Los saldos del tiempo

En Tiempo muerto y otras de sus narraciones, García Robayo describe con destreza la errancia latinoamericana en tiempos globalizados, así como también los conflictos identitarios de esa diáspora anhelante de mejores condiciones de vida.

por Lorena Amaro I 20 Febrero 2018

Compartir:

Qué ocurre cuando el amor se acaba, cuando las relaciones se degradan, cuando la familia se convierte en apenas una serie de rutinas y diálogos neuróticos, en el campo de una batalla asordinada y violenta, en que cada miembro pugna por la humillación del otro. Sobre esto escribe Margarita García Robayo (1980), una de las narradoras colombianas más celebradas de los últimos años, que desde hace un tiempo desarrolla su trabajo en Buenos Aires. Su novela Tiempo muerto explora, con dureza y sin dramatismos, las vidas de Lucía y Pablo, pareja de mediana edad, con dos hijos, al filo del derrumbe tras varios años de matrimonio. Como en otras de sus narraciones, García Robayo aquí también traza un retrato cuidadamente detallista de la vida de los latinoamericanos en Estados Unidos: Pablo y Lucía se mueven entre New Haven (donde viven), Miami, Port Chester, Nueva York; Lucía se ha desarraigado, pero Pablo no deja de pensar en el país de ambos, Colombia, al que le dedica una inacabada novela, que para su mujer es “ambigua y cursi”. En ese relato, aludido constantemente, un profesor de Biología retorna a su patria para enfrentar una trama de expolio ecológico: hay buenos y malos, pero, sobre todo, hay el deseo de Pablo de narrar la historia política y social de su patria. Lucía también escribe: ella se ha doctorado en una universidad de élite y publica columnas en las ediciones latinoamericanas de revista Elle, en las que aprovecha de ajustar cuentas con su esposo y quejarse de una maternidad pegajosa e intensa, uno de los focos del relato.

En uno de los momentos más bellos de la novela, Lucía lleva a los niños a una playa donde una vez fueron felices y piensa que todo se pierde: “Piensa en todas las veces que vio gente tratando de guardarse algo fresco para siempre. De ganarle una batalla —alguna— al paso del tiempo”.

A esta pareja degradada, que ya desde el comienzo de la novela muestra fisuras, los rodea un conjunto de personajes exasperantes y a su modo también fracasados, como Lety, la tía de Pablo, quien ha consagrado su vida a un negocio de lavandería; Gonzalo y Elisa, sus vecinos argentinos, cocainómanos e infieles; los desproporcionados padres de Lucía con su ruidoso, ordinario estilo de vida; Cindy, la empleada demasiado entusiasta que cuida a los niños en Miami y cuyas intromisiones exasperan a Lucía. Es difícil simpatizar con ellos; apenas se salvan Rosa y Tomás, los más pequeños, aunque se trata de niños ruidosos y hasta cierto punto amenazantes: más de una vez se describe su ensamblaje con la madre: “Tomás encajado a un costado de su cuerpo, y Rosa en el otro. Como dos órganos blandos de fácil remoción”. Un tándem que desde el primer minuto deja fuera a Pablo y propicia el alejamiento entre él y su mujer.

La prosa de García Robayo es cuidada; maneja con solvencia los encuentros y desencuentros de esta tribu latina tan malavenida, con sus particulares giros lingüísticos. Como en la desoladora novela Hasta que pase un huracán, se acerca con ojo escéptico a los desajustes que viven sus personajes diaspóricos, nómades, entre un aquí y un allá, entre un pasado difícil y un presente en el cual son incapaces de encajar. La degradación y el fracaso son irrefrenables; Pablo lo constata en su propio cuerpo cuando sufre un ataque cardíaco, producto de una temporada de infidelidad y drogas.

En uno de los momentos más bellos de la novela, Lucía lleva a los niños a una playa donde una vez fueron felices y piensa que todo se pierde: “Piensa en todas las veces que vio gente tratando de guardarse algo fresco para siempre. De ganarle una batalla —alguna— al paso del tiempo”. Esa batalla, constata, siempre está perdida, como quiere decirnos el mismo título de esta novela: “Lo verdaderamente raro es mirar al otro y preguntarse quién es, qué hace ahí, en qué momento le cambiaron tantos los rasgos de la cara. El desconocimiento es el saldo del tiempo acumulado, nadie puede decir con exactitud cuándo se planta la semilla”.

En esta y otras de sus narraciones, García Robayo describe con destreza la errancia latinoamericana en tiempos globalizados, así como también los conflictos identitarios de esa diáspora anhelante de mejores condiciones de vida. Los personajes de sus relatos suelen sufrir algún grado de degradación, de incomodidad en sus cuerpos y en sus vidas, desde detalles nimios hasta destinos catastróficos. En su literatura se impone un realismo meticuloso y devastador, el cual resulta eficaz para contar las vidas de sus descentrados personajes, hasta llegar casi a la observación etnográfica, y muy lejos de la intelectualización metaliteraria postmoderna.

 

Tiempo muerto, Margarita García Robayo, Alfaguara, 2017, 151 páginas, $10.000.

Relacionados

Una América sin historia

por Jorge Polanco

El silencio y la furia

por Sebastián Duarte Rojas

Safari: alegoría de la violencia

por Alejandra Ochoa