por Andrea Kottow
por Andrea Kottow I 13 Marzo 2018
Siri Hustvedt tiene muchas lecturas en el cuerpo; de eso no cabe duda. Uno de los atractivos de la escritura desplegada en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres es su agilidad al momento de adoptar premisas provenientes de diversas disciplinas. En el material de este libro se reúnen y sobreponen la vida, la literatura, la filosofía, la pintura, el psicoanálisis, la neurociencia y las propias experiencias de la escritora.
Conocemos, desde la publicación de Una mujer temblorosa –una especie de indagación científica impulsada por el sufrimiento provocado por años de migrañas y temblores inexplicables– el interés de la autora por comprender los fenómenos de la vida a partir de una multiplicidad de modelos explicativos. Frente a la tan antigua como irresoluta pregunta acerca de la relación entre cuerpo y mente, Hustvedt opta por la apertura, apertura que va desde las exploraciones estéticas hasta los últimos avances de la neurociencia.
La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres es una colección de textos de diversa índole, escritos a partir de ocasiones muy distintas: se antologan artículos aparecidos en revistas culturales, textos de catálogos de arte, conferencias y trabajos por encargo que ella redactó entre los años 2011 y 2015. En ellos reflexiona sobre muchas cosas, entre otras, la manera en que los artistas han pintado a las mujeres en el ensayo que abre el libro y que le da su sugerente título, las relaciones entre dinero y arte a partir de Jeff Koons, el erotismo del fotógrafo Mapplethorpe, la conferencia acerca de la pornografía que Susan Sontag diera en la década del 60, el rol que ha cumplido la terapia psicoanalítica en su vida, las disquisiciones acerca del suicidio, etc. Sería un despropósito intentar resumir las más de 400 páginas de su libro en unas pocas líneas.
La promesa de la autora es, entonces, inmensa. Y las expectativas para los lectores, considerables. Pero más allá de este desajuste, hay algo en el tono de enunciación que aparece un tanto contradictorio con su punto inicial: si la complejidad del mundo y de la experiencia es tal que rebasa las posibles explicaciones que desde diversas trincheras disciplinares pudiesen darse, ¿por qué Siri Hustvedt no convierte sus ensayos en lo que el género le permitiría: ensayar, desde la incertidumbre y la modestia, acerca de un tema en particular? Vienen a cuento ahora las palabras de Lukács: “El ensayo es un juicio, pero lo esencial, lo que determina su valor, no es el veredicto (como sucede con el sistema) sino el proceso de juzgar”.
Hustvedt, en cambio, recupera en sus textos, una y otra vez, una posición de autoridad que no logra convencer y que incluso resulta desagradable. Cuando se muestra frágil, no es sino para volver fortalecida de ese supuesto momento de debilidad. La tradición ensayística –desde Montaigne hasta Barthes, desde Thoreau hasta Orwell, desde William Hazlitt hasta Simon Leys– abre la posibilidad de hacer de la duda un punto de partida. La escritura se vuelve sinuosa exploración, tanteo –a veces tímido– de asomarse ahí donde no es común hacerlo, meditación personal acerca de un tema, a la manera de una conversación privada que, sin embargo, gracias a la escritura, también es pública. Es ahí donde el género permite la hibridez de las fuentes visitadas: la experiencia vivida se mezcla con lecturas, y las ideas dominantes se enfrentan con la imaginación.
No obstante, en Hustvedt se echa de menos esta exposición a la vulnerabilidad de no saber: en ella sus diversos intereses y su apertura hacia múltiples saberes, tan promisoria al comienzo de la lectura –y que sí logra plasmar con maestría en sus novelas–, no resultan más que en un zapping abrumador. Y este, tras horas de ser practicado, deja una extraña sensación de vacío.