En busca del tiempo creado

Con la publicación de Tiempos sin fin, el filósofo Andrés Claro ha completado una singular trilogía de ensayos que promueven una hipótesis a lo menos sugerente: la dimensión poética del lenguaje condiciona el modo en que cada cultura aprende a inteligir el mundo. Esta nueva entrega extiende el efecto poético a las muy diversas representaciones que la humanidad se ha hecho del tiempo, poniendo el énfasis en las distintas actitudes vitales que han resultado de esos imaginarios.

por Daniel Hopenhayn I 30 Enero 2019

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Aventajado alumno de Jacques Derrida –quien dirigió su tesis de posgrado en París− y filósofo que no trepida en someter la alquimia del lenguaje a la disección analítica, pero también fino traductor de poesía que procura conservar el efecto sonoro de los originales, Andrés Claro acaba de lanzar el tercer tomo de su trilogía en que la disputa entre creadores y deconstructores encuentra una posible tregua: la poesía es expuesta al más riguroso escrutinio de la razón, pero con el fin de demostrar cómo la primera se adelanta a la segunda.

Concretamente, la conjetura que defienden los libros La creación (2014), Imágenes de mundo (2016) y ahora Tiempos sin fin –susceptibles de leerse en cualquier orden− es que los hábitos de figuración poética inscritos en una lengua, al proyectar sobre la experiencia ciertas formas de aprehensión y no otras, condicionan el modo en que los usuarios de esa lengua se representan el mundo.

La propuesta de este libro, por cierto, es ambiciosa. Postular que las figuras poéticas del lenguaje condicionan las inducciones del pensamiento (no sabemos si ligera o decisivamente, Claro oscila entre ambas connotaciones), e intentar acreditarlo con evidencia comparada, supone buscar causas y efectos allí donde la paradoja del huevo y la gallina suele ensañarse con las mentes inquietas.

Sería el caso, por ejemplo, de la cosmovisión occidental clásica, cuyos lenguajes figurativos tendieron a la metáfora (que extrae de los elementos la cualidad que los asemeja) y así engendraron un pensamiento por analogía que subordina los objetos sensibles a conceptos ideales (desde el arquetipo platónico al idealismo hegeliano). O de los paralelismos que rigen la cultura china, presunto resultado de una sintaxis poética que dispone los elementos el uno junto al otro, sin jerarquizar entre ellos ni desmaterializarlos en la idea, propiciando visiones de mundo cuyo principio de orden son las relaciones vibratorias entre pares de opuestos (el yin y el yang, los primeros).

Pues bien, si la matriz poética de un lenguaje prefigura un mundo, necesariamente debe perfilar una concepción del tiempo, fenómeno inasible por definición y que sin embargo exige ser representado para que el caos admita un orden. El problema es que todo cuanto sabemos del tiempo, como observó San Agustín, se diluye ante el intento de explicarlo. Tiempos sin fin ofrece un magnífico compendio de las soluciones al enigma que diferentes culturas imaginaron a través de los siglos, para luego concentrarse en tres de ellas. Cada una de las cuales –y esto es, en último término, lo que nos convoca− estimula distintas actitudes vitales, algunas más sufridas que otras.

La “Oda XI” de Horacio y un cuarteto de Wang Wei (poeta chino del siglo VIII) le sirven a Claro para contrastar dos fisonomías del tiempo: una lineal, en irremisible fuga hacia adelante, que fuerza a seccionar el devenir en partes finitas (días o años que no volverán) y confiar su trascendencia a la eternidad de la que serían reflejo (“el tiempo, imagen móvil de la eternidad”, decretó Platón); la temporalidad china, en cambio, circular, sustentada por la alternancia entre opuestos irreductibles que hace del devenir un “proceso vibratorio” infinito y, como tal, trascendente por sí mismo. No cuesta apreciar que esta última concepción promueve la paciencia del oriental que contempla un mundo que lo contiene, mientras la primera, que nos concierne un poco más, apuntala la ansiedad occidental por asir una realidad que se nos escapa. He aquí, propone Claro, el soporte de la visión teleológica o redentora de la historia −pues si la flecha avanza sin tregua, por lo menos que avance hacia su blanco− instituida por hebreos y cristianos y que definió el carácter utópico de la razón moderna.

Ya a fines del siglo XIX, sin embargo, y sin apelación tras la Primera Guerra Mundial, la ideología del progreso cayó en desgracia, tan sobrepasada por “la desmesura de la realidad” como los modelos de representación que le habían mostrado el camino. En respuesta a esa crisis, acusada por las vanguardias artísticas aun antes de estallar el conflicto bélico, emergió un nuevo lenguaje figurativo que se volvería dominante en la cultura contemporánea: los procedimientos de montaje. Vale decir, la yuxtaposición de fragmentos –de “detalles luminosos”, según aprendió Pound de la poesía china− que hace saltar la chispa de relaciones inesperadas, polivalentes, incluso ajenas al control de quien las induce. La gran revelación que guía a la Historia, entonces, es desplazada por las pequeñas epifanías que la interrumpen y resignifican, enroscando la línea de tiempo alrededor de un presente que ya no avanza sino que ocurre.

La tierra baldía (1922) de T.S. Eliot es el poema escogido por Claro para desplegar los efectos de montaje que los formatos audiovisuales y digitales ya parecen haber transformado en hábitos cognitivos de la especie. El saldo positivo ha sido acostumbrarnos un poco a dejar que la realidad suceda; el excesivo, cargar sobre ella toda la responsabilidad de sorprendernos, reclamarle permanentes descargas de significado que se ocupen de animar nuestra ubicua pasividad. Paradójico “culto al acontecimiento” que, a estas alturas, quizás no nos aleja de una subjetividad despótica tanto como nos acerca a una indolente.

La lectura, eso sí, es exigente. Nativo de la abstracción (de la analógica, no la digital), Claro presupone un lector dispuesto a seguirlo entre categorías complejas y glosarios calificados; además, bilingüe, pues se encontrará con largos pasajes de Eliot sin traducción al castellano.

La propuesta de este libro, por cierto, es ambiciosa. Postular que las figuras poéticas del lenguaje condicionan las inducciones del pensamiento (no sabemos si ligera o decisivamente, Claro oscila entre ambas connotaciones), e intentar acreditarlo con evidencia comparada, supone buscar causas y efectos allí donde la paradoja del huevo y la gallina suele ensañarse con las mentes inquietas. No es poco, entonces, que aquí la tesis resulte al menos plausible. Como también es plausible preguntarse, dada la simpatía del autor por las cosmovisiones que conciben relaciones recíprocas antes que jerárquicas, si no cabría privilegiar una relación del mismo tipo entre las figuras del lenguaje y las del pensamiento. O, desde el otro extremo, si el siglo XX originó una posible inversión de los roles, en la medida en que la exploración de nuevos lenguajes obedeció de manera creciente a experimentos programados por el intelecto, también en el arte y la poesía.

Llegar al fondo del asunto, en todo caso, es opcional. Tiempos sin fin es el tipo de ensayo en que el camino justifica el viaje. Por su variedad de aproximaciones a la historia de la cultura, pero más aún, porque sus análisis integran la poesía y la filosofía de tal manera que ambas salen beneficiadas, sin que los poetas devengan meros especuladores en torno a espesuras como los límites del lenguaje. También aseguran estas páginas el discreto placer de pensar la cosmovisión occidental en términos relativos, como una entre muchas posibles, de la mano de un autor que se afirma en sus conocimientos y no en nuestra credulidad.

La lectura, eso sí, es exigente. Nativo de la abstracción (de la analógica, no la digital), Claro presupone un lector dispuesto a seguirlo entre categorías complejas y glosarios calificados; además, bilingüe, pues se encontrará con largos pasajes de Eliot sin traducción al castellano. No es que el filósofo se refugie en la opacidad ni que renuncie a simplificar las cosas: es que no resiste la tentación de transmitir en cada caso el mensaje exacto, inequívoco, aun si ello lo obliga a recargar la frase o a reenunciar la cadena de premisas cada vez que suma un nuevo eslabón.

¿Convendría a este ensayo aligerar su rigor conceptual, conceder un milimétrico margen de error a las interpretaciones a cambio de expandir su radio de lectura? Creemos que sí, pero que en ese caso no habría sido escrito. El perfeccionismo de este autor, lo notará quien se acerque a sus textos, es indisociable de su audacia, que mal le podríamos reprochar si es lo que le permite remecer a la filosofía de su adocenamiento bibliográfico –y de su anverso, el aterrizaje culposo en la contingencia−, para acometer aventuras intelectuales de largo alcance. El tríptico que completa Tiempos sin fin asume que la vieja tradición occidental no pudo dar cuenta de la totalidad, pero que la conciencia contemporánea de lo fragmentario no agota la experiencia de lo inconmensurable. O que nadie se baña dos veces en el mismo río, pero mucho menos el que no vuelve a tirarse.

 

Tiempos sin fin, Andrés Claro, Ediciones Bastante, 2018, 153 páginas, $11.000.

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