El funeral de Stalin

State Funeral narra los cuatro días del funeral de Stalin, en marzo de 1953, recurriendo a imágenes de archivo a color y en blanco y negro, para mostrar cómo se materializó el culto a la personalidad del líder soviético. A contrapelo de esos documentales serializados sobrecargados de información, Sergei Loznitsa hace películas cuya fuerza de gravedad no está en la trama, sino en los elementos básicos del cine: la imagen y el sonido.

por Pablo Riquelme I 26 Enero 2021

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Tal vez es culpa de las cadenas de streaming, que para enganchar au­diencias a sus documentales seria­lizados han empujado a los docu­mentalistas a contar historias con demasiada información y repletas de giros espectaculares. Incluso en­tre los documentales independien­tes cuesta encontrar autores que no se engullan ciertos códigos que en realidad no pertenecen al cine, sino a la TV. Hasta una eminencia como Errol Morris cayó en la trampa: su último documental se mete en conspiraciones de la CIA muy in­teresantes, pero cuesta un mundo tragarse más de un capítulo.

El ucraniano Sergei Loznitsa (1964) va en otra dirección. Hace películas cuya fuerza de grave­dad no está en la trama, sino en los elementos básicos del cine: la imagen y el sonido. El espectador deambula por sus obras sin infor­mación sobre qué está ocurriendo. Los planos generales cuentan la historia y el espectador debe reco­lectar las piezas y armar el puzle. En Maidan es difícil no perderse si uno no maneja detalles básicos sobre la revolución ucraniana de 2014; sí quedará claro, al final, que es una carta de amor a la indepen­dencia de su país. En Austerlitz, por su parte, uno tarda en descifrar que las hordas de turistas con cá­maras no están visitando un par­que de atracciones, sino un campo de concentración nazi; quedará claro, eso sí, que el tema es la banalización de la memoria históri­ca. Loznitsa quiere espectadores inteligentes, no consumidores.

State Funeral narra los cua­tro días del funeral de Stalin, en marzo de 1953. El director recu­rre a imágenes de archivo a color y en blanco y negro, para mostrar cómo se materializó el culto a la personalidad del líder soviético. Comienza cuando su cadáver em­balsamado ingresa al Palacio de los Sindicatos de Moscú para ser velado. Los detalles de su cuerpo –el rostro sereno, las inofensivas manos, el inservible bigote sobre sus labios sellados– son impactan­tes. También lo son las mareas hu­manas que se aproximan al pala­cio para verlo por unos segundos. Termina cuando el cuerpo es ente­rrado en el Mausoleo de Lenin. La película transmite con elocuencia el shock del pueblo soviético ante la súbita partida de su líder y deja la sensación de que asistimos a un momento histórico trascendental.

State Funeral es también una reflexión sobre la historia: el pasa­do, igual que el cine, puede ser un modelo para armar. Esta idea, de matriz orwelliana (‘Quien controla el presente, controla el pasado’), se desliza cuando el espectador toma conciencia de que pocos años des­pués Stalin será hecho responsable por la muerte de 42 millones de personas y sus restos serán expul­sados de la tumba de Lenin.

Esta sensación, sin embargo, no deja de ser una ilusión, un efec­to de la destreza en el montaje de su director. En la secuencia inicial, un bando del partido detalla los pormenores de la muerte de Stalin (los créditos del guion sugieren que el texto fue escrito por Loznitsa, siguiendo las crónicas de la época), mientras las imágenes reproducen la expectación con que se vivió el deceso en los lugares más dispares de la URSS, desde las montañas de Tayikistán hasta los mares de Azerbaiyán y Vladivostok, pasando por las nieves de Siberia y Moscú. Loznitsa logra ensamblar algo real: tras ganar la guerra, Stalin brindó a la patria un genuino sentido de unidad. Pero es una ilusión: todo lo que le da realismo a la secuencia (la voz del comunicado, el sonido de los caballos pisando la nieve y el de los tranvías cruzando Moscú, el ordenamiento de las imágenes) son artificios. Es evidente que el mate­rial de archivo no incluye el sonido original de esos días, y es obvio que esos eventos no ocurrieron de manera sincronizada, como hace creer el filme. Pero los rudimentos del cine hacen creer que sí sucedió de esa manera porque las imágenes son reales.

State Funeral es también una reflexión sobre la historia: el pasa­do, igual que el cine, puede ser un modelo para armar. Esta idea, de matriz orwelliana (“Quien controla el presente, controla el pasado”), se desliza cuando el espectador toma conciencia de que pocos años des­pués Stalin será hecho responsable por la muerte de 42 millones de personas y sus restos serán expul­sados de la tumba de Lenin. Así, las elegías de los cuatro jerarcas que lo despiden con solemnidad (Malenkov, el sucesor; Beria, el jefe de la policía política; Molotov, el canciller, y Jrushchov, el maestro de ceremonias) se convierten en una cómica farsa, pues en la descar­nada disputa por el poder que está operando tras esa puesta en escena, uno de ellos terminará ejecutado por el régimen ese mismo año, y quien obtendrá el poder finalmente será el menos pensado.

Loznitsa ya había reflexionado sobre el asunto en The Event, que cuenta la resistencia de los ciudadanos de Leningrado al golpe que intentó la KGB contra Gorbachov en 1991. En mitad del filme, entre la incertidumbre de si Gorbachov y Yeltsin han sido asesinados, la cámara se concentra en Anatoli Sobchak, el alcalde de la ciudad. Sobchak coqueteó con los golpis­tas, pero tras olfatear el fracaso apoyó la apertura. Durante dos segundos, la cámara registra tras el alcalde a uno de sus guardaes­paldas. Es Vladimir Putin, quien nueve años después estará al man­do del país.

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