El ensayo, una forma de sobrevivencia

Es uno de los géneros más complejos y versátiles de la literatura, porque todo cabe en él: desde la crítica a la autobiografía, de lo intrascendente a lo fundamental, de lo improbable a lo científico. El escritor irlandés Brian Dillon toma todas estas líneas, y muchas otras más, para dar cuenta del ensayo como forma específica y suprema de lectura y de escritura, y así elaborar una particular historia del pensamiento, y de sí mismo como autor en tránsito.

por Marcela Fuentealba I 24 Octubre 2023

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El ensayo es la combinación precisa y múltiple de exactitud y de evasión, de lo crucial y lo vulnerable, del conocimiento del mundo y del balbuceo de un sí mismo tan cambiante como ineludible. El ensayo, el género literario que supone la unión de lo narrativo con lo real, del punto de vista crítico férreo con el enorme tamaño de nuestro desconocimiento, sigue definiéndose una y otra vez. Parece, incluso, haber tantos ensayos sobre qué es un ensayo, que ensayos en sí mismos. Se desperdiga hacia la crónica, hacia la opinión, hacia lo biográfico o lo político, hacia el arte o hacia la estupidez, pero sus cualidades siguen siendo evidentes y necesarias, por muy poco actuales que puedan parecer en una época de expertos, especificidades e ignorancia.

El escritor Brian Dillon (Dublín, 1969) se ha dedicado a él prolíficamente; profesor universitario y periodista (escribe para The Guardian o el Irish Times, es editor de la revista Cabinet), ganador de premios con una memoria sobre la muerte temprana de sus padres, es autor de libros como Imaginemos una frase (2020), en el cual, a partir de 27 sentencias de sus escritores fundamentales, de Shakespeare a Joan Didion, genera otros tantos ensayos tan eruditos como imaginativos. Ensayismo aparece entonces como su obra cumbre, por lo sintética y concisa, aunque las resonancias que abre en el lector puedan ser casi infinitas.

El libro se estructura en capítulos breves, cada uno con inicios en capitulares, a la manera clásica, que indican los temas del amplio y circunscrito recorrido: sobre el ensayo y los ensayistas, sobre los orígenes, sobre los aforismos, sobre divergir, sobre la extravagancia. Sin temor a volver a los caminos conocidos, va rápido al quid del asunto: si el origen de la palabra indica que un ensayo es “una prueba o comentario textual ingenioso sin pretensión de ser definitivo ni ambición de agotar su tema”, puede agregar varias puntualizaciones. Viene del siglo XII y del verbo francés essayer, que a su vez se origina en la palabra latina exagium, balanza, pero también se relaciona con un enjambre de abejas. Entonces el ensayo valora, sopesa, es trabajoso, abunda en sus temas y los pone a prueba, con el ancla clásica dada por Montaigne: el yo que es materia de la escritura. Pero ese yo es también disperso, casi deshecho, como quedó el escritor francés cuando se cayó de un caballo, al borde de disiparse fuera de la propia conciencia.

Esa es su apuesta sobre el “ensayismo”: más que un ejercicio formal, es una actitud hacia la escritura, hacia sí mismo y el mundo. Cita a El hombre sin atributos de Musil: “Este orden no es tan firme como aparenta; ningún objeto, ningún yo, ninguna forma, ningún principio es seguro, todo sufre una invisible pero incesante transformación; en lo inestable tiene el futuro más posibilidades que en lo estable, y el presente no es más que una hipótesis, todavía sin superar”. Estar desasido, pegado al azar, se supera entonces en una forma literaria que busca siempre integridad estética y dar placer al lector (un ensayo aburrido, sin color personal, es más bien un texto de especialista). Si es fragmentario, no exhaustivo, poco metódico, como dijo Adorno, es porque muestra un pensamiento en curso, liberado, para encontrar siempre lo parcial frente a lo total; no quiere mostrar lo eterno en lo fugaz, “sino eternizar lo pasajero”.

Este es un libro tan entretenido como conmovedor, del que se desprende que la literatura, aunque sea como consuelo, no es una cuestión solo profesional o de goce privado, sino una actividad incesante que otorga a algunos un modo de sobrevivencia material y psíquica a la vez, un modo de ser.

Dillon detalla desde aquí su fascinación con diversas escrituras y autores que conforman su gabinete personal de formas e ideas estéticas: las listas (de Joan Didion y Georges Perec); la dispersión (para reforzar la integridad de una forma hecha de hilachas); el gusto y las frases (los efectos extraordinarios de una coma o de un adjetivo en los textos de su amada Elizabeth Hardwick, una de las fundadoras de The New York Review of Books y esposa de Robert Lowell); la melancolía (la complejidad de la obra de Cyril Conolly, en especial La tumba sin sosiego, donde muestra su espanto e incapacidad con la vida); el fragmento (“puente ambiguo entre la identidad y la dispersión, entre la integridad formal, casi física, y la acción pulverizadora” del ensayo); el detalle (que culmina con la irlandesa Maeve Brennan comiéndose un brócoli malísimo en un triste restaurante neoyorkino); o hablar con uno mismo (donde se explaya sobre los diarios de Susan Sontag y por qué le parecen tanto más cautivadores que sus ensayos: en ellos duda y se odia). Sus fuentes son infinitas: de Virginia Woolf a la crítica de arte Lynne Tillman, del escritor experimental William Gass al clásico inglés sir Thomas Browne, del filósofo Schlegel a Oscar Wilde, de William Carlos William a Jacques Derrida. Y si bien hay erudición, no se trata de una obra para eruditos o iniciados, porque este es un ensayo literario que reúne y muestra sus materiales nítidamente, sin la pedantería de una teoría ni los corsés canónicos de lo pedagógico.

En esta variedad de capítulos y temas, empieza a repetirse, cada vez con más insistencia, la misma apertura: “Sobre el consuelo”. En estas secciones Dillon nos cuenta que tras una ruptura amorosa y las dificultades económicas, se fue a vivir a un pueblo costero melancólico o que su casa de infancia estaba llena de libros, pero antes que literato él quería ser crítico de discos en el New Musical Express. Porque no está hablando de una afición, ni de una pasión intelectual, sino de una vida: no prefiere cierto escritor, sino que lo ama; escribir no es una ocupación, es su camino existencial. Dillon logra elaborar sus propias experiencias y equivocaciones, sus miedos y afectos, entender que la depresión que sufre es superable, aunque terrible.

Y en esa comprensión se cruzan la fragilidad que encuentra en La cámara lúcida de Roland Barthes y la claridad de Las cimas de la desesperación de Emil Cioran. “Creía que si escribía desde el horror con alguna distancia o si lo describía como de reojo, se quedaría en su lugar, pero que diría lo suficiente sobre él como para poder decirme a mí mismo que no iba a huir (…). Y siempre la pregunta, ligada al ser, de a quién leer, qué libros y, sobre todo, qué ensayos podrían cambiar las cosas, cambiarme a mí”.

Este es un libro tan entretenido como conmovedor, del que se desprende que la literatura, aunque sea como consuelo, no es una cuestión solo profesional o de goce privado, sino una actividad incesante que otorga a algunos un modo de sobrevivencia material y psíquica a la vez, un modo de ser. Por cierto, sus referencias son anglosajonas y europeas, por lo cual los lectores querrán imaginar cómo sería este periplo en nuestra lengua, de Borges a Martín Cerda, de Mistral a María Moreno. Porque él indaga en el pasado, conoce sensibilidades y experiencias presentes, calibra los lenguajes y libertades, y esto moldea y da coraje al lector, permite seguir adelante, aunque sea apenas con lo puesto.

 


Ensayismo, Brian Dillon, traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, Anagrama, 2023, 162 páginas, $20.000.

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