por Daniel Hopenhayn I 11 Julio 2024
Cuando nos quejamos, como buenos humanistas, de las morbosas tecnologías que amenazan con abolir el valor de la privacidad, rara vez tenemos presente que ese valor fue engendrado por la propia tecnología. Y hace muy poco tiempo.
Esto es, al menos, lo que se desprende del libro Lo que hicimos en la cama, una suerte de breviario o pequeña historia universal del susodicho mueble, al que hoy tenemos por ícono de la intimidad. “Hasta la Revolución Industrial la privacidad no era prioritaria en ninguna sociedad humana”, afirman los autores, los arqueólogos Brian Fagan y Nadia Durrani, ambos formados en Cambridge (el primero, además, una eminencia en su disciplina) y con una vasta obra conjunta dedicada a la divulgación.
Con la amenidad propia del género, el libro discurre entre dos ejes: las camas de faraones, nobles y emperadores, por un lado, y las que ha utilizado el pueblo llano en distintos lugares y tiempos. Desde luego, lo que interesa no son tanto sus camas, sino lo que hacían en ellas, pues allí se esconde todo un repertorio de costumbres y creencias —nos informa un persuasivo prólogo— que hasta ahora la historiografía ha pasado por alto. La cama sería algo así como un testigo privilegiado de la historia social, un voyerista fortuito que por negligencia no ha sido interrogado y cuyo testimonio nos aprestamos a conocer.
Lo que prosigue, sin embargo, muestra por qué se ha escrito poco sobre el asunto: es difícil llenar 200 páginas con la historia de la cama. Las descripciones sobre la hechura del artefacto aburren al poco andar (enchapados, doseles, bisagras) y las actividades sociales que se han realizado a sus expensas se alejan muy de vez en cuando de lo que ya sospecha un lector mundano.
Esto fuerza a los autores a buscar caminos colaterales. Vale decir, a narrar la evolución cultural y material de prácticas vinculadas a la cama, pero en páginas que por largos trechos se olvidan de ese objeto. Es el caso de laboriosos capítulos dedicados a la vida sexual, a los trabajos de parto o a los rituales mortuorios. En todos ellos, el recorrido comienza en la prehistoria y culmina en la modernidad, alternando la gran historia y la trivia. Estos compendios no carecen de interés, pero tampoco se distinguen de otros tantos que atiborran la bibliografía de las costumbres. No siempre es claro, además, si las conductas atribuidas a ciertas épocas o culturas son un hecho establecido o la generalización de un dato azaroso que bien pudo ser excepcional.
Con todo, hay pasajes que ilustran y sorprenden. Por ejemplo, los relativos a la prehistoria del sueño. Los ancestros del Homo sapiens dejaron de dormir en árboles cuando aprendieron a dominar el fuego, lo que les permitió no solo pernoctar en el suelo —ahora protegidos de las fieras—, sino también amontonarse en grupos y, según se presume, pasar del “sexo oportunista” a incipientes vínculos conyugales. Desde entonces y hasta tiempos muy recientes, casi toda la humanidad durmió en el suelo, primero sobre lechos de pasto y luego sobre colchones de paja o rellenos más sofisticados. Las camas elevadas sobre patas, de hecho, ya presentes en el Antiguo Egipto, no se inventaron por comodidad (son peores para la espalda) sino como indicador de rango. Y la consigna duró milenios: “Entre más cerca del suelo se duerma, más pobre se es”. Anotemos la notable contribución a esta historia de la América prehispánica: la hamaca, idea jamás concebida en el Viejo Mundo.
Pero lo realmente interesante de este libro es su aproximación a la privacidad como “anomalía moderna”. Hasta la era medieval, la discreción, el aislamiento, la escena inaccesible concernían al ejercicio de la religión. “El cristianismo fue uno de los catalizadores más poderosos de la versión occidental de la privacidad”, constatan Fagan y Durrani. Otro fue la imprenta: “Lo que cada persona leía promovió un mayor individualismo en toda Europa”. Poco a poco, artistas, poetas y teólogos se erigieron en vanguardia de una “gobernanza moral” vuelta hacia el interior, cada vez más íntima y solitaria.
La vida social, sin embargo, siguió estas evoluciones a paso lento. Antes del siglo XIX en Europa se consideraba inaudito que alguien durmiera solo, a menos que lo hiciera en un hospital. Entre otras razones, porque el calor humano seguía siendo una fuente inestimable de calefacción, en casas cuyas ventanas no tenían vidrios. Tampoco existía la alcoba como la entendemos hoy: un espacio reservado para quien allí descansa. Era común que la servidumbre durmiera a los pies de la cama de sus patrones, o que un invitado durmiera en ella con la propia familia, o que un jornalero pasara a cobrar su estipendio a la alcoba del señor. En posadas y pensiones se compartía lecho con desconocidos, y nadie consideraba sospechoso que un hombre de sociedad invitara a otro a dormir con él, simplemente para acompañarse y tener una buena conversación. En cambio, todos entendían de qué impertinencias huía una señora que se arrimaba al colchón de su sirvienta.
Precisamente por su carácter público, durante el segundo milenio de nuestra era, la cama se convirtió en uno de los principales indicadores de estatus. Una familia bien posicionada ostentaba la suya ante las visitas y las más suntuosas podían tomarle años de trabajo a un maestro artesano. A la hora de testar, definir al heredero de la cama era uno de los puntos delicados.
La expresión culminante de este fenómeno fue la “cama de Estado”: la majestuosa litera sobre la cual descansaba un monarca europeo y, con él, los destinos del reino. Como explican los autores, un “aura de divinidad” debía rodear a la cama real, pues en rigor no se ocupaba solamente de noche. Muchos reyes de Francia impartieron justicia desde su lit de parade, emplazada sobre altas tarimas que aseguraban la solemnidad del acto. Como cabe esperar, nadie llegó más lejos en estas artes que Luis XIV, quien dirigió campañas militares desde su cama y “estaba obsesionado” con las más de 400 que atesoraba el almacén real de Versalles. Cada mañana, miembros de la corte pagaban por presenciar el momento en que, con el Rey Sol ya vestido y peinado, se descorrían los cortinajes de su cama, separada del resto de la habitación por una balaustrada tras la cual se apostaba la concurrencia. Era el instante en que el sol salía sobre Francia. Luego se permitía el ingreso de otros notables con acceso a la alcoba real y “hasta 100 personas podían aglomerarse en el cuarto” (por cierto, de enormes dimensiones). A las 10 de la mañana, Luis salía de su pieza: ya había tenido suficiente privacidad por ese día.
Dos cambios epocales, concentrados en Londres, encumbraron el valor de lo privado en la vida cotidiana occidental. Uno fue la moral victoriana, con su fijación por el recato y el pudor, sobre todo femeninos. Es con la reina Victoria, de hecho, que la puerta de la alcoba real se cierra para siempre. Pero lo más determinante, por lejos, fue la Revolución Industrial, que desencadenó no solo la división del trabajo, sino de todos los espacios sociales.
Fue entonces que la casa, antes un lugar de reunión, mutó en refugio familiar, como “reacción al mundo cada vez más severo y despiadado del lugar de trabajo”. También las actividades de esparcimiento masculino migraron definitivamente del hogar. La separación de los espacios según su función se extendió por último a la vivienda común, antes habitada entre cuartos polivalentes. Hacia el 1900, reportan los autores, “por primera vez las alcobas se volvieron habituales” para las masas urbanas, así en Europa como en Estados Unidos.
La sociedad industrial expulsó a los extraños de la cama, pero introdujo en su lugar a un desalmado: el insomnio. Fagan y Durrani apenas lo mencionan, prueba suficiente de que no lo padecen. Es saludable, sin embargo, su manifiesto desdén por la higiene del sueño. Despejan un importante mito: que hay que dormir ocho horas seguidas. La evidencia histórica es fragmentaria, pero todo indica que hasta el siglo XVIII lo usual era dormir en dos etapas: la primera hasta pasada la medianoche y la segunda hasta el amanecer. Durante la vigilia intermedia, que duraba una o dos horas, se conversaba, se intimaba, se rezaba, se fumaba o se comía. Y nadie se castigaba mirando el reloj.
Lo que hicimos en la cama. Una historia horizontal, Brian Fagan y Nadia Durrani, FCE, 2023, 236 páginas, $15.900.