Dispuestos con esmero y a la vez con una precariedad inquietante, con cualidad de precipicio, los textos de Torpedos, la última creación de Yanko González, refieren a los clásicos “torpedos” escolares, ayudamemorias anotados en soportes mínimos e imprevisibles con el contenido básico para poder rendir las pruebas. Esa mecánica toma González, pero las preguntas a las que busca contestar parecen ser ya no curriculares sino existenciales, literarias, lingüísticas, vitales.
por Vicente Undurraga I 1 Octubre 2024
Hay un abismo entre la vida que queremos y la que, con frecuencia, se nos da. Esto por cierto matizado por los empeños de la voluntad, propia y ajena, las decisiones y la suerte, buena o mala. Quizás cuando de manera más transparente se experimenta esa escisión entre vida deseada y vida adeudada es en la escolaridad, especialmente en aquella que se nos presenta bajo las formas de la exigencia desmedida, la severidad amenazante, el castigo y la pesadez de cargar mochilas llenas de atenciones que no quisiéramos ni remotamente prestar.
De este quebradero ha sabido dar cuenta la poesía chilena. Ya Carlos Pezoa Véliz dibujaba la distancia en unos versos tempranos: “El profesor a Juan, en geometría, / defíname la curva, dijo un día, / y el pobre Juan le respondió sereno: / línea que la mujer tiene en el seno”. Las novelas de Alejandro Zambra han trazado de forma perspicaz y entrañable esta separación con personajes, escolares o debutantes universitarios, que deben ocuparse de materias fomes y asignaturas grises cuando lo que de verdad los concierne, apabulla y tienta es la materia vital y sus distracciones.
Un gran hito de este abordaje literario es el largo poema “Los profesores”, de Nicanor Parra, publicado en los años 80. Arranca con dos endecasílabos orales de la más alta factura parriana: “Los profesores nos volvieron locos / a preguntas que no venían al caso”. El poema está construido como la larga perorata de un viejo exalumno que lamenta haber perdido tiempo y vitalidad atendiendo a ociosos requerimientos escolares. Del listado imposiblemente exhaustivo de estos está constituido en gran parte el poema: “Dentadura del tigre / nombre científico de la golondrina / de cuántas partes consta una misa solemne / cuál es la fórmula del anhidrido sulfúrico / cómo se suman fracciones de distinto denominador…”; enumeraciones de tedios (pero no tediosas enumeraciones) que cada tanto son intercaladas por reflexiones y lamentaciones del que habla: “no tenían para qué molestarse / en molestamos de esa manera / salvo por razones inconfesables: / a qué tanta manía pedagógica / ¡tanta crueldad en el vacío más negro!”.
Ante esa crueldad, y pese a que toda persona en algún momento hizo suyo lo que dice el hombre del poema (“Hubiera preferido que me tragara la tierra / a contestar esas preguntas descabelladas”), tocaba finalmente zafar. Dar respuestas. Conseguir la nota azul, el cuatro, pasar el ramo.
Como una peculiar respuesta a ese poema y, más en general, como un arrojado ingreso en esa tradición poética y sobrevivencial puede leerse Torpedos, la nueva obra de Yanko González. Un libro que no es únicamente un libro, sino un libro-caja (y aquí rima con otra tradición de la poesía chilena: la de los libros con forma de caja contenedora, como los Artefactos de Parra, La poesía chilena de Juan Luis Martínez, las Cartas al azar de Elvira Hernández y Verónica Zondek o el Bello Barrio de Mauricio Redolés). Una caja, Torpedos, con apariencia de libro que en su interior contiene páginas troqueladas en las cuales se ocultan objetos —unos anteojos, una huincha de medir, una regla, una goma de borrar, un lápiz— donde están a su vez escondidos textos que contienen respuestas o claves para responder preguntas.
Dispuestos con esmero y a la vez con una precariedad inquietante, con cualidad de precipicio, estos textos refieren a los clásicos “torpedos” escolares, ayudamemorias anotados en soportes mínimos e imprevisibles con el contenido básico para poder rendir las pruebas. Esa mecánica toma González, pero las preguntas a las que busca contestar parecen ser ya no curriculares sino existenciales, literarias, lingüísticas, vitales.
Tal como El agua verde del idiota, su estudio sobre las erratas (escrito en conjunto con Pedro Araya), Torpedos instala campamento en zonas donde falla o se afecta el sistema de la lengua y del saber. Los torpedos, con su escritura contraída a fuerza de poco espacio y mucho nervio, dan a menudo una sintaxis nueva, útil en su momento de uso y resonante en esta época de apuros y constante conteo de caracteres.
Sin ocultar lo que tiene de obra plástica, de esmerado trabajo de Técnico Manual —ramo en el que habría obtenido con seguridad un Aprobado—, este libro obtendría un Excelente en lo propiamente literario (pureza de una cuestión en la que probablemente una obra así descree): entre los troqueles de su interior, Torpedos incorpora un libro que en apariencia es una miniatura del mismo Torpedos —un tiro feliz en el ámbito del relato especular, del espejeo abismante—, pero que al abrirse deja ver un libro convencional, que reúne un centenar de poemas en algo así como una prosa agachada, acompañados de fotos donde se recrean torpedos escondidos en el reverso de una corbata, el puño de una camisa, la superficie dura de unos chicles de menta, la tapa interior de una calculadora y otros escondrijos donde el ingenio escolar parapeta sus refuerzos mnemotécnicos.
En esos textos, en la poesía escrita, en la palabra misma, pudiera decirse, se usa un lenguaje comprimido que remeda aquel al que obligan justamente los espacios reducidos del torpedo colegial. Un redacción apretada, el hueso de cada asunto, la elipsis y la concisión cuchillera llevan a unir lo esencial y lo inesperado y omitir lo obvio, para darle curso a textos que simulan instructivos, historias, fórmulas y datos: “cuando chasqueas los dedos, el sonido lo produce el golpe con la palma de la mano. no es la fricción del pulgar con el dedo del corazón lo que resuena. es tu mano casi en puño la que hospeda el sonido”. Todo en definitiva pareciera ser llevado a cabo para “investigar sobre lenguaje, pensamiento y realidad”, pero con la conciencia férrea de que siempre las palabras quedan cortas, que “no hay tinta lo bastante negra para describir la irritación. ni bastante oxígeno para exhalar el hastío. ni sol ni lamparilla para detener la oscuridad”.
Este centenar de torpedos están intercalados con un puñado de textos algo más extensos, escritos al modo de discursos de índole institucional, donde un expositor larga la labia, un académico desvaría o un alumno le escribe una memorable carta de excusa al profesor al que le incumplió un trabajo, ofreciéndole a cambio la glosa de un viaje global en busca de las maneras en que se le llama al torpedo en cada país donde se habla la lengua castellana, primero, y luego ya en todo el mundo. En estos textos, especialmente, González abre espacio a un humor cáustico, como ese en que parodia las hablas burocráticas o ese otro donde se dan instrucciones para escapar gateando por debajo de la mesa de una reunión directiva o académica para volver, liberado, a la realidad, tal como hace quien, tras valerse de unos cuantos torpedos, entrega la prueba y se va a recreo.
Torpedos, Yanko González Cangas, Ediciones Kultrún, 2024, 928 páginas, $100.000.
https://torpedos.online/