por Lorena Amaro
por Lorena Amaro I 14 Diciembre 2016
“El hombre que torturaba” lamentablemente no es una ficción. “El hombre que torturaba”, como lo llama la narradora de La dimensión desconocida, se llama Andrés Valenzuela, alias Papudo, y está vivo. Fue el primero en romper el pacto de silencio de los represores que, bajo la dictadura de Pinochet, secuestraron, torturaron y mataron a miles de chilenos. Nona Fernández lo escoge como protagonista de su última novela. Con un registro íntimo, apoyado en material de archivo, pero librado sobre todo al discurso de la imaginación, la autora va más allá de los hechos documentados, para tantear el mundo afectivo y la cotidianidad de los chilenos que aun hoy, a 43 años del golpe, no logramos remontar los loops de una historia que parece clausurada. O más bien, abierta solo como repetición continua de un presente uniforme: el del mercado.
El relato registra las principales acciones represivas vinculadas a Papudo. Lentamente, el mundo familiar de la narradora y sus personajes va cambiando. En eso consiste el efecto siniestro de la dimensión desconocida, mundo peligrosamente cercano y paralelo que secuestra cualquier posible cotidianidad. Como en otra serie de entonces, la Galería nocturna, los rostros de los desaparecidos penden extraños y distantes en el Museo de la Memoria, atrapados para siempre en esa dimensión: “Comienzan a enfocarse en esta pantalla que les da un rostro, una expresión, un poco de vida. Aunque sea una vida virtual. Extensión de las fotografías que cuelgan de este muro transparente y celeste que parece un pedazo de cielo. O mejor, un pedazo de espacio exterior en el que naufragan perdidos, como astronautas sin conexión, todos estos rostros que fueron tragados por una dimensión desconocida”.
Es fundamental la elección del protagonista: un torturador arrepentido. Sobre la complicada figura de los represores se ha escrito poca literatura; Bruno Vidal y Roberto Bolaño lo hicieron, con diversos acentos. Aquí, la narradora conjetura que Valenzuela nunca pudo recuperar una vida como la que tuvo hasta los 19 años, cuando, como conscripto de la FACh, se vio en el trance de colaborar y formar parte de la violencia institucionalizada. Fernández humaniza al personaje, que a los 29 años decidió desertar. Nos permite asomarnos a sus complejidades, dejando regadas en el texto varias preguntas difíciles de zanjar. Valenzuela es comparado con Frankenstein, el monstruo de Mary Shelley: “Imagino el paisaje blanco del Ártico y a esa criatura, mitad bestia y mitad humana, deambulando por el vacío, condenado a la soledad (…) El monstruo se arrepintió, insisto. Por eso termina escondido en el Ártico. ¿Ese gesto no tiene valor?”.
La narración también ofrece una suerte de línea de tiempo, que comienza con el golpe del 73 y llega hasta nuestros días. Pasan cosas, muchas, de todo orden. En el ámbito cotidiano, en el político, en el de los medios de comunicación. Pero una sola frase retorna como un mantra: “Familiares/ de/ detenidos/ desaparecidos/ encienden/ velas/ en/ la/ Catedral”. Sin afectación, Fernández logra hacernos cercanos los rostros de los ausentes con una voz poética y al mismo tiempo extrañamente espontánea, coloquial, como si se tratara de una voz amiga y familiar que nos habla al oído. Una voz que se ha consolidado en sus últimos cuatro libros, más sencilla y directa que en sus primeras publicaciones.
En los textos de Fernández suele haber dos o tres imágenes que estructuran el relato: en Fuenzalida, la del padre artista marcial luchando contra los esbirros de Pinochet; en Space Invaders, los marcianitos verdes de la dictadura y los sueños de un grupo de escolares que alguna vez representaron el combate naval de Iquique; en Chilean Electric, la imagen incierta de los primeros faroles eléctricos iluminando el centro de la capital y una historia familiar en que la política no puede sino tener un lugar, como lo tiene en toda la producción de esta autora.
Es admirable el empeño de Fernández por ir agregando estos fragmentos al infinito cuadro de la dictadura, con fluidez, inteligencia e ironía. Su proyecto artístico es el que quizás ha llegado más lejos, el más certero y contundente, de cuantos vemos en el panorama literario actual en la batalla contra el olvido. Como si cada nueva obra fuera una página desplegable, una hoja más de un tablero infinito, con incontables casillas, en que se juegan las historias de los chilenos. La voz íntima y confesional de la narradora podría ser la de la propia Fernández: “He dedicado gran parte de mi vida a escudriñar en esas imágenes. Las he olfateado, cazado y coleccionado. He preguntado por ellas, he pedido explicaciones. (…) Las he transformado en citas, en proverbios, en máximas, en chistes. He escrito libros con ellas, crónicas, obras de teatro, guiones de series, de documentales y hasta de culebrones. (…) He saqueado cada rincón de ese álbum en el que habitan buscando las claves que puedan ayudarme a descifrar su mensaje. Porque estoy segura de que, cual caja negra, contienen un mensaje”. Tal como se plantea en el relato, Nona Fernández efectivamente saquea el archivo de la dictadura, procurando ir más allá de su materialidad: lo interviene, monta y desmonta informaciones, con la conciencia de que la documentación nunca es suficiente para acercarnos afectivamente a la dimensión histórica.
El paralelo con la serie creada por Rod Serling, cuyas microhistorias ayudan a ilustrar el relato de alguno de los horrores de la represión, es más que acertado. Al leer el libro se puede sentir el estremecimiento que provoca la apertura de esa dimensión infame, donde la gente se extravía, se pierde, se queda sola. Es el caso de Alonso Gaona Chávez, llamado “el compañero Yuri” por la admiración que sentía por el astronauta Yuri Gagarin. Detenido en un centro de tortura minúsculo y hacinado de Gran Avenida, Gaona murió en el baño por una bronconeumonía, después de pasar toda una noche colgado bajo el agua de la ducha: “Imagino al compañero Yuri inmovilizado en ese baño. (…) No hay ventanas, pero si cierra los ojos puede imaginar una redonda en el techo, justo por sobre su cansada cabeza. (…) Lo imagino sumergiéndose en las profundidades de ese mar azul que el mayor Gagarin logró ver desde el espacio tiñendo el planeta completo. La Tierra es azul, dijo por radio mirando a través de su ventana redonda el mar en el que dormiría años después y para siempre el compañero Yuri. La Tierra es azul y hermosa, dijo, y desde aquí, que la Historia lo registre, por favor no lo olviden nunca: no se escucha la voz de ningún dios”.
Ya antes Fernández había empleado con inusual belleza la imagen de Gagarin en Liceo de niñas, su última obra teatral. Algo similar ocurre con el personaje de Estrella González, hija de Guillermo González Betancourt, culpable del caso Degollados, que aquí aparece vinculada a Valenzuela, pero que también fue central en Space Invaders y en la crónica de Fernández incluida en el libro Volver a los 17. Estas intromisiones o guiños intratextuales entre sus propias obras generan una sensación de vértigo, como si la historia de la dictadura pudiera crecer ad infinitum, hecha un mecano, un collage, un juego de la mente como los que menciona la narradora de La dimensión desconocida, un juego que en cada nueva mirada nos lleva a enfocarnos en algo que no habíamos visto la vez anterior.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió Pavese. “Vendrá el futuro y tendrá los ojos rojos de un demonio que sueña”, le escribe la narradora en una carta a Valenzuela, instalada en ese tiempo de mañana, donde solo se puede soñar, imaginar y suponer, ser uno mismo el fantasma de la historia. Le escribe esa carta desde la playa de Papudo, donde “el hombre que torturaba” fue también, alguna vez y como todos, tan solo un niño.