Algo ominoso entre los pensamientos y las cosas

por Vicente Undurraga I 27 Febrero 2025

Compartir:

El Roberto Merino al que leemos en este nuevo libro, Diario de hospital (120 páginas escritas entre el 4 de diciembre de 1994 y el 17 de enero de 1995), toma, como es natural en los diarios de vida, distintas formas: la del desganado, la del melancólico, la del observador de pensamientos y costumbres, y hasta la del crítico literario. Pero una prevalece: la del exasperado, un sujeto que hace de la irritación y la anotación suspicaz o irónica un modo de sobrevivencia.

La compañía me tiene los nervios destruidos”, anota Merino en mitad de su convalecencia en pabellones compartidos. Es clave algo que dice en la brevísima nota inicial: que este diario no lo pensó como un libro, sino “como una solución personal ante una circunstancia de mucha incertidumbre”.

La forma e incluso la posibilidad misma de continuar o no en este mundo, con apenas poco más de 30 años, dependen del resultado de un trasplante al que es sometido (el otro riñón del donante —“alguien que murió la tarde de ayer”— lo recibirá el argentino de buen trato de la cama de al lado).

Suspicacia y agudeza parecen ser los bastones que le permiten al diarista mantenerse de pie, aunque acostado, en este trance donde acecha el desquicio. Un desquicio compuesto de personajes agotadores, médicos más o menos soportables, un régimen alimenticio deprimente, calor santiaguino de verano, visitas no siempre atinadas y, como dice el propio autor, el “horizonte brumos de espera, melancolía hospitalaria”. En ese estado, asediado por dolores y medicamentos pesados e invadido por rutinas de enfermería que denigran, se alza lo que podría pensarse como el motor primero de estas páginas: “Algo ominoso que se me aloja entre los pensamientos y las cosas”.

Sin esperanza ciega en las palabras, Merino se aferra a ellas para enfrentar, registrar y, en una de esas, conjurar en parte esa placa, ese vidrio mental opaco, abismante.

La realidad, internado en un hospital en una situación así, tiene más de hostilidad que de hospitalidad. En su intención de “no perder el estado vigilante”, los pensamientos hacen ronda constante y se presentan bajo varias formas. Un autoexamen fisiológico donde aparecen expuestos sin remilgos testículos descascarados, por ejemplo. Una crítica a la infantilización del enfermo. “Un catálogo intensivo de personas que pasan por aquí”: desde una guagua hasta viejos en sus últimos estertores prostáticos, dementes varios, degenerados, visitas freaks y curas y huasos macucos que en sus conversaciones y comportamiento dejan ver una chilenidad deslizada en escenas fugaces, pero duraderas: algo grotesco e inasible a la vez, que el autor consigna con maña.

Tan protagonista de este diario como ese resistir mental lo es el cuerpo, el propio y los circundantes. Esto puede no ser novedad para un lector del Merino narrador; es cosa de recordar, por ejemplo, aquella preciosa crónica del hombre-rana, donde se describe largamente la afición por las duchas largas y el agua corriendo cuerpo abajo. Pero acá no es el goce lo que marca las descripciones, sino más bien la contrariedad: “El cuerpo es mayoritariamente una asquerosidad miserable”, dice el autor, quien sucesivamente consigna cómo en la pieza de al lado a un tipo le sacan “una chata con mierda: emanación tibia y nauseabunda”, y otro “exhibe el poto y los viejos testículos”, mientras circulan bolsas de orina, gritos de dolor, sondas rectales, sonoros peos nocturnos y otras indelicadezas del diario morir.

Tal como ese narrador final de Levrero, que también se vale de la forma del diario para narrarse, Merino hace de la ofuscación no un material para el reclamo, sino el cristal con que se mira y proyecta todo. (…) Humor, ironía, desate de un cierto energúmeno, pero también una sutil disposición a los afectos, las amistades y las buenas lecturas.

Por supuesto, la vida internado no tiene únicamente momentos de exasperación y desprecio. Ahí dentro todo fluctúa, y en una página puede el autor declarar que “ya ni siquiera tengo ansiedad por salir”, para 12 horas después, esto es, tres páginas más adelante, anotar: “Solo me anima la idea de largarme de una vez”. La escritura oscila y pasa rápido de descripciones como las ya descritas a arranques enigmáticos de una prosa que pareciera elevarse de pronto para dejar caer unas especies de haikús camuflados: “Hay una luna entre gasas de nubes”, así como algunos acerados aforismos: “Siempre por debajo de las circunstancias, pero siempre dispuestos a arrasar con las circunstancias”.

En tanto lector, este Merino es el que ya conocemos por sus ensayos y notas: lee lo que le concierne, lo cercano, pero acá lo hace con la radicalidad que da el tiempo contado. Es así como, al mismo tiempo que disfruta del viaje a Italia de Montaigne o de las memorias de Bioy —de quien celebra su “determinación de cuestiones no esenciales”—, alude con fastidio a las “tonteras tenebrosas” de Artaud o a un “muy empalagoso” libro de Paul Bowles.

La exasperación, en tanto ira, enojo, molestia con el entorno, disposición social fóbica, abominación “del cotorreo perpetuo”, no es de todos modos una actitud de la que emanen puros malos humores. Al contrario, rinde cada tanto pasajes cómicos, como cuando describe la visita de un descriteriado excompañero de colegio o cuando cuenta que otro paciente, don Lucio, se revela en sus peroratas como un huelguista en potencia: “Le hubiera preguntado si tenía soluciones que ofrecer, pero solo quería que se callara”.

Diario de hospital es un libro que permite varias relaciones y hasta insinúa algunas en sus páginas, desde La montaña mágica hasta Papelucho en la clínica, a las que cabría agregar el ciclo autobiográfico de Thomas Bernhard; “Tarde en el hospital”, de Pezoa Véliz, o el diario de agonía domiciliaria de Gonzalo Millán, entre otras. Pero quizás la primera relación, que en cierto modo podría considerarse tan casual —en el sentido de no tributaria— como esencial, es con la obra tardía de Mario Levrero. En especial con Diario de un canalla, La novela luminosa y algunas columnas de Irrupciones. Tal como ese narrador final de Levrero, que también se vale de la forma del diario para narrarse, Merino hace de la ofuscación no un material para el reclamo, sino el cristal con que se mira y proyecta todo. Es notable el modo en que Merino describe cómo enmienda, para mejor aprovechamiento, la composición de la bandejita paupérrima que le traen al desayuno, administrando —con la sabiduría con que Levrero preparaba yogur o exploraba el incipiente Windows— el quesillo y desmigando el pan para duplicar las dosis y untar la última con la mermelada sobrante. Humor, ironía, desate de un cierto energúmeno, pero también una sutil disposición a los afectos, las amistades y las buenas lecturas.

Y a las buenas historias, porque incluso en lo fragmentario de un libro así, estas tienen ágil cabida, no como esos sueños que nadie quiere oír, sino como esos cuentos que nadie quiere perderse. Menciono uno escalofriante, el de Aceituno, un oriundo de La Araucanía que trabajaba en una pastelería de Vitacura, grato ambiente laboral que un día se ve perturbado porque el jefe del local se enamora de una exvedete que venía de un romance con un agente de la CNI. Por eso empiezan a merodear por el local oscuros sapos, hasta que una madrugada el jefe aparece muerto en un terreno baldío (otro huaso hospitalizado testimonia al paso cómo, fondeado tras una empalizada, presenció el fusilamiento de tres hombres en un puente en 1973).

La incertidumbre es el clima del alma, decía el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, pero en estas páginas la incertidumbre concreta de no saber si se saldrá, ni cómo ni cuándo, “lo que dobla finalmente es el espinazo”. En ese estado, se abren pasajes de desaliento y aire infernal, y a la vez una prosa de altura: “Espacios vidriados que nunca se supo para qué fueron concebidos, reminiscencias de cápsulas espaciales. Un camino-pasillo azul conduce al subterráneo de medicina nuclear. Adentro es pálido como el aliento del demonio, plomo además y sombrío”. Considerando todo esto, y que, tal como el duelo, la convalecencia es circular, es natural que el fantasma de la sinrazón comience a pedir cancha, de lo cual el diarista no es inconsciente: “Me atemoriza quedar solo conmigo mismo mucho rato: ¿Y si esa voz en mi cabeza que todo el tiempo funciona con autonomía lograra una verdadera autonomía?”.

Al final del libro, en una fuga sorprendente que es también una llegada familiar y misteriosa desde el pasado remoto, las palabras permiten distinguir lo que podría ser un mal sueño cualquiera de las pesadillas reales y perdurables, como este “túnel del tiempo y sus sistemas de succión” en que al autor le tocara adentrarse y a nosotros, ahora, también.

 


Diario de hospital, Roberto Merino, Ediciones UDP, 2024, 128 páginas. $15.000.

Relacionados