrativa, esa generación de autores que irrumpió —de la mano del entusiasmo editorial— en medio de la celebración del proceso que implicaba el inicio de la recuperación de la democracia en nuestro país, por allá por el año 1989, cuando en un esperado plebiscito la ciudadanía decía No, con claridad, a la continuidad de la dictadura de Pinochet, decidiendo iniciar el camino del que fuera el himno de campaña más contagioso que haya ideado la historia política de los últimos 35 años: “Chile, la alegría ya viene”.

Parte de esa alegría vendría de la mano de la literatura, en una especie de aluvión que generó —al mismo tiempo— esperanza y confusión, un mareo textual en el que resultaba difícil separar la paja del trigo. Como se sabe, la saturación de elementos suele generar distorsiones, celebraciones anticipadas e injustos vacíos.

Del Río no es el caso. Desde sus primeros cuentos (Entreparéntesis) y novelas (Óxido de Carmen y Tiempo que ladra) llamó la atención de la crítica y lectores. Después vendrían premios y reconocimientos diversos, traducciones y novelas de largo aliento, como A tango abierto y La esfera media del aire, más una lista no menor de relatos de distinta extensión. A través de su itinerario narrativo, en el que explora la historia reciente del país desde la mirada crítica de una mujer, observadora aguda y de lenguaje fértil, la escritora indaga en los 50 años de un Chile que ha vivido los momentos más complejos de su historia contemporánea. Y lo hace con ímpetu literario más que ideológico, dejando claro que su compromiso es con la palabra que dice y no con la mirada atrincherada.

Innecesariamente etiquetada como escritora de los 90, la verdad es que sus textos se publicaron con periodicidad en los años 2000. Recientemente publicó una colección de cuentos, Me he quedado con tu cadáver (2023), textos filudos, libres, muy bien escritos, en los que se echa de menos haber incluido más relatos. Y este año nos sorprende con una novela maratónica (830 páginas), en un libro de tapa dura y edición manual, libro construido por Editorial Liz de manera artesanal e impecable, con el aprecio evidente del editor por el texto que publica: Los años urgentes. Bravo por la valentía y decisión de la editorial. Curioso que las grandes (Mondadori, Seix Barral, Alfaguara, Planeta, Zigzag) se queden al margen y decidan pasar por alto la oportunidad de lanzarse con un texto de primer nivel.

Los años urgentes es un libro especial para un tiempo en el que la velocidad de las cosas hace casi inimaginable un texto que se toma tantas páginas para contarnos la historia de una protagonista joven y sus circunstancias familiares, sociales, políticas, personales, en la voz de un personaje que se descubre de manera escueta y precisa solo hacia el final del texto, en un amarre generacional que nos hace un guiño a la inevitable forma en que los hechos del pasado sobreviven en las familias, en las sociedades, a través del testimonio directo, a través de la escucha de esa suerte de relato tribal que anida en la naturaleza de la humanidad, especie gregaria que articula su lenguaje como un antídoto contra el olvido.

Los años urgentes es una valiente y gran novela, contada en clave folletinesca, pero sin renunciar a esa prosa distintiva, valiente que suele usar Del Río, ni a la inteligencia literaria que la destaca. El primer párrafo nos obliga a leer lo que viene después: ‘A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar solo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?’.

La novela se lee rápido. Del Río decidió escribir un relato sin mayores dificultades textuales, queriendo que su historia —sin renunciar al detalle, a la mirada aguda sobre su objeto— resulte amena y amable al lector. Es una opción válida y Del Río tiene el oficio que le permite decidir el tono y la forma en que quiere narrar lo que se le venga en gana.

Uno podría pensar que un texto de estas dimensiones abarca una multitud de temas o que decide explorar el quid de su relato con la profundidad analítica de un entomólogo que disecta cada elemento de su insecto. Pero no es el caso. Los años urgentes goza de cierta sana levedad que no es superficial sino una suerte de amabilidad de la autora con su historia y el lector. Y eso genera una tensión curiosa entre la extensión del texto y su intensidad, renunciando a escribir un relato enrevesado a lo Bolaño en Los detectives salvajes (1998), 2666 (2004, póstuma), con la forma desaforada que elige el argentino Rodrigo Fresán en su agotadora El estilo de los elementos (2024) y, curiosamente, siendo más convencional y pudiendo haberlo hecho, tampoco se fue por el camino de esas largas novelas rusas decimonónicas, a lo Tolstói o Dostoievski, donde la densidad de elementos construyen obras titánicamente filosóficas.

Son los años 70, los tiempos de Allende y su después. Es la historia de una quinceañera saliendo del colegio y dando la P.A.A. para ver si podría ingresar a la universidad. Es un relato social, clásico en nuestro país aldea e isleño: la protagonista es la hija a medias de una familia de la aristocracia local que, usando el título de Gumucio, es la hija de “los parientes pobres”, una Díaz Larréin (recuerdo aquí que mi padre me decía que algunos “larraínes” se decían “larréin”, para darle un toque afrancesado al apellido de los llamados “ochocientos”), que no encaja en su medio y se siente incómoda con el peso e implicancias del apellido materno. Es una historia romántica en el tono “chica de alcurnia rebelde conoce liceano de clase media”, algo que hoy no tendría por qué sorprender, pero son los 70. Es la narración de los tumultuosos años de ese animal de dos cabezas, esa Anfisbena, que resultó siendo el intento revolucionario democrático marxista liderado por Salvador Allende y la reacción dictatorial de derecha en manos de Augusto Pinochet. Entrega una señal para repensar el octubrismo y es también, quizás, una catarsis personal en ese juego infinito e indefinible entre ficción y biografía, imaginación e historia.

Los años urgentes es una valiente y gran novela, contada en clave folletinesca, pero sin renunciar a esa prosa distintiva, valiente que suele usar Del Río, ni a la inteligencia literaria que la destaca. El primer párrafo nos obliga a leer lo que viene después: “A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar solo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?”.

Toda novela de largo aliento tiene sus baches, sus sargazos y esta no es la excepción. El texto podría haber tenido 200 páginas menos, sí. Pero quizás el exceso es una manera de exigir tiempo y paciencia, un decir al lector, quiero que te quedes aquí un tiempo para que entiendas mejor. Por alguna razón, en las manos de un buen guionista y director de cine, veo que esta novela tiene el material para una gran película o miniserie a lo Netflix, que —del modo que lo logró la serie Los 80— podría agregar una pieza más al puzzle que vamos construyendo para entender más y mejor este país cornisa. Un llamado de atención a los editores que, quizás, dijeron que no: están enfocados en la novela de 200 páginas, más comercial, olvidando que pueden haber textos como Tan poca vida, de Hanya Yanagihara, o este mismo, de Ana María del Río.

 


Los años urgentes, Ana María del Río, Ediciones Liz, 2024, 830 páginas, $18.000.

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