La gran sorpresa del cine chileno de este año es esta película divertida y entrañable, que deja claro que el tema aquí no es la longaniza sino los ideales, el espíritu de comunidad, la posibilidad de jugarnos a fondo por causas que valgan la pena, por muy perdidas que parezcan.
por Héctor Soto I 10 Mayo 2025
La mejor película del cine chileno estrenada en años se titula Denominación de origen. Es una cinta nacional que, ¡al fin!, está moviendo las agujas por varios conceptos. Es ingeniosa. Es grata de ver. No hay que resistir a Alfredo Castro ni a Alejandro Goic en el reparto. No se sube al carro del victimismo moral nauseabundo propio de las películas nuestras. No trasunta fatalismo. Tiene humor y también compasión. No tiene nada de escapista. Y tiene energía, optimismo y emoción.
¿Se trata de un milagro? No, nada de milagro. Es solo una película sentida, bien concebida y trabajada. La dirige y la escribió Tomás Alzamora Muñoz, un cineasta nacido en San Carlos y que tiene a Ñuble en el corazón. Cuidado: es la tierra de Bernardo O’Higgins, Arturo Pacheco Altamirano, Gonzalo Rojas, Ramón Vinay, Arturo Prat, Claudio Arrau, Violeta y Nicanor Parra, Marta Colvin, Víctor Jara y Mariano Latorre, entre otros portentos. Y la concibió como un falso documental, donde no todo lo que vemos es mentira y no todo lo que nos cuentan es verdad. Más allá de esta mezcolanza de medias verdades y medias mentiras, Denominación de origen es de estas películas que son capaces de transmitir una gran verdad, sustentada en la coherencia de sus personajes, en la libertad de sus recursos expresivos, en el cariño con que el realizador mira a sus protagonistas y en los riesgos que asume en su estructura narrativa.
La trama, como se sabe, se inscribe en el sentimiento de injusticia que se generó entre la comunidad local luego de que, en un concurso municipal para reconocer a la mejor longaniza de la zona, a San Carlos le quitaran el premio que había obtenido, porque la suya había sido producida allí y no en Chillán, como expresamente consignaban las bases. A partir de ese hecho, la película imagina una reacción ciudadana que se traduce en una movilización de las fuerzas vivas de la comuna y que se traduce en el MSPLSC (Movimiento Social por la Longaniza de San Carlos). Sí, parece un chiste, pero no lo es, puesto que los cuatro personajes que asumen el liderazgo de la campaña abrazan este empeño con el compromiso, con la entrega, con la fe que inspiran en Chile los pulsos donde se juega un sentimiento profundo o una causa simplemente perdida.
Esos cuatro paladines son Luisa (Luisa Marabolí, entiendo que dirigente social de una población porteña), el Tío Lelo (Exequiel Inostroza), DJ Fuego (Roberto Betancourt) y Juan Peñailillo (Alexis Marín, que interpreta a un abogado salido del Chile normativo y burocrático que con el correr de la cinta se va haciendo cada vez más respetable). Los tres últimos fueron seleccionados en un casting entre los habitantes de San Carlos, aunque en realidad no hay un solo actor profesional. En esos tres caracteres, y desde luego en Luisa, que tiene un desempeño fuera de serie, hay más matices, más claroscuros, más originalidad, más dignidad y más sentimientos de los que se puedan encontrarse en años y años de cine local. En los cuatro, a su modo, circula una buena corriente de glóbulos rojos de nuestra identidad nacional.
Denominación de origen no es pura chacota. Tiene pasajes notablemente reveladores que se ajustan a la ortodoxia documental. ¿Quién sabía que en San Carlos se cultiva el arroz más austral del mundo? ¿Quién estaba al tanto de que los cerdos alimentados con arroz son de un linaje resueltamente superior? ¿Quién tenía idea de los chupalleros de Ninhue, de la calidad, de la nobleza y de la tradición de su trabajo? ¿Alguien sospechaba que esto de la denominación de origen es un reconocimiento que otorgan organismos públicos tras informes, estudios y trámites que pueden dejar muchas ilusiones, muchos heridos y muchos muertos en el camino?
Los riesgos que corre esta película en términos expresivos con su relato fragmentado, disociado, alocado, interferido a cada rato por cuñas, por letras de rap, por memes, por personajes de la tele, tienen, por decirlo así, un correlato en las zonas de peligro que recorre la mirada del realizador sobre sus personajes. A veces la película está en el límite, en el borde, del sesgo burlón. Es una zona súper complicada, porque es fácil pasar de reírnos con la gente fea, o gorda, o de mal gusto, a reírnos de ellos. Alzamora controla con maestría esa delgada línea roja. Denominación de origen se sube a la cornisa pero nunca incurre en escarnio. Jamás llega a esa infamia. La buena fe y el cariño la blindan de cualquier sospecha en este sentido.
Quizás no sea una película perfecta. Puede haber en algún momento un problema de ritmo. Pero es nada en comparación a los logros y las epifanías de estas imágenes. La cinta termina, por lo demás, muy en lo alto y deja claro que el tema aquí no ha sido la longaniza, que —todo hay que decirlo— no es poca cosa. El tema son los ideales. Es el espíritu de comunidad. Es la posibilidad de jugarnos a fondo por causas que valgan la pena, por muy perdidas que parezcan. Es la idea de que la vida es más plena aplicándola a algo noble que al puro interés propio. No es un detalle menor que en pocas partes de Chile estas verdades hayan hecho más sentido a lo largo de la historia que en la región de Ñuble.
Denominación de origen (2025), dirigida por Tomás Alzamora Muñoz, guion de Javier Salinas y Tomás Alzamora Muñoz, 86 minutos.