Este martes falleció, a los 91 años, el autor de películas tan entrañables como Vivir su vida y Sin aliento. Figura insoslayable de la vanguardia cinematográfica de los años 60, encarnó hasta el final al experimentador eterno, el siempre joven creador que rompe con la industria y sus imágenes pasteurizadas, para hacer estallar los planos en películas cada vez más radicales y misteriosas.
por Federico Galende I 14 Septiembre 2022
Filmaba cartas, rodaba sin guiones, decía que el cine era una cabeza haciendo muecas en una pantalla, escribió películas maoístas, pasó de planos y contra-planos, grababa en off su voz —grave, seca, cortante— de Gurú implacable, experimentó el video, rasgó los planos como si fueran trapos, resumió la historia del siglo XX en una película de varias horas que contenía un atlas de citas y gráficas, y terminó en el 3D, con un Adiós al lenguaje ganando en Cannes el premio de un jurado al que dejó pagando. Estaba más cómodo en su mecedora, con su habano de siempre colgándole de la boca y algún libro abierto con las gafas de gruesos cristales separando las hojas. Esto era en una comarca de Suiza (el mismo destino que el de Chaplin), donde la legalidad del suicidio asistido pone por el momento una única nota de vanguardismo en la desquiciada moral del planeta.
Murió Godard, y solo de alguien como él agregaríamos que “de manera temprana, apenas a sus 91 años”. Siempre iba a ser temprano para que alguien como él muriera, y por eso es menos seguro que haya muerto de viejo que de cansado, en ese apartado refugio del cantón de Vaud en el cual, luciendo una última vez en calidad de acérrimo vanguardista, hizo de la muerte un trámite personal. Evidentemente se cerraron con ese trámite muchísimas décadas colectivas, un siglo de ideas revueltas con las que Godard se había acostumbrado a conversar empleando algunos arrebatos de marcialidad. Golpeaba la mesa, pateaba el tablero, cambiaba de conversación. Era su modo particular de concebir el cine, un arte de los desvíos en manos del más salvaje de los semiólogos. Allí están sus obras, su herencia: Sin aliento, Vivir su vida, Una mujer es una mujer, El desprecio, Masculino, femenino, Histoire(s) du cinéma, Elogio del amor, Film socialismo.
La semiología suya era intuida y arrasadora, y si intranquilizaba al espectador era porque trataba su parte común como un involuntario testimonio de envejecimiento. De alguna manera, el envejecimiento era para él el estado de todas las épocas, la papilla en la que flotaban imágenes y películas a las que había que responder con recursos inmersos en una masa impenetrable de asociaciones y detalles extraídos con pinzas de una plaga de hechos.
Entonces la espectadora (el espectador) recibía estas películas como un rudo masaje a la cabeza, hidras malditas y medusas difíciles de descifrar porque exhibían las anomalías de la vida colectiva y llamaban a deshacerse violentamente de un ojo anterior. ¿No era acaso este ojo anterior una vida cualquiera sumergida en la rutina costumbrista del cine de masas? Sí, lo era, pero también había en esto un acto marcial, dirigido como un zeppelín contra la industria como repudiable materia estancada o higiene de las demografías.
En cambio que el cine fuera un lenguaje o una forma que piensa, como lo dijo mirando a los ojos a las mujeres que posaban para las pinturas de Manet (o sea, olvidando curiosamente a esas mujeres, que fueron nada menos que la chica de la Folies Bèrgere, la Olimpia, la pintora Berthe Morisot), suponía algo diferente, por ejemplo tomar la técnica como un paradójico impulso del pensamiento contra la industria para sacrificarla, a la vez, antes de verla cumplida como promesa. Este era su modo —también personal— de pensar la técnica —o sea, el cine: transformar con las manos del artesano la mesa de montaje, y hacerla de nuevo para que de sus combustiones no naciera ninguna ilusión. Así, la técnica quedaba convertida en la corriente del cine con la que se debía ensayar lo que no existía, aunque electrocutando a la vez lo que la misma técnica había posibilitado.
Esto último le permitía hacer estallar los planos entre sí, mostrar los huecos del tiempo acudiendo a un choque subterráneo entre la aceleración y la lentitud, filmar el beso de los amantes al lado de un bombardeo y reunirlo todo en una misteriosa desconexión. El cine es el arte de las desconexiones que la forma dispersa pone a pensar en común, solo que este recurso no estaba en la técnica como tal, estaba en las viejas cinematecas donde un cinéfilo empedernido —como él— pesquisaba los restos invertebrados de la estructura del cine.
Aquellos restos eran las delgadas lagunas que había dejado atrás, sin proponérselo, el manoseo de los códigos más previsibles de la pantalla, y era en esta condición de intocados residuos que podían equipararse a los tajos o las separaciones que Godard presentaba entre un cuerpo y un texto, entre la modulación filmada de una voz y el sonido de una palabra, entre una sensibilidad y una idea. No estamos seguros de que reposara en esta fórmula ninguna estética (eso Godard se lo hizo decir tempranamente a Forestier en un film primoroso: Le petit soldat), aunque sí la misma noción que él tenía de la ética.
Ahora bien, ¿de qué ética se trataba? De una que fuera capaz de vaciar, auxiliada por un rapto de destrucción, la belleza prometida de cualquier filme. La ética era la estética que seguía al documento visual que sabía suprimir a tiempo la propia ilusión del presente. De modo que si para Hegel pensar “era herir un tiempo en reposo” (se expresó así en su célebre Fenomenología), para Godard hacer cine era lacerar la superficie fútil en la que nadaban, cosificados, los trajines de un colectivo social. Debía haber algo debajo, abisales dispositivos a los que el cine, entendido como una lengua —y no ya como un arte—, podía poner a la luz apelando a una rebelión contra el método.
De esta rebelión era una pieza ineludible la íntima identificación entre el cine y la historia, la idea de que el cine ocurría en la historia en el mismo momento en que toda la historia ocurría en el cine. Lo había demostrado Bazin esgrimiendo que al final Hitler le había robado el bigote a Chaplin. Si cosas así admiten ser postuladas, entonces no es raro que Godard intentara, hasta el final, quitarle a la técnica su sátira de contemporaneidad para usarla en favor del cineasta eternamente experimental. Reposaba en esto su aire de “buen salvaje”, su primitivo estilo de condenador de la corrupción de los signos y los putrefactos transportes de la polución de las simbologías más pedregosas y cotidianas.