En Los últimos días de Roger Federer y otros finales, Geoff Dyer pasa del recuento de sus diversos dolores corporales a inspeccionar la fase crepuscular o tardía de un conjunto de artistas. Brinca de los conciertos de Bob Dylan (ha estado en cuatro, de 1978 a 2015) a las obras finales de Beethoven, el colapso de Nietzsche, o los últimos días de los escritores Jack Kerouac o D.H. Lawrence, consumidos por el alcohol y la tuberculosis, respectivamente. La alusión al tenista suizo puede llamar a decepción, ya que su aparición es escasa e intermitente.
por Patricio Tapia I 25 Febrero 2025
Durante una mesa de conversación, Geoff Dyer le preguntó a John Berger —eran buenos amigos— cómo había logrado escribir tantos libros en un período de tiempo tan largo. Berger le respondió: “Porque creía que cada libro sería el último”.
Ese apremio de lo postrero parece revolotear sobre el más reciente, aunque probablemente no el último, de los libros de Dyer, Los últimos días de Roger Federer y otros finales. A pesar de su título, el tenista suizo aparece de manera escasa e intermitente. Al igual que en su libro sobre D. H. Lawrence, Por pura rabia (1997), que se trataba menos de Lawrence que de no poder escribir sobre él, este libro de Dyer no se trata ni de los últimos (ni de los anteriores) días de Federer; algo habla del tenista —de hecho, hay algunos análisis minuciosos de ciertas jugadas—, pero la atención está, más bien, en los “otros finales”. Su asunto, dice, son “las cosas que llegan a su fin, las últimas obras de los artistas, el tiempo que se agota”.
Nacido en Gran Bretaña en una familia obrera en 1958, residente en los Estados Unidos desde hace años, Dyer ha echado en la coctelera de su obra, en distintas proporciones, ficción, crítica, biografías, ensayos, agregando todo lo que le llame la atención, ya sea el jazz, la guerra, la fotografía, el cine ruso o el estadounidense, las drogas o sus viajes por el mundo. Agítese bien, y servir con abundante ingenio.
En esta fragmentada meditación sobre los finales, aborda un tema que parece fascinarle no solamente a él. “Cómo nos encanta la idea de lo último”, declara. “La última batalla (de Custer), el último vuelo (del Memphis Belle o del Concorde), las últimas cuatro canciones de Richard Strauss, el último… en realidad cualquier cosa: mohicano (Fenimore Cooper), de los justos (André Schwarz-Bart), septiembre (Elizabeth Bowen), magnate (Fitzgerald), cartas de Hav (Jan Morris), película (Larry McMurtry), Record Album (Little Feat), días de la música disco (Whit Stillman), año en Marienbad (Alain Resnais), recurso (Pawel Pawlikowski), emperador o tango en París (ambas de Bertolucci)”.
Sin embargo, tal vez no como obsesión, sino como recurso, escrutar finales se remonta a mucho tiempo antes. En su último año en la universidad, cuenta, sin saber qué podría hacer, presentó solicitudes de estudios de posgrado. “No porque quisiera emprender la larga, tediosa y absolutamente inútil tarea de un doctorado”, precisa, “sino como una forma de posponer la necesidad de iniciar una vida distinta a la de estudiante”. El único tema que se le ocurrió fue “cómo terminan las novelas”. No sabia si era un área muy investigada o poco investigada (él no fue mucho más allá de la proposición del tema) ni tenía teoría, expectativa o interés alguno en aportar al conocimiento; únicamente quería obtener una beca.
Si el interés juvenil estaba en el sustento (sin la necesidad de trabajar), pasadas algunas décadas —en las que se las ha arreglado para ganarse la vida sin trabajar demasiado o trabajando en lo que ha querido— su interés se basa en la constatación del envejecimiento, tanto del suyo como de muchos otros. “Leí en alguna parte”, apunta, “que W. H. Auden creía que siempre era la persona más joven de la sala (todo un logro dado el estado de ese rostro milenario) y, aunque no era una ilusión que pudiera compartir, nunca me sentí conscientemente viejo”. Pero con más de 65 años, una serie de dolencias físicas y un derrame cerebral leve hace una década, Dyer ya dejó de sentirse inconscientemente joven.
De esa manera, en este libro pasa del recuento de sus diversos dolores corporales a inspeccionar la fase crepuscular o tardía de un conjunto de artistas. Brinca de los conciertos de Bob Dylan a las obras finales de Beethoven, el colapso de Nietzsche, o los últimos días de los escritores Jack Kerouac o D.H. Lawrence, consumidos por el alcohol y la tuberculosis, respectivamente.
Recuerda que Lawrence, por ejemplo, no podía caminar mucho sin quedar exhausto, que rápidamente va perdiendo deseo y peso. Lawrence lo lleva a Ruskin y este a J. M. W. Turner, cuyas últimas pinturas hacen que parezca que el paisaje se está disolviendo, calcinado por un fulgor (este cambio en el estilo de Turner, señala, puede haber tenido relación con las cataratas que desarrolló después de mirar fijamente el sol). Pero no solamente reconstruye los caminos que llevan al desastre, sino que un proyecto inverso podría documentar cómo el miedo a la ruina se proyecta al futuro. Así, pocas páginas después, está escribiendo sobre el cambio climático y las calles vacías por el Covid, lo que le trae a la memoria una actuación del grupo The Clash en Londres y cómo perdió el tren de regreso a Oxford, lo que da paso a una cavilación sobre los “últimos trenes” y luego a una sobre los últimos tragos en un pub. También puede llevarlo a las últimas palabras en una lectura de poesía (las más esperadas, según él, son que quedan pocos poemas por leer, aunque el libro está saturado de apreciaciones agudas sobre la poesía de Larkin, Milton, Wordsworth o Louise Glück).
Los pensamientos de Dyer se desperdigan en distintas direcciones, con todo tipo de desvíos, en una mezcla caleidoscópica y azarosa. Una cosa lleva a la otra, un pensamiento a otro y así va tejiendo redes impredecibles y sorpresivas. Apunta sus ideas sobre la desaparición de los indios y la de los bisontes en Estados Unidos que, según él, están vinculadas (el cuadro El último bisonte, de Albert Bierstadt, como manifestación plástica) con el mismo ímpetu que constata su creciente aversión a un “cierto tono” pomposo al hablar, el nobelés, que ejemplifica con Czeslaw Milosz (no es el único), cultivado tanto por ganadores como no ganadores del Nobel, así como su decepción al leer sobre un arranque de ese tipo de solemnidad del entonces joven Nobel Albert Camus.
El libro está marcado por el trasfondo de la pandemia. Hay una disquisición sobre cómo el Covid hizo imposible viajar, actividad central en la vida de Dyer. En lugar de viajes, entonces, tenemos recuerdos de campamentos escolares, de viejos festivales de música y el gran sucedáneo de los viajes: los recuerdos de viajes. Así, rememora una visita al festival Burning Man, un evento al que ha asistido repetidamente (todos los años, salvo dos, desde 1999 a 2005) y sobre el que ha escrito más de una vez. También recuerda alguno de sus muchos viajes a Turín, cuando, en una plaza, tropieza con una estatua ecuestre. En esta ciudad vivió Nietzsche en 1888 y allí tuvo lugar la famosa historia, probablemente apócrifa, de su derrumbe mental al defender a un caballo golpeado brutalmente. Contemplando la estatua, Dyer imagina reemplazarla con un monumento al filósofo y al caballo. A esta digresión de planificación urbana sigue una amplia discusión sobre el pensamiento de Nietzsche sobre el tiempo.
La imposibilidad de viajar ha impedido otras cosas a Dyer, como concretar su ambición, concebida al cumplir los 60 años, de no volver a comprar nunca más champú, pues prefiere robar las botellas en miniatura de los hoteles.
Un asunto recurrente es la renuncia a un empeño, el abandono, incluido el de ciertos libros. De esta manera, nunca ha terminado de leer El hombre sin atributos de Musil, Los hermanos Karamazov de Dostoievski, Los embajadores de Henry James y la mayor parte de Faulkner y Proust. No pudo terminar las memorias de Hitchens, ni adentrarse siquiera en Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell. Admite los muchos grandes libros que nunca se animará a leer. Pero su erudición, a veces caprichosa, va unida a un compromiso intelectual que le permite entregar apasionadas recomendaciones que llevan, a veces, a descubrimientos, como, por ejemplo, el Diccionario biográfico del cine, de David Thomson que, según Dyer, es “el gran logro literario de nuestro tiempo”.
La renuncia es más melancólica en su amplio tratamiento de artistas que resuelven “terminar”, porque les falta “la inspiración, la motivación, la ambición o la terquedad para continuar”. Dyer se pregunta qué pasa con esos escritores, pintores y compositores que, a cualquier edad, después de haber publicado un libro (o terminado algunos cuadros u obras musicales) dan por finalizada su labor porque decidieron que esa obra —buena o mala— era todo lo que tenían que decir. Hay veces, sin embargo, en que no hay tal renuncia, y el artista se difumina casi sin quererlo, por distintas circunstancias, que permiten redescubrirlo. Pero para tener un verdadero “regreso” es necesario haber desaparecido casi sin dejar rastro, como ocurrió con Jean Rhys, quien 27 años después de su novela anterior publicó Ancho mar de los Sargazos (1966), lo que permitió revalorar su obra anterior. También ocurre que el regreso es sin ninguna participación del escritor, redescubierto por una nueva generación de lectores: es el caso de Eve Babitz, cuyos libros estaban agotados y que vivía prácticamente recluida tras sufrir un terrible accidente en 1997.
Gran parte de este nuevo libro de Dyer es una colección de observaciones y notas dispersas: cavilaciones sobre el sexo, el fracaso, el consumo de drogas —si ya no fuma tanto es porque ya no le causa placer (“la principal parte de mi cerebro que la marihuana ha dañado”, informa con tristeza, “es la parte que responde favorablemente a la marihuana”)—, las oportunidades perdidas, la eternidad, el papel higiénico, los primeros besos o los últimos recuerdos, en una cantera eventualmente inagotable. “Podría seguir escribiendo esto”, dice, “hasta que muera, hasta que me derrumbe con un gran golpe”. Cierra entonces con un poema de Louise Glück que concede que no hay un final perfecto: “De hecho, hay infinitos finales. / O tal vez, una vez que uno comienza, / solamente hay finales”.
Enciclopedia personal de finales, Dyer congrega aferramientos tardíos y partidas tempranas, retornos inesperados, largas formas de marchitarse, alejamientos anticipados, lentas difuminaciones. Todas formas distintas en que las cosas llegan a su fin.
Los últimos días de Roger Federer y otros finales, Geoff Dyer, Literatura Random House, 2023, 352 páginas, $31.000.