por Nicolás Meneses
por Nicolás Meneses I 28 Noviembre 2017
En una entrevista reciente, Elvira Hernández afirmaba que a la poesía no le importaba tanto la experiencia como el lenguaje que lo enuncia, es decir, daba lo mismo el tema si esa estructura comunicante que llamamos lengua no nos deja ver más allá de sus límites. Playa de escombros, segunda publicación de Lucas Costa, forcejea con esa camisa de fuerza, cuestionando ese exceso de transparencia de los discursos y exposición de la posmodernidad, tratando de llevarnos a esa marea que es percibir y contemplarse en los desechos que nos devuelve el paisaje.
“Pensar una vida/ fuera de nosotros, la diferencia entre ver/ desde el vuelo que estando acá abajo”. Cito del poema que abre el libro, versos que ya nos desacoplan del odioso yo: desde un comienzo se nos propone liberarnos de la carga fatigosa de ver y comprender todo desde nuestra individualidad centrada, expuesta a la catástrofe de la soberbia (que siempre crece robusta en tierra firme). Muévete de tu eje, nos impele este hablante, desplázate al otro, pero en vuelo. Por eso la excesiva presencia de aves (que se mueven en grupo), pues en el suelo se corre el peligro de ser otra víctima de la topografía (nunca estática, nunca tranquila, nunca uniforme). Pero en vez de darnos respuestas, se nos interroga: “¿Desde qué distancia se miran/ las cosas para poder verlas dentro de uno?”. Como los primeros segundos de un temblor, este poema sin título (al igual que todos los que componen este volumen) ya anuncia lo peligroso de aferrarse al lenguaje en demasía, al no permitir desajustar la mirada en este accidente desafortunado que es Chile.
Por eso no son casuales las imágenes y verbos conjugados en primera persona, ni ese cambio a la frontalidad de un “tú” que está constantemente interpelándose. Aunque los textos impongan ante todo lo impersonal, lo que tenemos enfrente es la subjetividad radical de un hablante que se sabe un producto del caos de la experiencia y sus pedazos, una lancha llevada por la tormenta y la calma que nos arroja a nuestra isla, desmoronados: “ESTOS CABLES SE CIERNEN SOBRE NOSOTROS y chispean un chaparrón de estalactitas tras la camioneta abollada dentro de la casa”, se lee en la página 37. Los cables, esas conexiones que obviamos, pero que son los circuitos de la transmisión de la pulpa y cáscara que es nuestra experiencia, aparecen con todos sus cortocircuitos, apagados y encendidos de luces que intentan ser la vida.
Hay atisbos de una geografía personal velada y desperdigada, momentos anclados a la arbitrariedad de la memoria y los anzuelos que escoge para traer esos fragmentos, pues el lenguaje evoca y revuelve los recuerdos, el presente y las reflexiones de la manera más insospechada: “Ciertas palabras se dicen/ para entrar por las vías/ donde poros se masifican/ y dan a luz, a su manera”, escribe Costa. O este otro ejemplo: “Lo que pasa abajo/ -y que no vemos-/ aflora cuando no toco ni guío/ cierta letra por otra/ o esquivo las erratas/ de la vida con algo/ que se me ocurre al voleo”. El lenguaje como un elemento más del que se alimenta nuestro ser y se manifiesta en oleadas inesperadas y complejas. Los restos: componente silente, pero refractario de nuestra comprensión, afectos y relaciones.
A pesar de ser pocas páginas, el viaje es largo. Las vistas: caleidoscópicas, múltiples, disgregadas. El lenguaje en constante forcejeo, calmo y retumbante.
Playa de escombros es una marea inagotable que arroja muchas inquietudes y dudas, una escritura que se propone estrellar el lenguaje contra las rocas y romperlas; desconfía de la excesiva transparencia, grandilocuencia y estridencia, modulando a baja intensidad una vida que se sabe parte minúscula de un todo en constante reacomodo; quizás entiende que la realidad es un estado mucho más crudo del que podemos aceptar y no le importa: en eso consiste su gesto. Leerse y leernos desde lo más cifrado de nuestras representaciones, descubrirse capaz de retomar el curso, sobrevivir a la tragedia, pues, aunque todo perezca, ahí tenemos lo que queda: tómalo. Y aprende la humildad de vivir y reconstruirte desde los cimientos.