Elogiemos ahora a James Agee

por Rodrigo Olavarría

por Rodrigo Olavarría I 17 Abril 2018

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El autor de Una muerte en la familia encontró un amigo y confidente sin igual en el reverendo James Harold Flye, a quien conoció en el colegio cuando tenía nueve años. Cartas al padre Flye, como su nombre indica, reúne la correspondencia que durante 30 años el escritor le envió. En estas misivas, Agee deja ver sus entusiasmos artísticos, filiaciones políticas, pero también sus demonios y perplejidades: la escasez material, la duda sobre su talento, la compulsión por los cigarrillos y el alcohol.

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Genialidad y fracaso son las palabras más usadas para hablar de James Agee (1909-1955) y, como suele ocurrir, hay más que un poco de verdad en ese lugar común. Mientras estuvo vivo jamás imaginó la fama póstuma, ni que sería considerado uno de los grandes prosistas estadounidenses, alguien que llevaría el periodismo al estatus de arte, un celebrado novelista, el guionista de dos películas clásicas y, en su faceta de crítico de cine, un adelantado a las ideas de André Bazin y sus discípulos de Cahiers du cinéma.

James Rufus Agee nació en Knoxville, Tennessee, en el sur profundo de Estados Unidos, un lugar cuyos arraigados prejuicios no dejaron marca visible en él. Cuando tenía seis años su padre murió en un accidente de auto, evento crucial del que se hizo cargo en Una muerte en la familia (1957), la novela en que trabajó los últimos 10 años de su vida y que lo hizo ganador de un Pulitzer póstumo. A los nueve años ingresó a la escuela Saint Andrews, donde conoció al reverendo James Harold Flye (1884-1985), a quien consideró siempre “el más antiguo de todos mis amigos y el mejor que he tenido”.

Este libro, Cartas al padre Flye (1962), es el testimonio de ese intercambio profundo y constante, sin urgencias, que se inicia con una carta de 1925 en que Agee relata su ingreso a la Phillips Exeter Academy y sus primeros escarceos con la escritura, particularmente con la poesía.

Estas cartas y las escritas tras su ingreso a Harvard en 1928, son las cartas de un joven poeta, el registro de la ambición de un escritor en ciernes que goza de la claridad y posibilidad de articular sus ideas en un programa que recuerda al Rimbaud de las cartas de 1871. Son las cartas de un artista que vive de espaldas al derrumbe económico de 1929, las reflexiones de alguien absorto en su labor creativa y la dirección del Advocate, la revista literaria de Harvard, trabajo que llamó la atención de las principales publicaciones de la época y le aseguró un puesto como reportero y redactor en las revistas Time y Fortune cuando dejó el ambiente protegido de la universidad, en 1932.

Es posible describir la seguridad de su trabajo de periodista como un regalo envenenado. En efecto, el periodismo fue una carga que James Agee llevó a cuestas casi toda la vida, dividiendo su energía entre artículos misceláneos y una escritura que no lograba cristalizar en una obra que lo dejara satisfecho. De hecho, en una carta de 1934 dice: “No hay oficio en este mundo que no sea perjudicial para un escritor, incluido el de escribir”. Paradójicamente, el roce entre ambos registros podría explicar la calidad de su producción periodística, particularmente la de sus críticas de cine, que el poeta W.H. Auden llamó: “El evento constante más notable del periodismo estadounidense”.

La verdad es que más allá de su sorprendente uso del lenguaje, destaca su mirada, su capacidad para rescatar la belleza de lo ordinario y dotar de vida lo que parece más estéril.

La verdad es que más allá de su sorprendente uso del lenguaje, destaca su mirada, su capacidad para rescatar la belleza de lo ordinario y dotar de vida lo que parece más estéril. Por ejemplo, en una carta que escribió borracho, le dice al padre Flye: “Mire cada parte ilegible como la sonrisa de la Mona Lisa, cuyo significado es muy fácil interpretar: otro whisky, por favor”. O cuando, refiriéndose a la actuación de Orson Welles en Jane Eyre (1942), precisa: “Sus ojos centelleaban en la oscuridad a-la-Rembrandt, en cada instante, como porciones de gelatina”.

En 1936 la revista Fortune le encargó la misión de viajar a Alabama junto al fotógrafo Walker Evans y reportear la situación de los algodoneros en el contexto de la depresión y las tormentas de polvo que asolaban el sur de Estados Unidos. El reportaje fue rechazado por Fortune, pero Evans y Agee perseveraron, seguros de que los meses que pasaron con los campesinos fueron un vistazo a lo divino en la humanidad. El resultado fue publicado en 1941 con el título Elogiemos ahora a hombres famosos, un fracaso comercial hoy considerado una revolución del periodismo y la forma literaria, un reportaje visual escrito en una primera persona que cuestiona cómo su mirada y su rol de reportero afecta las vidas que le toca examinar.

En una carta de 1936, tras sugerir la necesidad de asesinar a Hitler, Agee recomienda al padre Flye leer la novela El castillo de un judío de Bohemia de apellido Kafka y buscar el último disco de los Mitchell’s Christian Singers, “los mejores cantantes de gospel que he escuchado jamás en un disco”. Esta carta es un excelente retrato de Agee, apasionado por la literatura y la música afroamericana con la misma intensidad, inmerso en su época sin discriminar alta y baja cultura.

En medio de los reportes sobre la guerra en España, Agee toma partido por comunistas y socialistas científicos, expone in extenso sus ideas al padre Flye, lee la bibliografía que el sacerdote le recomienda y resume las variadas formas que ha asumido su espiritualidad. En 1939, antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se declara “enemigo acérrimo de la autoridad y la obediencia ciega” y un convencido de que “la raza humana está enferma y que esa enfermedad es incurable”. Es por entonces cuando su alcoholismo empieza a tomar forma, provocado por la frustración ante la constante falta de dinero, los trabajos que lo distraían de la creación y la creciente sensación de haber malgastado el tiempo. De hecho, poco antes del fin de la guerra escribe: “Algún día sabré lo joven que era a los 35 años, pero ahora mismo es una edad aterradora”.

La escasez material, la duda sobre su talento, la compulsión por los cigarrillos y el alcohol, acaban por hundir a Agee en la más rampante depresión. En 1949, todavía empleado por la revista Time, le escribe al padre Flye: “Estos han sido los peores ocho meses de mi vida”. Para entonces estaba determinado a cambiar de empleo y lo logra, mudándose a Los Angeles contratado como guionista, género en que escribió La reina de África (1951) para John Huston y La noche del cazador (1955) para Charles Laughton.

Los pocos años que le quedaban estuvieron salpicados de ataques cardíacos y batallas contra el tabaco y el alcohol. Fueron años cercados por la inminencia de la muerte y los consejos de médicos y amigos que lo instaban a cambiar su estilo de vida, lo que para Agee significaba convertirse en el tipo de persona que odiaba. El 16 de mayo de 1955 tuvo un infarto en un taxi rumbo a un chequeo con su cardiólogo; ese infarto acabó con su vida.

En su última carta al padre Flye, escrita apenas cinco días antes, James Agee dice tener “la sensación de estar a punto de morir” y se lanza a describir una hermosa idea para una película en que los elefantes son el pueblo elegido de Dios, encargados con la misión de iluminar a los seres humanos, “esos infieles, esos bárbaros”.

 

Cartas al padre Flye, James Agee, Jus, 2016, 237 páginas, $17.000.

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